Habrá dos imágenes enterradas en este texto como fósiles llenos de fango: una son tres ríos, la otra un inmenso castillo de sangre. También habrá tres implícitos: el primero, que somos seres habitados por las imágenes; el segundo, que las imágenes están vivas (al menos algunas de ellas); el tercero, que siempre quieren algo de nosotros, como decía William J. T. Mitchell, las imágenes. Un corolario posible sería que quien trabaja con ellas terminará conviviendo, lo desee o no, con especímenes que no entiende muy bien por qué lo afectan.
No recuerdo la primera imagen sobre la que escribiré, la de los tres ríos, tan solo me la encuentro escrita de tanto en tanto. La otra, la del castillo de sangre, a pesar de provenir de la misma fuente, palpita en mi memoria, irremediable. La leí un día, perdí su ubicación poco después, pero, una vez dentro de mí, ha ido reapareciendo intermitente al pensar sobre el Libro del conorte, por ejemplo, sobre los sermones visionarios allí contenidos. Uno de ellos describe un paisaje paradisiaco en cuyos prados se extienden tres ríos de materias preciosas; otro, un castillo calado de sangre, tras el que se esconde (sospecho) también la carne de un cuerpo.
Estas imágenes, transcritas en dos manuscritos hendidos de lagunas, fueron pronunciadas originalmente por una mujer, Juana Vázquez Gutiérrez, que con el hábito de terciaria franciscana tomó también el nombre de Juana de la Cruz. A inicios del siglo XVI, Juana comenzó a predicar en éxtasis en una casa religiosa cercana a Toledo, mientras describía el cielo que se abría ante ella. Lo hacía con la voz ronca de Cristo, que la invadía para que pudiera enseñar en público. Sus sermones atraían abultadas audiencias y fueron recogidos por sus hermanas como un tesoro, que poco a poco fue conformando una colección en cuyos manuscritos trabajo desde hace años. ¿Por qué el castillo sanguíneo ha sido la imagen que ha quedado resonando en las cámaras de mi cerebro y no otra? En el Conorte se celebran torneos celestes entre monturas voladoras, la Virgen baila con los breves pechos descubiertos, hay incursiones en el Infierno, procesiones de penitentes y de condenados, un Cristo-unicornio, extensos campos que no agotan el Reino. Pero en mí solo pervive el castillo sanguíneo.
En el séptimo sermón del Conorte los ángeles conminan a un grupo de peregrinos a acercarse a unos espléndidos ríos. Abreviadamente, la imagen que describen es la que sigue (cerramos los ojos como si simplemente lo oyéramos, intentamos imaginar el prado):
«Y andando ellos así, al cabo de muchas leguas, vieron a deshora cómo de uno de aquellos preciosos ríos manaba muchedumbre de oro. El cual oro significaba la caridad muy profunda del Padre de las misericordias… Y el otro río manaba piedras preciosas, muy hermosas y pintadas. Las cuales piedras preciosas significaban al Hijo y los méritos de su sagrada pasión… Y el otro río manaba aljófar y perlas muy finas y lindas de mirar. Los cuales granos de aljófar y perlas significaban el Espíritu Santo…».
La predicación es un espejo que posee dos lados: en uno de ellos se encuentra Juana, que habla en rapto. Su habla fluye con el lenguaje propio de la visión (que crea constelaciones que trenzan un sentido propio) pero, en ocasiones como esta, su discurso frena para construir una imagen. Tres ríos de aguas brillantes que representan a cada una de las tres personas trinitarias. Al otro lado del espejo, debemos imaginar a la audiencia que veneraba a Juana, que consideraba sus palabras santas y que estaba dispuesta a retener su alargado comentario sobre las sagradas escrituras. Entre relatos evangélicos y banquetes en el cielo, la predicadora introduce imágenes que permiten al público recordar su doctrina organizada espacialmente. A un lado, pues, Juana ha creado un paisaje memorizable: tres ríos, tres personas; al otro, su audiencia capta este esquema, lo imprime en su memoria (por usar una formulación clásica), fija allí su forma, la hace suya, también su doctrina.
La imagen así formulada posee, diría, dos aspectos esenciales: el primero, está relacionado con la reproductibilidad, pues la imagen se multiplica en la mente de los auditores. Es así, por ejemplo, cómo la comunidad de Juana las puso por escrito en aquel libro que terminaría siendo el Conorte: memorizaron las imágenes y las recrearon después transcribiéndolas. Lo que fuera solo voz, imagen pronunciada, se transmuta en texto escrito. Una vez así materializada, la imagen puede ser adquirida por otras personas; quizá sea leída en voz alta a un nuevo grupo o comunicada de uno a otro individuo. Sea como sea la imagen se multiplica y así se extienden los tres ríos, ramificándose insistentes como una plaga. El segundo aspecto es la sensorialidad a la que tiende el texto: los ríos son de oro, de piedras preciosas, de perlas y aljófar, al ser percibidos ellos fulgen dentro de nosotros, nos pulsan no solo a recordarlos, sino también a experimentarlos a través de los sentidos espirituales, base de tantas cosas, también de los modos de meditación y mnemotecnia cristianos. Si cerramos los ojos con la imagen ya dentro, esta percepción es más fácilmente identificable: la vista, el tacto, el gusto, el olfato y el oído interiores son capaces de vivificar la imagen, de reactivarla de manera que se pueda indagar en ella, llegando a poder ser manipulada en nuestro interior. La imagen se revela así como una suerte de máquina mental que no solo puede, sino que también desea causar una experiencia.
