Coordinado por Valerie Miles

Fotografías de Nina Subin, Ivan Giménez – Seix Barral y Javier Campos

VALERIE MILES

Cheever forever, dirían algunos. Es un escritor que, a pesar del paso de los años, sigue siendo admirado, leído, influyente. Aunque pareció durante un tiempo que iba a caer en el olvido, su obra ha cruzado fronteras lingüísticas, culturales y temporales. Y así será el caso con algunas escritoras redescubiertas recientemente como Lucía Berlín, Joy Williams o Grace Paley, u otras muy leídas ahora como Lydia Davis y Lorrie Moore. La tradición realista estadounidense del siglo XX ha influido en la cuentística en español. Podríamos plantear la vieja pregunta de ¿qué es, exactamente, el realismo? Cheever, que es conocido por ser un realista, a menudo incursionaba en lo fantástico, y al menos usaba formas extremas de la extrañeza, siendo siempre un gran estilista, elegante y sensual. Vosotros dos os inscribís en esta línea de la ficción que quiere re-encantar lo cotidiano y explorar las vidas de personas que podrían ser nuestros vecinos, familiares, miembros de nuestra comunidad inmediata. Con un trazo lingüístico depurado, nítido, vuestras historias a menudo esconden o camuflan complejidades: intersticios que activan al lector a ser creativo, un plano escondido que sigue la famosa metáfora del iceberg de Hemingway. Sois escritores profundamente humanos, que no se distancian de sus criaturas, como dioses jugando en una tablero de ajedrez, y vuestros personajes cobran vida –¿real?– a pesar de no ser más que fenómenos del lenguaje.

Buenos días a ambos: ¡vamos allá!


MARGARITA LEOZ

Querido Ignacio:

Aprendemos imitando, qué duda cabe. He vuelto a «El nadador», el cuento de John Cheever. He vuelto a tu «Siempre hay un perro al acecho». Me siguen pareciendo sublimes, inmunes a los arañazos del tiempo. También me han resultado relatos profundamente simbólicos, extraños, muy poco «realistas». ¿Cuántas facetas posee ese término? Sé que no me interesa tanto la cotidianidad sino su extrañamiento, lo familiar sino sus alteraciones. 

Me pregunto qué te impresionó a ti de la tradición norteamericana. En mi caso fue, en un primer momento, esa limpieza del estilo, esa pulcritud de frases cortas, sencillas, a partir de un vocabulario tangible, nada rebuscado, casi propio de la oralidad. Las narraciones fluían siguiendo en apariencia el orden natural del sujeto-verbo-predicado. Y, sin embargo, por debajo de esa tersura corrían las verdaderas historias, las sugeridas, los dobles sentidos, la ambigüedad, lo que las palabras no contaban, lo que los silencios iban componiendo. Debido a ese doble plano, sentí como lectora que formaba parte de la creación, que el cuento quedaría incompleto sin una lectura activa por mi parte. 

No trabajo a partir de temas, nunca escribo para vehicular una idea. Las ideas llevan aparejadas explicaciones y certezas morales, posturas recias y unívocas, reglas de conducta. Las tramas son necesarias pero deberían ser solo como cuerdas que sostienen la ropa en el tendedero: lo valioso es el modo en que las sábanas son mecidas por el viento, los juegos de sombra y claridad en sus pliegues, esos claroscuros

Me refiero a «Gato bajo la lluvia» de Hemingway a «Cazadores en la nieve» de Tobias Wolff. También a los cuentos de Alice Munro o de Lorrie Moore. Pero yo venía de Flaubert y de Maupassant, venía de Chéjov. Las tragedias cotidianas me interpelaban, esos individuos anodinos cuyas vidas se bifurcan de repente, chocan contra un punto de no retorno o experimentan una epifanía sin vuelta atrás. Las palabras de Gúrov, el protagonista de «La dama del perrito», formulaban pensamientos que me pertenecían incluso antes de haberlos imaginado. ¿Recuerdas el sentimiento de fracaso de Gabriel Conroy al final de «Los muertos» de James Joyce? No me costaba hacerlo mío. Esos seres imperfectos dudaban, tenían dificultades para tomar decisiones, decían lo primero que se les pasaba por la cabeza en lugar de aquello que cobijaba su interior. Porque no osaban, porque eran torpes, porque erraban en la dirección de sus afectos. 

