Uno de los prejuicios más persistentes en la manera de acercarnos a los textos autobiográficos es aquel que presupone que se narra una experiencia cerrada. Es decir, que la escritora o el escritor apenas deben hacer otra cosa que dar con un lenguaje que transmita esa experiencia que ya han vivido en toda su intensidad y con unas evidentes dotes retóricas. Así, uno podría recordar algún momento de su vida como si se tratara de una narración clausurada, perfecta, una que ya incorpora un sentido e incluso una moraleja que el tiempo nos ha permitido comprender.
Este prejuicio lleva en su interior, oculto en su apariencia de naturalidad, otro de mayor calado. Un malentendido por otra parte necesario para la vida cotidiana, que nos permite guiarnos en el día a día y perder un trabajo o preparar la lista de la compra sin necesidad de acudir al psicoanalista: la confianza en que la verdad es una estructura narrativa. Por decirlo de otro modo: que un sentido natural ordena la progresión del tiempo. La creencia (incluso la superstición) de que los sucesos de nuestra vida ya portan un significado que, en el peor de los casos, es decir cuando no se manifiesta con la suficiente claridad, podemos alcanzar con un poco de introspección.
Me atrevo a pensar que estos prejuicios son uno de los principales motivos por los que tantos consideran las escrituras autobiográficas una especie de liga inferior en el campo de juego de la literatura, una disciplina para la cual requerirían menos imaginación los escritores, y muchas menos de aquellas dotes que el tópico romántico sigue asociando a la escritura: la capacidad de despegarse de la «prosa del mundo» para alcanzar las cimas trascendentes de la Gran Literatura.
Vale decir que, a su vez, estos malentendidos están en la misma raíz del género confesional: narrar «la verdad de los hechos» frente a un juicio injusto o la incomprensión de la comunidad. Así, uno debería modular su relato para recomponer unos vínculos rotos que lo han aislado. Es el ejemplo de las apologías clásicas de Julio César o Flavio Josefo, justificarse. Pero también sería esta la pulsión en el relato del arrepentido, San Agustín, o en la más moderna forma de confesión de Rousseau, mover al lector a su favor y en contra de sus enemigos.
Si me he detenido en estos prolegómenos un tanto abstractos, cuando no deliberadamente anacrónicos, es por una sospecha común a los lectores más aficionados a los textos en primera persona: la autobiografía es una forma de ficción nada sencilla, una que pone en juego sutiles y complejos niveles de lectura
Ahora bien, las sospechas acerca la intencionalidad de estos lavados de imagen no son cosa de hace unos años. Desde la antigüedad son numerosos los casos en que el autoensalzamiento (el mal relato contado sobre nosotros mismos) se ha convertido en el punto de partida de fructíferas, y satíricas, formas literarias: en Séneca, Petronio, Apuleyo o Luciano. Hay una evidentísima y temprana conciencia de que dar cuenta de uno mismo es, a su vez, un acto de performatividad, una propuesta antes que una memoria. Y esta sospecha, al cabo de los siglos, dada la vuelta y ensalzada como una forma superior de imaginación, alcanza al movimiento romántico. Así, las Confesiones de Rousseau serían para el romántico Friedrich Schlegel, la «novela» romántica más perfecta. Y escribir un diario, para el bromista Jean Paul, algo tan infructuoso «como perseguir la propia sombra».
Si me he detenido en estos prolegómenos un tanto abstractos, cuando no deliberadamente anacrónicos, es por una sospecha común a los lectores más aficionados a los textos en primera persona: la autobiografía es una forma de ficción nada sencilla, una que pone en juego sutiles y complejos niveles de lectura.
E incluso, si echamos una mirada retrospectiva al género novelístico, aquel que aún hoy en día suele concebirse como centro preferente de lo literario, su devenir parece difícilmente separable de sus relaciones con la autobiografía. Un cierto complejo novela-autobiografía, atravesado por cuestiones religiosas y diversas concepciones del mundo, lleva a un género a mirarse en el otro. Y es este un idilio largo, problemático y retorcido, un ejemplo de la matriz experimental de ambas prácticas desde sus comienzos. Ya desde las primeras novelas en primera persona (de Petronio o Apuleyo) hasta la canónica novela de formación (la bildungsroman germánica de Goethe, Moritz o Keller) pasando, por supuesto, por la novela picaresca castellana, el complejo novela-autobiografía funciona como eje. En cierto sentido, es la autobiografía el campo de pruebas de las formas que más tarde han cristalizado en la novela. Pero también podríamos afirmar lo contrario, que la novela es la cristalización que ha permitido a las autobiografías articularse. Con una notable complejidad lo resume Paul de Man en su famosa frase: la autobiografía vela la herida que ella misma es. Y esta veladura, decimos nosotros, es su forma narrativa.
¿Y nuestro tiempo? La literatura del siglo XX es impensable sin la fecunda y problemática relación entre novela y autobiografía. Valga citar aquellas obras que, al decir de Nathalie Sarraute, protagoniza el propio autor: Proust, Gide, Duras, Ginzburg, Martín Gaite, Levrero, Bernhard, Naipaul, Handke, Coetzee, Ernaux… La lista es mucho más amplia, por supuesto. Y en cada caso, es una formulación de las posibilidades de lo literario que pone en juego (que amplía) la forma novela para sacudirle sus convenciones.
