POR XITA RUBET
La escritora argentina Silvina Ocampo. Fuente: wikicommons

El crimen

El mejor retorno que un escritor puede recibir sobre sus páginas es el ambiguo: no el veredicto, ni siquiera la opinión, sino algo más parecido a la constatación de un hecho, o mejor dicho, de un crimen. Cuando matas a alguien, el testigo dice: Lo mataste. Aunque tú sujetabas el hacha, sólo entonces te das cuenta. El testigo no te juzga. Por supuesto, no te elogia. El testigo te dice: Lo mataste. Y tú repites: Lo maté.

Cuando publiqué mi primera novela –una novela breve– el retorno que más gracia me hizo, porque también era un hacha, fue el de la poeta Ida Vitale. No recuerdo quién me trasladó su lectura; no fue ella misma, y quizás no fueran éstas sus palabras exactas; incluso puede que ahora, al recordarlas, yo las esté alterando una vez más. Según el emisario, «dijo que era una historia con el centro vacío, con un núcleo invisible».

¿Sabe una historia cuál es su núcleo? No. Pero lo sorprendente es que tampoco lo sabe, al principio, el autor: el autor de la historia y del crimen. El núcleo se convirtió así en secreto, en tentación, en agujero negro hacia el que gravitaron todos los personajes, sin saberlo; todas las escenas, sin saberlo; todas las frases, sin saberlo. Cuando uno está componiendo, no es todavía autor, es todavía y también, testigo, auscultador. Yo escuchaba los ecos, las vibraciones de ese núcleo. Procuraba no preguntarle nada. Ni quién eres ni qué esperas de mí.

Mi relato omitía, es cierto, su centro. ¿De dónde viene la atracción de algunas personas (entre las que me incluyo) hacia lo enigmático, y de dónde viene la tendencia de algunos escritores (entre los que me incluyo) a lo enigmático en las historias? ¿De dónde emerge la devoción por el secreto, el vacío y la omisión? Hay quien lleva esta manía al extremo. Es una cualidad que comparten todos mis autores predilectos, escritores elusivos como si tuvieran algo que ocultar, pero que erigen una obra en esa ocultación.

La novela de centro vacío –así la llamo desde entonces– tuvo otras lecturas menos perspicaces que la de Ida Vitale. No venían con hachas sino con descripciones o valoraciones: era una «novela de formación», una «historia de duelo», una «misteriosa nouvelle». Ninguna me parecía desacertada, pero tampoco acertada, y la más literal me parecía la última, porque remitía a su extensión. Yo había empezado a escribirla como un cuento y, bajo mis pies, creció de modo autónomo como una novela breve, sí. No hubo ni voluntad ni resistencia por mi parte: simplemente me puse al servicio del relato.

Me puse al servicio de ese núcleo invisible, sin nombre, el nombre se lo pone quien lee. Mi trabajo era de ocultación, de máscara, más que de apertura. Se trataba de llenar el hoyo con tierra definitiva, se trataba de sepultar. Esas ficciones se sostienen como un hecho, son innegables como un cadáver. Ahora tengo una novela «larga» entre manos, lidio con su complejidad compositiva, arquitectónica, y cada vez que me da pavor erigir la siguiente escena, construir al siguiente personaje, fantaseo con el placer autónomo de la novela breve. Me entrego a esa fantasía cuando lo que me espera enfrente no es un milagro sino una construcción humana, un edificio. Eso es la novela. Pero la novela breve destruye, cava un hoyo, omite, se ríe. Es venganza divina.

Escribe Franz Kafka en un párrafo final: «Si ahora no encuentras nada por los pasillos, entonces golpea las puertas. Si no hay nada detrás de las puertas, más allá hay otros pisos, y si aun allí no encuentras lo que buscas, no te preocupes, siempre hay más escaleras. Siempre habrá escalones mientras te empeñes en subir, ellos crecen bajo tus pies». De ese modo, siento ahora, creció mi nouvelle: los escalones crecían bajo mis pies. Y el último escalón no es un escalón final, es un precipicio con vistas al abismo, al hoyo. La escritura tiene que ver con algo inevitable que se va a expresar mientras tú sigas subiendo las escaleras, fingiendo, como Kafka, que no intuyes a dónde te llevan.