Yo deseé provocar lo mismo: que mi escritura emergiese a partir de detalles minúsculos pero elocuentes. Y que mis historias trascendiesen: que un lector desconocido —a kilómetros, experiencias, años, países o lenguas de mí— experimentase el mismo desgarro, la misma inquietud, la misma incomodidad que mis personajes, se identificase, en suma, con sus tribulaciones.

Ahora siento que me alejo de esa influencia, la de los autores norteamericanos, como si fuesen parientes lejanos que durante un tiempo frecuentamos con asiduidad y de los que luego nos distanciamos sin que mediase ninguna pelea, ninguna enemistad manifiesta. Siguen estando ahí, en un lugar privilegiado de mi biblioteca, pero mi voz tiende hacia caminos menos marcados. John Irving siempre escribe la última línea —la tiene antes de empezar a escribir— y dice que escribe hacia ella. Yo no sé bien hacia dónde voy. 

IGNACIO MARTÍNEZ DE PISÓN

Querida Margarita:

Mencionas el relato «El nadador». Fue lo primero que conocí de Cheever, pero no a través del propio relato sino de la versión cinematográfica protagonizada por Burt Lancaster. A Cheever empecé a leerlo por inducción de Francisco Casavella, que a principios de los noventa me recomendó apasionadamente sus libros de relatos. Encontré los dos volúmenes, descatalogados desde la quiebra de Bruguera, en una librería de viejo. Y quedé fascinado: de los cuentos pasé rápidamente a las novelas y al diario, que da muchas pistas sobre la dolorosa fractura que se adivina en el alma de sus personajes. Me interrogo acerca del porqué de esa fascinación mía (un auténtico flechazo) y creo que la narrativa de Cheever me aportó unos nutrientes de los que mis libros carecían. Yo venía de una tradición más cercana a lo fantástico, digamos la tradición que nace de Poe y nos llega a través de Cortázar (que no por casualidad fue su traductor), y Cheever me reorientó hacia esa otra gran tradición que tú citas, la que nace de Chéjov, que los grandes cuentistas norteamericanos supieron actualizar y adaptar a su realidad. El culto a la sencillez, la atención al detalle, la renuncia al alarde estilístico, el afán de transparencia, la sutileza en el tratamiento del drama, un tono aparentemente menor, la capacidad para sugerir, la atención a esos seres imperfectos que tú indicas. Todo eso que estaba en Chéjov está también en Cheever. 

Hay autores que abren puertas y las dejan abiertas para los que vienen detrás. Hay también autores que abren las puertas sólo para pasar ellos y las cierran en cuanto han pasado. Borges es uno de éstos: cualquiera que quiera seguir a Borges está condenado a convertirse en un epígono. Cheever, en cambio, es de los otros. En sus cuentos descubres soluciones que puedes aplicar a tus propias historias sin por ello dejar de ser tú, sin convertirte en discípulo de nadie. 

Mi descubrimiento de la canadiense Alice Munro, aunque más tardío, no fue muy distinto. También ésta es una narradora que deja abiertas las puertas para los demás. Técnicamente es impecable. En sus cuentos las cosas pasan porque tienen que pasar, pero hasta el final no se da cuenta el lector de que era eso, precisamente eso, lo que tenía que pasar. Y sus historias nunca resultan previsibles. Munro jamás comete los errores de los narradores mediocres, que siempre acaban enseñando la tramoya: esas pistas que siembran, esas informaciones estratégicamente colocadas para retomarlas en el momento en que la trama necesite un empujón. Detrás de los relatos de «Flores fuera de estación» (que me parecieron estupendos, extraordinarios) intuí precisamente a una buena lectora de Alice Munro. Tus comentarios me lo confirman. ¿Te acuerdas de cómo llegaste hasta ella y de qué fue lo que te deslumbró de sus cuentos? Y ya que hablas de los autores norteamericanos como unos parientes queridos a los que sin embargo has dejado de frecuentar, dime cuál es tu nueva familia literaria, a qué tradiciones y a qué escritores te has acercado recientemente. 

Seguro que, a pesar de lo que afirmas en tu última línea, sí que tienes alguna idea de hacia dónde vas.