Los siete autores que participan en este especial de Cuadernos Hispanoamericanos se han señalado en algún momento de su obra por la reflexión en torno a la escritura autobiográfica. Pero a su aproximación hay que añadirle un matiz no menor: la han hecho, si puede decirse así, desde una pérdida de la inocencia respecto a sus cualidades «veraces» o «realistas». Lo formula de una manera muy precisa Margarita García Robayo en su texto: «Lo visible está hecho de capas que te impiden ver, hay que sacarlas del medio para encontrar algo. El desamparo en el que me encuentro cuando escribo me sirve de cuchillo. Uso ese cuchillo para rajar lo visible y buscar algo que no se ve, que a veces no se entiende porque, justamente, una de las capas más gordas con las que se cubre la vida es la de la pretensión de entender». Así, parece decirnos la autora de la interesantísima colección de ensayos Primera persona, la verdad se convierte en algo no perceptible de antemano si no realizamos un ejercicio de desocultación que incluye, por supuesto, un desmontaje de las formas narrativas. Esa superstición de sentido a la que nos referíamos o, en sus palabras, «la pretensión de entender».
Estas siete escrituras se plantean desde una incomodidad radical, incluso una puesta en duda del género literario en el que se escribe. No es circunstancial que Mercedes Halfon, además de poeta autora de algunos de los libros autobiográficos más interesantes de estos años, (El trabajo de los ojos) elija precisamente desplazar el problema a otra cuestión relativamente distante, la elección entre la escritura de prosa o de poesía. En cierto sentido, en la poesía se da por supuesta la artificialidad de un texto incluso cuando lo que se narran son situaciones que podríamos pensar que ha vivido el autor. Pero a nadie se le ocurriría hoy en día argumentar a favor o en contra de un poema según su carga biográfica. Quizá la poesía perdió hace ya más de un siglo aquella ilusión de la experiencia transcrita, incluso por parte de quienes se sirvieron de más materiales de su vida: Auden, Larkin, Sexton, Giannuzzi, Gil de Biedma… Otra lista interminable. Y afirmar que la poesía se escribe «verso por verso», como señala Halfon, presupone que cualquier construcción lírica, incluso una de carácter confesional, es ante todo un ejercicio formal, la invención de una voz.
Por otra parte, ¿cómo entender etiquetas vicarias como «autoficción» en un tiempo de trasvase fluido entre la literatura y la realidad, en la hiperconciencia de una realidad armada con ficciones políticas, publicitarias o propagandísticas? Con el humor habitual de sus investigaciones, imposibles artículos entre la parodia, el cuento y el periodismo, Paco Inclán nos presenta precisamente las consecuencias de este doble camino: la ficción pasa al campo de lo real, o viceversa. Sin caer en juegos pseudofilosóficos ni en el desenmascaramiento psicoanalítico, de una manera muy sencilla y radicalmente burda (con algo de filósofo cínico o maestro zen) su texto se sitúa en el absurdo quicio de ficción sobre el que se sostiene cualquier pretensión de primera persona autoral, y sus repercusiones en la vida real (del personaje llamado Paco Inclán).
Por su parte, Daniel Saldaña París introduce una sugerente clave nueva. Cuando hablamos de experimentos autobiográficos no comentamos endogámicas cuestiones literarias, sino una obsesión que abarca un campo mayor. La reflexión autobiográfica (en su sentido crítico) es un ejercicio de interpretación de un mundo que se esfuerza en situar casi todas sus luchas en el territorio de la identidad. Saldaña compara al personaje literario con el que construimos en las redes sociales. En cierto sentido, la literatura sería un lugar menos narcisista y más abierto a la contradicción, parece sugerirnos.
Frente a la experiencia, la escritura encuentra su lugar en el expermiento. O antes bien, resuelve una sencilla identificación: experiencia es experimento
La literatura de Mauro Libertella reivindica una genealogía de la modernidad autobiográfica (Sterne o Constant) que coloca lo «sentimental» como eje del análisis de los afectos actuales. La suya es una apuesta por una genealogía de la modernidad autobiográfica. Y en su texto muestra otra característica de estas escrituras: su revolución sin grandilocuencia ni grandes gestos. Mario Levrero, Tamara Kamenszain o Annie Ernaux se convertirían en modelo de estos «libros inciertos» donde hablar de uno mismo es, también y quizá ante todo, la obliteración del narcisismo.
Otro de los prejuicios de una mirada endogámica nos llevaría a relacionar lo autobiográfico apenas con las formas literarias. Andrea Valdés, autora de uno de los más brillantes análisis de la escritura como experiencia en sí (Distraídos venceremos), prefiere por ello detenerse en el arte contemporáneo: en ese momento en que el arte genera sus propias escrituras. Si es constante la relación arte autobiografía, desde Pontormo o Cellini hasta Verónica Gerber o Txomin Badiola, Valdés elige un momento singular en la producción de lo «literario» dentro del «arte» (o la puesta en duda de ambos conceptos): la «desmaterialización» que inició el arte conceptual. Pero añade otra clave: el nacimiento de textos autobiográficos que son, a la vez performativos, una de las prácticas de una acción política feminista.
Cierra la selección la escritora Natalia Carrero con un texto muy propio de la poética esquiva de Soy una caja, Yo misma, supongo y Otra, algunos de sus libros: siempre reacia a caer en un ejercicio de cosificación, entre escritura y dibujo, tan expuesta como pudorosa. Carrero muestra en su aspecto más desnudo las tensiones de cualquier proyecto autobiográfico: ser convertidos rápidamente en mercancía.
En estos autores lo biográfico es una pregunta por las formas literarias, una huida de la comodidad y del cliché. Frente a la experiencia, la escritura encuentra su lugar en el expermiento. O antes bien, resuelve una sencilla identificación: experiencia es experimento. Por ello, frente a la idea que sugiere que la escritura autobiográfica se limita a rememorar o reordenar, con cierta elocuencia, una experiencia vivida, los textos se presentan como otra vida nueva de una temporalidad más compleja, como si al narrarla esta vida no terminara nunca de suceder.