El secreto

Acababa de mudarme a Princeton. Había conseguido una beca de doctorado que implicó el tiempo y la concentración para dedicarme a la ficción mientras cumplía con los requisitos académicos. Meses más tarde, había terminado de escribir Mis días con los Kopp. Cuando, tras múltiples reescrituras, tras su falso origen como cuento y su falso deseo de ser novela, se convirtió en la novela breve que terminó publicándose, yo me acercaba al final del doctorado y descubrí que mi universidad tenía los archivos de Ricardo Piglia. Acabé topándome con unas clases que Piglia dio, precisamente, sobre la nouvelle como género. Se basaba en las narraciones de Juan Carlos Onetti y utilizaba ejemplos de otros escritores como Henry James. Estas clases terminaron transcritas en el libro Teoría de la prosa, que publicó Eterna Cadencia.

Durante mis años de doctorado he evitado a toda costa la intromisión de lo académico en lo literario. La palabrería académica se injerta como un hermano erudito y discapacitado en los brazos de un hermano bello e inteligente. Pero la de Piglia no es palabrería académica, y a cualquiera que se pregunte por este género en el contexto hispanoamericano le interesarán sus ideas. Escribe Piglia: «La nouvelle sería un tipo de relato en el que lo que importa es la existencia del relato en sí y el hecho de que exista un espacio vacío, digamos, algo que no se conoce en el interior de la narración. El secreto es un elemento formal del texto». Algo muy parecido al comentario –quizás apócrifo– de Ida Vitale. Quizás el género de la nouvelle no depende sólo de la extensión, sino también del alma del relato: no es sólo un texto más largo que un cuento y más breve que una novela. Hay un tercer elemento y es ese ambiguo espacio vacío, el secreto.

Antes de mudarme a Estados Unidos, antes de escribir la novela breve, y antes de conocer las ideas de Piglia sobre el género, mi relación con la nouvelle se remontaba, imagino –trazar causas e influencias siempre es engañoso– a una fascinación ante el gran cuento largo. Las lecturas que me habían dejado patas arriba habían sido en inglés: los cuentos largos de Alice Munro y su nieve opaca, los de Carson McCullers y sus hombres elusivos, los de Herman Melville y sus frases fantasmagóricas, impenetrables. En estos prodigios del cuento largo (o novela breve, según la edición), quizás haya una relación entre la ambigüedad que es central a sus tramas y la forma también ambigua: las estructuras y finales suelen ser escurridizos. Dice Piglia que la nouvelle «se opone al sentido común de lo que llamaríamos mercado literario, rompe el equilibrio respecto de lo que podríamos llamar la buena forma de un libro», así como «el ocultamiento contradice el orden social que está basado en la transparencia, la comunicación y el diálogo».

Acerca de la comunicación y la transparencia, Leonora Carrington escribió esto: «El hecho de tener que hablar una lengua que no conocía fue decisivo: no me condicionaba la idea preconcebida de las palabras. Esto me permitió dotar a las frases más corrientes de un sentido hermético». Carrington habla aquí de su tiempo en España y su relación con una lengua extranjera, el español. El adjetivo que usa –hermético– vuelve a aludir a algo secreto, algo oculto pero sustancial. ¿Y si el hermetismo no fuese sólo el de las historias, o el de la forma de la historias (como sugiere Piglia), sino también el del propio lenguaje, la unidad mínima y básica de cualquier relato? ¿Y si más allá del alma elusiva, y la extensión elusiva, la nouvelle también se caracterizase por un lenguaje elusivo, parcial, jamás adecuado?

Aquí estuvo el quid, para mí. Mi vida tomó pronto la dirección de una inmersión constante con lenguas extranjeras, y las utilizo por necesidad –para comunicarme, para trabajar, para leer–, lo hago como si nada, como si eso no modificase mi percepción del mundo, pero lo cierto es que cada lengua añade una capa de extrañeza a la realidad. Al no entenderlo todo, o no de inmediato, y al no estar acostumbrada a la sintaxis y los gestos de otra lengua, una empieza a relacionarse con la lengua propia de un modo mucho más distante, difícil y misterioso. Sé que desde ese nuevo lenguaje, que nunca había oído y nadie me había enseñado, escribí la novela del centro vacío. Es posible que ese nuevo «hermetismo» apareciese en mi escritura en español, cuando hacía años que ya no vivía en España. Lo que entendemos a medias, lo que se mantiene escondido a nuestra comprensión inmediata, adquiere la estructura de un secreto.