Hay dos imágenes enterradas en este texto como fósiles llenos de fango: una son tres ríos, la otra un inmenso castillo de sangre. También hay tres implícitos: el primero, que somos seres habitados por las imágenes; el segundo, que las imágenes están vivas (al menos algunas de ellas); el tercero, que siempre quieren algo de nosotros, aunque quizá nunca sepamos qué, las imágenes
Sé explicar los tres ríos: su génesis, sus mecanismos, y su sentido me son familiares. Además, como ya han sido transcritos, puedo permitirme olvidarlos y volver a buscarlos en los folios del manuscrito cuando lo necesite. Este abandono no me es posible con el castillo sanguíneo (cerramos los ojos como si simplemente lo oyéramos, intentamos imaginar la sangre):
«El cual castillo, tan grande y resplandeciente y maravilloso… se llama el castillo sanguíneo, por cuanto cada vez que [Cristo] recienta sus sacratísimas llagas para demandar misericordia para los pecadores de la tierra y para las ánimas del Purgatorio le sale alguna gloriosísima sangre de ellas, la cogen los santos ángeles en unos como pañecitos más delgados que de sirgo y más resplandecientes que de oro, y los ponen en cálices y platos y vasos de plata y piedras preciosas, y lo llevan con grandes cánticos y reverencias a aquel alcázar tan maravilloso, y tienden los preciosos pañuelos encima de los adarves y almenas y ventanas y árboles… [A]quel maravilloso castillo nunca se abre jamás, sino que, cuando los ángeles van a llevar algunos pañizuelos por encima de los capiteles y ventanas, entran. Y por cuanto su gloriosísima sangre es puesta en él, por la ordenación y mandamiento divino, está todo en el mismo alcázar, aunque es mayor que todo el mundo, teñido como colorado. Hasta las piedras preciosas y esmaltes están todos de color sangre muy fina, más que rubíes ni corales; y todos los árboles, así los troncos como las ramas y hojas y frutas, están de color sangre… Nunca las puertas de él se han de abrir hasta el día del juicio final».
Lo primero que me extraña de esta imagen es que no necesita de mi esfuerzo para que viva dentro de mí. No solo la recuerdo, sino que si fijo, aunque sea brevemente, mi atención sobre ella siento que está latiendo. Más allá de ello, como ha demostrado Jeffrey F. Hamburger, las visiones y sus imágenes expresan discursos teológicos concretos: en este caso la reiteración del acto salvífico de la redención. La mención del Purgatorio en el texto no es gratuita: Juana predica en un tiempo en el que aún se cierne sobre los fieles la sombra de esta montaña. Existe aún la creencia de que las almas deben pagar por sus pecados antes de ascender al Paraíso y de que ciertos actos piadosos realizados en la tierra (misas, peregrinaciones, compra de bulas) pueden acortar su estancia. Estos actos terrenales son reflejados en el cielo a través del sacrificio reiterado de Cristo que nos muestra el texto. El hijo de Dios se reabre cíclicamente las llagas de su pasión en el cielo. Y los ángeles vuelan constantes entre su sangre fluyente y esa especie de reliquiario descomunal, casi impensable, a la que llevan los paños empapados.
Puesta en estos términos la imagen se calma para mí: al desarrollarla en términos históricos la pierdo como motivo de desasosiego. De alguna forma dejo de sentirla mientras la disecciono. Sin embargo, hay algo más acá de este discurso que me desarma ante ella y es que, en cierta manera, trasciende la tradición que yo conozco e implica un elemento que me cuesta identificar. Las imágenes de Cristo como templo o como tabernáculo son bíblicas. En la iconografía medieval existen castillos alegóricos por doquier que se constituyen en imágenes no solo del alma, sino también del cuerpo que la contiene. He visto representadas casas como un gran corazón (de Cristo, por supuesto) donde, como una casa de muñecas, el alma cohabita con las personas de la Trinidad: ha entrado a ella por una escalera de pocos peldaños que la lleva a la puerta abierta por la lanza de Longinos. Pero no es la casa, el castillo, la construcción lo que me afecta, es la sangre.