MARGARITA LEOZ

Suscribo esos descubrimientos adictivos que nos impulsan a leer todo lo que sale de una pluma que nos fascina. Así me ocurrió con Carver, con los ya nombrados Cheever o Woolf. Yo también llegué a Munro después de leer a los demás. ¿Cómo era ella capaz de conservar la tensión durante cincuenta, sesenta páginas, sin que declinase en ningún momento el interés, sin caer en lo superfluo, en lo accesorio? Sus tramas se estiraban, se ramificaban. Sus narraciones poseían partes separadas por elipsis reveladoras, saltos temporales arriesgados. De sus narraciones nadie sale indemne. Con Munro me di cuenta de que los relatos no tenían por qué ser solo nucleares, encapsulados y densos; había otras maneras de contar. Deseé hacer lo mismo, recogí los guijarros que ella había dejado caer en mi camino. Igual que tú apuntas, yo también, en una época de mi escritura, me renové, me refresqué. 

En este sentido, para mí lo decisivo es el orden, el andamio que sujeta el libro. James Salter —otro norteamericano, otro modelo— escribe: «Lo más importante es la organización, encontrar un orden». Quizá, como señala Clarice Lispector, soy de esas personas que se preocupan demasiado del orden externo porque internamente están en desorden y necesitan de un contrapunto que les dé seguridad. No trabajo a partir de temas, nunca escribo para vehicular una idea. Las ideas llevan aparejadas explicaciones y certezas morales, posturas recias y unívocas, reglas de conducta. Las tramas son necesarias pero deberían ser solo como cuerdas que sostienen la ropa en el tendedero: lo valioso es el modo en que las sábanas son mecidas por el viento, los juegos de sombra y claridad en sus pliegues, esos claroscuros. 

Me preguntas por mis nuevas familias literarias. Por suerte son cambiantes, evolucionan. La tradición norteamericana siempre ocupará su sitio, así como el siglo XIX y los franceses (mis herencias universitarias). En la última década he leído a Natalia Ginzburg y a Annie Ernaux. Me interesan los libros de etiqueta difícil, la hibridación y los géneros del yo, pero también una buena, genuina, novela de ficción. Cada vez me giro más hacia el oeste, hacia las voces latinoamericanas: Tomás González, Margarita García Robayo, Pedro Mairal. No me atraen las innovaciones por sí mismas; sigo creyendo en los valores literarios atemporales: la calidad, la honestidad, el engranaje perfecto, la elegancia del estilo. 

Regreso a Salter, ese escritor luminoso vestido de aviador a punto de despegar en su caza para elevarse sobre los cielos de Corea. Las relecturas de su novela Años luz me devuelven a territorios inexplorados. «Estoy componiendo. Escucho las palabras a medida que las escribo», dice. Cada vez más necesito de la cadencia y la musicalidad de las frases, de la sonoridad. ¡Qué inane resultaría todo sin el aliento del estilo! Quiero que la escritura sea siempre un reto, estar en perpetuo movimiento. Quiero ir en esa dirección. ¿Hacia dónde vas tú? A lo largo de tu carrera literaria, ya extensa, ¿has sentido que había momentos de inflexión, cambios de rumbo conscientes o inconscientes? ¿Cómo los has enfrentado? 

IGNACIO MARTÍNEZ DE PISÓN

Me gusta esa comparación sobre las tramas y las cuerdas del tendedero. En efecto, sin esas cuerdas, las historias serían como prendas puestas a secar un poco a la diabla, extendidas sobre los arbustos como en las películas de exploradores. La narrativa, y especialmente la narrativa breve, que suele jugar con estructuras más sólidas que la novela, busca siempre ordenar un trozo de realidad. La vida, por sí misma, carece de estructura. Cuando alguien se pone a contar una historia, lo primero que hace es seleccionar fragmentos de vida, lo que ya implica una estructuración del material narrativo: ¿por qué consideramos que unas partes son relevantes y otras no, por qué las combinamos de una de las muchas maneras posibles y no de otra, por qué empezamos a contar desde un acontecimiento determinado y ponemos el punto final precisamente donde lo ponemos?

Cuando alguien se pone a contar una historia, lo primero que hace es seleccionar fragmentos de vida, lo que ya implica una estructuración del material narrativo: ¿por qué consideramos que unas partes son relevantes y otras no, por qué las combinamos de una de las muchas maneras posibles y no de otra, por qué empezamos a contar desde un acontecimiento determinado y ponemos el punto final precisamente donde lo ponemos?