Pero también es posible que desde el inicio de la escritura (en la niñez) me relacionase con «mi» lengua a cierta distancia. Escogí el español como lengua para la ficción, pero el español no era la lengua de mi casa. ¿Mi casa? Mis casas eran dos. En casa de mi madre sólo se hablaba gallego, en Santiago de Compostela. Y en casa de mi padre sólo se hablaba catalán, en Barcelona. Nunca fue el español mi lengua familiar, mi lengua automática, sino mi primera lengua adquirida. Pronto hubo cuatro lenguas de uso diario para mí –gallego, catalán, español e inglés. Como para Carrington, las frases más corrientes –aquellas cuyo significado parece obvio– tienen para mí un sentido misterioso, y no expresan realmente lo que creen expresar. El lenguaje me parece una herramienta deficiente y misteriosa, y ninguna lengua expresa la realidad de modo unívoco, total.

Aunque todo esto pueda sonar como una riqueza, creo que las nouvelles en general –y mi nouvelle en particular– tienen más que ver con la pérdida. Durante la reescritura, limé la historia hasta que no quedase casi nada, y todo lo que eliminé permaneció igualmente, de modo más significativo que si dijera: ¡presente, estoy! Estas son las obras elusivas, con el núcleo vacío. Si lo pienso, ninguna de mis piezas nace al nacer, sino al empezar a morir, en la revisión, reducción, pérdida constante de elementos. Las novelas breves se componen al ser descuartizadas. Toman su peso de todo lo que ya no existe. Se revelan en la construcción de su secreto.

El secreto, además, es sólo un tipo de pérdida (la del sentido, la de la transparencia). Pero existe la pérdida de cosas (el olvido), de personas (el luto), de facultades físicas o mentales (la enfermedad), del lenguaje (la afasia), de recursos (la precariedad). Y no son solemnes, son vergonzosas. De ahí surge a menudo el humor que caracteriza a los autores verdaderamente enigmáticos y sus novelas breves: pienso de nuevo en Kafka, en Melville. No saber, dejar de entender, haber perdido es triste y descomunal. Ni la vida ni la escritura son una suma de adquisiciones, técnicas o ideas, sino una progresiva pérdida, una excavación hacia el núcleo.

El relato

Según Piglia, en la nouvelle, «el acto de la narración» importa más que «lo narrado». Más que narración yo prefiero la palabra relato: remite a alguien contando algo, a una intimidad entre voz y lector que casi no tiene que ver con la literatura, sino con el fuego y la tentación. Es un rito. Somos testigos de la necesidad, la obligación, la urgencia de la voz. No quiero leer un «cuento». No quiero leer una «novela». Quiero escuchar al secreto convertirse en relato. Quiero que me hables y me eleves por encima de tu habla, quiero la hipnosis, quiero someterme a lo que todavía no comprendo, quiero claudicar.

Hay dos maneras de revertir esta balanza de poder y esquivar esta dificultad –la de los relatos elusivos–, y la primera es preguntar «qué significan» en vez de entregarse a ellos. Es la pregunta preferida de los periodistas. Los grandes relatos no responden. Se mueven en un mundo resbaladizo y engañoso, casi hecho de espejismos más que de escenarios, de fantasmas más que personajes, de voz narrativa manipuladora más que conocedora de los hechos.

Otro modo es preguntarse por «influencias o referencias», pero uno encuentra sus referencias a posteriori, como sabía Borges. Cuando me preguntaron sobre autores que me hubiesen «inspirado», me inventé algo verosímil. Luego, mi editor en portugués dijo que mi novela breve le recordaba a Cosmos de Witold Gombrowicz, y el editor alemán a Trastorno de Thomas Bernhard. Yo no había leído ninguno de los dos libros, pero ambos resultaron ser misteriosas nouvelles. Hay más influencias posteriores: pienso en Clarice Lispector y en Silvina Ocampo, dos autoras cuyas últimas obras escritas en vida son, curiosamente, nouvelles: La hora de la estrella y La promesa. No hace falta conocerse para parecerse, las relaciones literarias funcionan así, del revés: el relato sirve para encontrarse frente al fuego, acercarse al hoyo y mirarse de reojo.

Al contrario que los académicos, yo tiendo a pensar que las razones formales –lo que llamamos el «estilo»– es la contrapartida lingüística de algo no-formal, de algo sustancial y que corresponde a los pliegues y dificultades de la propia conciencia. ¿Lo mostraríamos sin dificultades en la vida? No. Entonces, ¿cómo vamos a describirlo sin dificultades –sin omisiones, sin rodeos– en el relato? El hoyo es lo que resulta impronunciable. Un hijo huérfano puede pasarse la vida buscando a su padre, y eso –esa ausencia, esa búsqueda– le da su identidad: lo mismo sucede con las novelas en busca de su secreto, de su centro vacío. Lo que hay que decir es brutal y vergonzoso. Si pudiéramos, no lo contaríamos. Es inconfesable. Por eso un mudo, un bebé, un muerto –los elusivos– tienen una relación más certera con el lenguaje que los elocuentes.

