Recientemente, en una mesa redonda en Madrid, Cristina Morales comentaba que en sus talleres de escritura ella suele comenzar las secciones proponiendo una pregunta sencilla en torno al texto a discutirse: ¿Qué le duele al texto? ¿De dónde viene su pulsión vital? Esa misma interrogante, pienso ahora, podríamos hacérsela a las imágenes: ¿De dónde viene su dolor y hacia dónde va? Y es precisamente esa la pregunta que me hice la tarde en la que recibí, del artista chileno Ignacio Acosta, este collage de imágenes en donde los rostros se confunden con las formaciones geológicas. Fueron entonces los ojos de Ludwig Wittgenstein, el filósofo austriaco, lo primero en increparme. Sus ojos, atentos a pesar del cansancio, enfocados en la cámara a pesar de su excentricidad, me hicieron pensar en lo que decía Morales y en el dolor que parece subyacer a toda imagen. En el collage el rostro del austriaco aparece superpuesto sobre una formación geológica. Como si su boca se hubiese vuelto piedra y la expresión misma se hubiese petrificado. Como si hubiese enmudecido. Recordé entonces cómo fue el propio Wittgenstein el que propuso todo una teoría del lenguaje que tomaba como ancla lo que le sucedía al lenguaje cuando se topaba con su abismo.
La boca petrificada me hizo recordar cómo, en sus intentos por pensar la posibilidad de un idioma privado, un idioma que solo una persona en el mundo pudiese entender, Wittgenstein fue llevado a pensar sobre el dolor. El dolor, sugirió, era una expresión que parecía evadir cualquier comunicación. ¿Cómo expresar con palabras exactas lo que nos duele sin parecer un loco? ¿Cómo apuntar hacia nuestra pena sin perderse en gestos exagerados? El dolor dispara el deseo de expresión pero también arriesga en convertimos en monstruos incomprensibles, perdidos en la soledad de nuestros idiomas privados. “Otra persona no puede tener mis dolores,” escribió en sus Investigaciones Filosóficas, en palabras que subrayaban el dilema que afrontaba al lenguaje cuando se topaba con su límite. El collage de Acosta, con la boca convertida en piedra, con los ojos desesperados en su soledad, me hizo pensar aquella tarde que esa paradoja era el dilema inherente a toda imagen: toda imagen intenta comunicarnos sus penas, sus dolores, por más que por momentos se encierre dentro de su cascarón mudo. Toda imagen cuenta callando. Ese doble gesto es su ética: su intento de ir hacia el otro desde el aislamiento, su manera de formar una comunidad desde la soledad. Como los ojos de Wittgenstein, mirando esa cámara sin saber si ella lo entendería, toda imagen es simultáneamente entrega y retraimiento, desnudez y velo. Así nos seducen las imágenes, como me sedujo a mí esta composición en la que creí vislumbrar un dolor pero también una supervivencia.
Siempre leemos las imágenes desde el punto que duele, desde el punto palpitante. Leemos imágenes como leemos cuerpos: desde sus gestos. Para mí fueron los ojos del austriaco. Ese punto luego contagia al resto, o por lo menos entra en tensión con el resto de la imagen y establece ahí su diálogo. En este caso fueron las formaciones geológicas las que me llamaron la atención, esos cortes transversales detrás de los cuales parecía esconderse todo un mundo. La arquitectura de ese secreto que Wittgenstein no pudo decirnos. Esas piedras, con sus estratos coloridos, con sus capas sedimentadas, me hicieron pensar que si toda imagen guarda un dolor o por lo menos un secreto, lo hace mientras apunta no solo a sí misma sino a todo un archivo. Tal y como las piedras son un archivo de toda una historia que queda retratada en su interior, las imágenes son un archivo de supervivencias. De legados que han logrado llegar a nosotros muy a pesar de que la historia se empeñe en proponer catástrofes y fines por todas partes. Cuando miramos una imagen, sabemos que esa imagen nos sobrevivirá. Ahí recae la melancolía detrás de toda fotografía pero también su júbilo.
Pensando en tales cosas andaba cuando me concentré, finalmente, en la fotografía del hombre que yace sentado sobre la roca. Parecía mirar a lo lejos y por su estilo, que en mucho me recuerda al de Elvis, imaginé que la imagen habría sido tomada en los años cincuenta. Wittgenstein murió a principios de la década, pensé, mientras notaba cuán distintos parecían esos dos hombres y sin embargo cuán cercanos estaban. Y, de repente, en las horas que siguieron, empecé a notar que el punto palpitante de la imagen había mudado. No eran ya los ojos de Wittgenstein los que me perseguían, sino la mirada perdida de esa persona de la que no sabía nada. Le escribí un email a Ignacio para preguntarle por el hombre, pero me contó que él tampoco sabía mucho. Había encontrado la imagen en un mercado de pulgas en Santiago de Chile, junto a un centenar de imágenes que parecían documentar la vida de una familia de clase media chilena. Ahora, muchos años después, la imagen caía en sus manos y luego en este collage. Lejos de parecerme una calle sin salida, su respuesta me pareció exacta: toda fotografía siempre nos devuelve a un pasado ancestral pero abre a su vez múltiples futuros. Toda fotografía nos fuerza a contarnos historias, tal vez falsas, tal vez verdaderas, de eso que la imagen calla y de eso que la imagen esconde. Toda fotografía dispara ese impulso de ficción que llevamos por adentro y abre así el pasado a un futuro que la espera. Como me pasó a mí esa tarde en la que, seducido por el enigma de la imagen, me puse a escribir historias que la enmarcasen y le dieran sentido. Historias que hicieran hablar a la imagen muda, contándonos sus dolores y sus secretos, convirtiendo lo que apenas era un gesto en expresión.