Todo eso, que ya hacían en torno a una hoguera los primeros narradores orales hace miles de años, responde a la necesidad humana de ordenar la realidad. Los narradores somos herederos directos de una tradición que hunde sus raíces en la noche de los siglos. Entretanto ha ocurrido que el ser humano ha desarrollado la vertiente digamos artística de la vieja inclinación del ser humano a contarse a sí mismo. Los cuentos de Boccaccio se nutrían de la tradición, estilizándola: los narradores del Decamerón que trataban de aliviar su confinamiento (¡qué actual parece eso!) contaban las antiguas historias de una manera nueva, más hermosa y eficaz. ¿En qué momento alcanza la cumbre esa evolución? Por lo que respecta al relato, yo diría que hace poco más de un siglo. Desde entonces las técnicas del cuentista no han cambiado demasiado. Por eso podemos leer a Chéjov como si fuera un contemporáneo.

Es verdad que entretanto ha habido aportaciones significativas. Hemingway, que como novelista me parece mediocre, fue sin embargo un gran cuentista, y seguramente uno de los últimos renovadores del género. Apeó el estilo del pedestal de la retórica y nos enseñó a escribir con las palabras de todos los días. Y, consciente de que lo verdaderamente importante de la historia casi nunca aparece totalmente enunciado, acostumbró al lector a leer entre líneas. Los grandes cuentistas norteamericanos de los que venimos hablando son todos herederos suyos. Entre ellos está uno que acabas de mencionar, Raymond Carver. Esos diálogos, esa aspereza, ese interés por personajes al borde del abismo, y, al mismo tiempo, esa humanidad tan profunda. Cuando, mucho después, leí a Lucia Berlin, sentí un impacto similar. Me pregunto por qué en su momento nadie se acordó de incorporar a Berlin al grupo del llamado dirty realism, con el que comparte tantas cosas.

De esos escritores aprendí a situar mis historias en localizaciones cercanas, vividas. Me gusta que Berlin ambiente sus cuentos en Albuquerque, Cheever los suyos en los «suburbs» de Nueva York, Carver en ciudades de la América profunda, Munro en pequeños pueblos canadienses. A lo mejor eso contesta a tu pregunta sobre posibles puntos de inflexión en mi trayectoria. En mis primeros libros, las ubicaciones eran en general vagas, indefinidas. A partir de cierto momento, empecé a ambientar mis historias en ciudades concretas que además me resultaban familiares. Citas a Natalia Ginzburg, que ha sido desde siempre una de mis debilidades. También ella ambienta sus historias en lugares muy concretos: Turín, los Abruzos. Su literatura es una literatura muy cercana a la vida.

Pero quizás el cambio más relevante que se produjo en mis libros fue el descubrimiento de la Historia, escrita así, con mayúscula. En cierto momento me sentí algo extenuado, como si me hubiera quedado sin historias que contar, y la incorporación de elementos procedentes de la Historia me proporcionó un nuevo tema al que luego he vuelto con frecuencia: el choque que en determinadas épocas se produce entre los destinos individuales y el destino colectivo. ¿Has pensado alguna vez en contar historias en las que los personajes reaccionaran a impulsos no únicamente individuales sino también colectivos?

MARGARITA LEOZ

Te confieso que las localizaciones difusas poseen para mí algo fascinante. Del mismo modo que mis personajes —en especial los protagonistas— a veces carecen de nombre, en mis relatos no se precisa el lugar concreto donde sucede la acción. Esa falta de designación no significa que el escenario carezca de importancia o se ubique en una geografía imprecisa. Así como la identidad de los personajes viene dada por sus acciones u omisiones, por sus palabras o sus silencios, el lector inferirá la localización del cuento a partir de pinceladas atmosféricas, de detalles relacionados con la orografía, la vegetación, la fauna o el clima. Me divierte escribir sin ofrecer demasiadas certezas y sin ostentarlas yo tampoco como creadora. 

Esto no sucede en todos los casos, claro. No he sentido hasta hoy la llamada que mencionas, la de ubicar mis tramas en la Historia con mayúsculas, pero no me cierro a ello tampoco. Lo que estoy escribiendo en estos momentos se sitúa en emplazamientos muy concretos y reales, en ciudades con calles y barrios, plazas y parques, que he transitado y habitado en épocas distintas de mi vida. La historia, la nueva historia, lo demanda. No me opongo, no me resisto a los requerimientos de la escritura. ¿No te da la impresión de que cada proyecto literario pide unos modos de trabajar diferentes? Es preciso adaptarse: el escritor al libro, no el libro al escritor. 