Bajo la voz «sangre» el Diccionario de símbolos de J. Eduardo Cirlot nos aclara que «en conexiones tan estrechas como la de la sangre y el color rojo, es evidente que ambos elementos se expresan mutuamente; las cualidades pasionales del rojo infunden su significado simbólico a la sangre; el carácter vital de esta se trasvasa al matiz». En efecto, hay una identidad sensible entre ambos elementos por la que el color rojo adquiere la vitalidad del fluido corporal. Y la energía que este conlleva no es un mero constructo: puede sentirse, casi tocarse, contemplando la saturación roja del castillo sanguíneo. Un castillo que va empapándose incesantemente de sangre de forma que sus jardines, cada uno de sus árboles, con sus ramas y sus frutos, son rojos. Este rojo es también una llamada a activar, como en el caso de los ríos, los sentidos espirituales. Sin embargo, la indagación interior se encuentra con una extrañeza mayor que ante los tres ríos: ¿cómo huelen esos árboles impregnados de sangre? ¿Cómo visualizar esa colmena de ángeles que es «mayor que todo el mundo»? ¿No implica la sangre, acaso, la carne? El castillo se alza un altar sacrificial sobre el que la sangre de Cristo se renueva. La sangre que transportan los ángeles, sin embargo, no es la que Cristo derramó el día de la crucifixión, sino el fluido celeste que se reaviva a través de los ritos terrestres: de nuevo, misas, peregrinación, compra de bulas. Esta, a pesar de poseer su prototipo en la sangre derramada en la pasión no tiene una existencia material: puede ser percibida por ojos visionarios, pero no gustada por bocas sedientas.
Resuena en esa sangre que no puede ser tocada por manos humanas el análisis que hace Victoria Cirlot en Visión en rojo de una miniatura ejecutada por una monja del siglo XIV en tierras germanas. En ella el cisterciense Bernardo de Clairvaux y una religiosa anónima se abrazan a una crucifixión en la que Cristo se desangra a borbotones, a chorros, convirtiéndose en una fuente enrojecida. Al ver las manos blancas, inmaculadas, de ambos posarse sobre el cuerpo empapado y la cruz, se pregunta Cirlot si Cristo no estará desangrándose en una realidad diversa. Es probable que así sea y que el castillo sanguíneo se encuentre también en ese reino, pues su exceso de sangre puede ponerse al lado de las revelaciones de la mística inglesa Julian of Norwich, que la estudiosa analiza a continuación de esta miniatura. En la versión larga de una de sus visiones, leemos (utilizo la traducción castellana de María Tabuyo):
«Después de esto, cuando miré, vi el cuerpo [de Cristo] sangrando copiosamente a consecuencia de la flagelación, y era así. La hermosa piel estaba profundamente lacerada en la carne tierna por los atroces golpes asestados por todo el cuerpo. La sangre caliente corría tan abundantemente que ni la piel ni las heridas podían verse, pues todo parecía sangre. Y cuando descendía hasta donde debía haber caído, desaparecía. Sin embargo, la sangre siguió derramándose por un tiempo, como para que fuera observada atentamente. Yo la veía tan abundante que me pareció que, si realmente y en substancia aquello hubiera sucedido allí, la cama y todo lo que estaba alrededor habría quedado empapado de sangre».
Según la interpretación de Cirlot, la sobreabundancia de sangre ha convertido a la visión en una imagen abstracta. En sus propias palabras: «Todo es sangre y ya no puede verse nada más que sangre». Así, el elemento sacrificial impera en ambas imágenes: en el sermón de Juana la exuberancia de sangre vivifica los muros y jardines del castillo, que sentimos como un objeto uniforme a través del rojo que lo tiñe todo. A pesar de ello, a diferencia de la visión de Julian, el castillo del Conorte no tiene la calidad de una imagen abstracta: los contornos de sus jardines y sus frutos se perciben siembre bajo la espesa capa sangrante. Y ello tiene una razón de ser: no se describen meramente los contornos de una ciudadela, sino que es el mismo cuerpo de Cristo el que subyace al castillo. Un cuerpo que la sangre carga continuamente de ese «carácter vital» del que daba cuenta el Diccionario de símbolos. Es un cuerpo sangrado el castillo sanguíneo y este cuerpo recóndito me afecta, me hace pervivir la imagen, me impide olvidarla.
Frente al paisaje artificial que organiza el dogma trinitario a través de tres ríos preciosos, el castillo sanguíneo aparece como una imagen cargada de presencia. La sangre que lo cubre lo revitaliza como un órgano latiente, como un altar sobre el que perpetuamente se vierte la sangre de Cristo. A su vez, el alcázar es el cuerpo del redentor, cuyo sacrificio se renovará hasta el fin de los tiempos. El castillo es un cuerpo llagado que se revela, es la herida, la flagelación y la corona de espinas; es la mano clavada en la madera de la cruz, sus astillas enterrándose en ella, la ignominia absoluta convocada en el hijo hombre.
Hay dos imágenes enterradas en este texto como fósiles llenos de fango: una son tres ríos, la otra un inmenso castillo de sangre. También hay tres implícitos: el primero, que somos seres habitados por las imágenes; el segundo, que las imágenes están vivas (al menos algunas de ellas); el tercero, que siempre quieren algo de nosotros, aunque quizá nunca sepamos qué, las imágenes.