Nunca pensé escribir para el cine, pero he tenido la insensata tendencia a dejarme llevar por la curiosidad. En 1997, Mariel Guiot, la propietaria del Alphaville, uno de los cines emblemáticos del cine de autor, decidió probar suerte como productora y se sumó a un proyecto europeo capitaneado por el canal Arte: cada país debía contar una versión de la última noche del siglo XX. Fui recomendada como guionista por Iciar Bollaín, que imagino que me conocía por la radio y los libros, y ese verano del 97 lo dediqué a escribir la historia. Cuando llegó el otoño, Bollaín se descolgó del proyecto y la productora y yo nos pusimos a la tarea de ver cortos de jóvenes directores para ver si alguno podían encajar con el tono, un tono de fábula, entre costumbrista y absurdo, con toques berlanguianos y desde luego cercanos al humor de Rafael Azcona. Hablamos con un joven, Miguel Albaladejo, que mientras hacía de meritorio en Todos a la cárcel de Berlanga había rodado un corto muy ingenioso, La enana. Tras la entrevista, supimos que habíamos encontrado a nuestro hombre. Así de casual fue mi principio. Yo diría que una entrada feliz al mundo del cine, porque el resultado de aquella aventura en la que la mayoría del equipo éramos novatos fue una singular película independiente, en el sentido más noble y real del término. La primera noche de mi vida ganó algunos premios en el Festival de Málaga y logró menciones y buenas críticas cuando la paseamos por el mundo. Aquel trabajo fue el primero de cuatro prolíficos e intensos en colaboración con Albaladejo. Él se convirtió en un director estimado por crítica y público, y yo no estoy segura de haberme convertido en una buena guionista, pero al menos esta aventura que duró unos cuantos años me llevó a mantener una buena amistad con Rafael Azcona, que es uno de los regalos de la vida que te da este oficio a veces ingrato.
No fui a una escuela de guionistas. Yo tenía mucha pericia escribiendo diálogos y gozaba de cierto prestigio en la radio y en la tele improvisando historietas que se representaban casi acto seguido de haber sido escritas. Como siempre, me provocaban cierto complejo aquellos que provenían de los cursos de formación y conocían las singulares reglas del oficio. Yo suplía mi desconocimiento técnico con el oficio que me había dado el día a día y también con un oído muy dotado para captar y reproducir los distintos niveles del habla común. Con el tiempo fui prestando atención a la estructura, de la que poco sabía, y conociendo los mecanismos del ritmo que, sobre todo en el caso del humor, es tan importante como la frase misma.
Cuando fui a Los Ángeles a presentar alguna de nuestras películas asistí a cócteles en los que guionistas que parecían muy profesionales me extendían tarjetas que daban cuenta de su oficio, todos decían tener esplendorosos proyectos a la vista. Yo no tenía tarjeta, ni me consideraba a mí misma guionista ni tampoco contaba con proyectos que contar: eso sí, me avalaban los guiones que ya habían sido rodados. Paradójicamente, muchos de los guionistas que extendían su tarjeta no habían conseguido todavía que se rodara una sola de sus palabras. Esa sensación de que no pertenezco del todo a ese mundo cinematográfico permanece en mí. Trabajo en el cine como quien visita un país extranjero: sin que me respalde un permiso de residencia. Y creo que así será siempre. A estas alturas he escrito unos ocho guiones para el cine, incontables para la televisión, otros tantos para radio. Y aun así, soy una escritora que, de vez en cuando, se cuela como una intrusa en una producción. Aunque es cierto que la escritura de guion es un instrumento de trabajo que poco tiene que ver con el mundo cerrado de un libro donde el autor es el dios total de su universo, creo que cualquier escritor con capacidad de inventar un argumento estaría en principio dotado para esta extraña manera de contar. El problema, lo he pensado muchas veces, es que el oficio de guionista requiere una flexibilidad, incluso diría una humildad, que no todo el mundo está dispuesto a ejercer. Has de saber a renunciar a tus deseos, a ideas audaces, a tu autoría en parte. Vas a tener que hacer frente a los inconvenientes del presupuesto, que en España suele ser escaso; serás corregido por el productor, por el director, por los técnicos y, a última hora, por los actores y actrices que están en su derecho a protestar por una frase que les resulta impronunciable o por una situación que no entiendan. Y tú, con el lápiz en la mano, la mirada atenta, la capacidad de entender y atender a todo el equipo, con la serenidad para modificar aquello que tanto te había gustado en la soledad de tu escritura, tomarás nota y corregirás. Tal vez resulte que incluso te acabe gustando más el guion con las correcciones o, muy al contrario, que sepas, amargamente, que entre todos han conseguido convertir tu historia en una mierda. He vivido todas esas experiencias y alguna más y, a pesar de eso, volvería a hacerlo, volvería, porque no hay nada más excitante que escribir para unos actores que hacen verdad tus palabras, porque es emocionante observar cómo entregan su vida a lo que tú inventaste; eso es un privilegio y un regalo que recibes puede que sin haberlo merecido. Digo yo que esto será porque, en el fondo, soy guionista. Hay una guionista en mí.