Un abrazo 

PD: ¡Qué descubrimiento, Lucia Berlin! Y también todas las cuentistas a quienes hemos leído tan tarde: Lorrie Moore, Lydia Davis, Joy Williams, Grace Paley, Cynthia Ozick. 

IGNACIO MARTÍNEZ DE PISÓN

De las autoras que mencionas he leído a Lorrie Moore, Lydia Davis, también a Grace Paley, aunque hace mucho tiempo. No sé si conoces las novelas de Anne Tyler. Intuyo que podrían gustarte. Es una escritora que forma parte del mainstream, lo que a mi juicio no le resta ni un ápice de atractivo. La acción de sus novelas está invariablemente ambientada en Baltimore, un Baltimore que sin embargo no tiene nada que ver con, por ejemplo, el de la serie The Wire, tan claramente caracterizado, tan reconocible. Tyler delimita un territorio concreto para convertirlo en metáfora de muchos otros territorios similares con idénticos conflictos: problemas de inadaptación, estructuras familiares novedosas y cambiantes, nuevas formas de relación social, etcétera, a los que la autora aplica sus finas dotes de observación, una portentosa capacidad para la disección y la vocación de ser testigo de su época. Anne Tyler me parece una de las mejores cronistas de la inmensa clase media actual, que acierta a retratar con todas sus glorias y todas sus miserias y desde una perspectiva que unas veces es generosa, comprensiva, y otras veces áspera, implacable.

Desde su nacimiento, la novela contemporánea está íntimamente ligada a un estamento determinado. Hay tantas cosas que han crecido de la mano de esas clases medias: la novela, sí, pero también la propia idea de ciudad, la democracia parlamentaria, el propio estatuto del artista y el escritor, los derechos individuales. Que un novelista consiga erigirse en portavoz de una clase social es bien poca cosa. Que un novelista sepa reflejar la extrema complejidad del alma humana a partir de la observación de un puñado de personajes me parece, en cambio, un gran logro. Creo que ése es el espacio privativo de los novelistas, que los historiadores, los pensadores, los poetas, los cronistas tocan sólo de refilón, mientras nosotros podemos entregarnos a él sin restricciones.

Un fuerte abrazo.


Valerie Miles. Nacida en Estados Unidos y radicada en Barcelona, Valerie Miles es escritora, editora, y traductora. Dirige Granta en español desde 2003 y fundó la colección de clásicos contemporáneos en español de The New York Review of Books durante su periodo como subdirectora de Alfaguara. Es colaboradora de The New Yorker, The New York Times, El PaísThe Paris Review, y Fellow del Fondo Nacional de las Artes de Estados Unidos, por su traducción de Crematorio de Rafael Chirbes. Fue comisaria de la exposición Archivo Bolaño, 1977-2003, con el equipo del CCCB de Barcelona, fruto de una larga investigación en los archivos privados del escritor. Su primer libro, Mil bosques en una bellota, fue publicado con el título A Thousand Forests in One Acorn en inglés. 

Ignacio Martínez de Pisón.  (Zaragoza, 1960) es autor de más de quince libros, entre los que destacan, El día de mañana (2011; Premio de la Crítica, Premio Ciutat de Barcelona, Premio de las Letras Aragonesas, Premio Hislibris), La buena reputación (2014; Premio Nacional de Narrativa, Premio Cálamo al Libro del Año) y Derecho natural (2017). También ha publicado el ensayo Enterrar a los muertos (2005), el libro de relatos Aeropuerto de Funchal (2009) y la novela de no ficción Filek (2018).

Margarita Leoz. (Pamplona, 1980) es Licenciada en Filología Francesa por la Universidad de Salamanca y en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la Universidad de Barcelona. Es autora del libro de poesía El telar de Penélope (Calambur, 2008), ganador del Certamen de Encuentros de Jóvenes Artistas de Navarra en 2007, y de los libros de relatos Segunda residencia (Tropo Editores, 2011) y Flores fuera de estación (Seix Barral, 2019). Sus artículos y sus críticas literarias han aparecido en revistas como Cuadernos Hispanoamericanos, Revista 5W, Litoral. Algunos de sus cuentos han sido traducidos al inglés, al hebreo y al letón. En 2021 fue seleccionada para el proyecto «10 de 30» de la AECID (Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo), que elige a los diez mejores escritores menores de cuarenta años para promover su obra en el ámbito internacional. En mayo se publicará su novela Punta Albatros en la editorial Seix Barral.  

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