Es posible que sólo tras una experiencia de extrañamiento radical (se puede tenerla y no saberlo) con el propio lenguaje, con la propia vida, pueda uno destruir la lengua, destruir el cuento, destruir la novela y escribir una nouvelle, dedicarse al agujero que se llena de otra cosa para no mostrarse desnudo, y, sin embargo, mostrarse mediante su disfraz. ¿Cómo esperan que un condenado confiese abiertamente?

El botín

El condenado esconde su botín. ¿Dónde se ha visto que lo entregue? Si varios de estos elementos componen la novela breve –el secreto, un nuevo lenguaje, la elegía tras la pérdida, el humor– hay uno que se erige por encima de los demás: la seducción que emana del botín.

Cuando leyó por primera vez Mis días con los Kopp, mi editora dijo que la voz narrativa «mostraba la patita y la escondía de inmediato». Decía que eso le daba al texto una cualidad de «engaño» y «seducción». Quienes no soportan ser seducidos lo llaman ambigüedad o secretismo, como suele decirse de Onetti, Kafka, Melville o Lispector. Pero no hay que culpar a nadie por desconfiar: dejarse seducir es abrir la puerta al engaño y a la manipulación. Estás en manos de otro.

La nouvelle es algo nuevo e inesperado cada vez, como la seducción. Inesperadamente, me encontré hace unos días con Paula de Parma –quien conozca la obra de Enrique Vila-Matas sabrá que ella es su primer y último personaje–, no sé cómo empezamos hablando de literatura y pronto estábamos hablando de hombres, o acaso de un solo hombre. «Para las mujeres –dijo– la seducción pasa por las neuronas». Paula de Parma tenía razón, todas hemos sido seducidas por un feo, porque en nuestra mente se estaba produciendo el mismo efecto que opera ante un gran relato: secreto, engaño y tentación. En la vida, la seducción se convierte en engaño cuando recubren de diamantes algo que no brilla, o al revés, cuando nos hacen creer que algo que no brilla esconde un diamante. Pero en la seducción del relato sucede lo mismo, y del calibre del engaño depende el éxito de la historia. ¿Quién en su sano juicio se adentraría en ella –en él– si alguien no se hubiese ocupado, de antemano, de envolverlo y esconderlo hasta que parezca algo hermoso?

La novela breve, pensada como crimen, secreto y relato, como feo, engaño y seducción, es la forma más primitiva y sofisticada, porque, pese a todos los géneros y técnicas sólidas, hay que llegar al magma líquido y, luego, atravesar las capas de magma para llegar al núcleo. Engaño: no es magma, es barro. No se llega al botín desde la superficie, sólo tras una excavación. La excavación puede darse de muchos modos –en una trama o en una lengua, en un personaje o en un ritmo–, pero donde hay un secreto hay una tentación. Y donde hay una tentación que se infringe –que se lee– hay un sacrilegio. El sacrilegio es otro modo de llamarle al crimen. El crimen es el otro nombre del secreto. El secreto es el apellido del botín. El botín siempre es feo, y eso no quita que sea el botín.

J. D. Salinger, otro gran escritor de nouvelles, pone esto en boca de Seymour, que le da un memorable retorno lector a su hermano escritor: »He estado aquí sentado destruyendo mis notas para ti. Empiezo a decirte cosas como: “Este relato está maravillosamente construido”, “La mujer en la parte trasera del camión es muy graciosa” y “La conversación entre los dos policías es estupenda”. Pero me siento falso. No sé muy bien por qué. Empecé a ponerme un poco nervioso justo después de que empezaras a leer, y darme cuenta de que sonaba como algo que tu archienemigo llamaría “una maravillosa historia”. ¿No crees que llamaría a esto “un paso en la dirección correcta”? ¿Y eso no te preocupa? Incluso lo que es gracioso acerca de la mujer en la parte trasera del camión no suena a algo que piensas que es gracioso. Suena mucho más a algo que crees que es universalmente considerado gracioso. Me siento estafado. ¿Eres escritor, o sólo un escritor de “historias maravillosas”? Me molesta recibir tus “maravillosas historias”. Yo quiero tu botín”.