POR VALERIE MILES
Radiografía de Busto masculino en una urna. Filippo Scandellari, Boloña, circa 1750. Museo Nacional del Prado

El Prado es más de lo que el ojo ve. Un laberinto de pasadizos y puertas misteriosas se extiende hacia fuera y hacia abajo, como un monasterio antiguo con celdas secretas. Allí se afanan científicos y eruditos; técnicos, conservadores, químicos, investigadores. Pasan horas examinando en silencio, explorando y restaurando los testamentos de la imaginación humana a lo largo de los siglos. En el corazón del laberinto hay un santuario: una cámara acorazada donde se radiografían y digitalizan obras de arte mediante la alta energía de radiación electromagnética. La energía atraviesa los objetos para revelar lo que ocurre bajo la superficie, deja al descubierto una historia de primeras desviaciones; trazas de figuras desvaídas, una mano, una cabeza, un árbol, un príncipe capturado primero de niño, luego de adulto. ¿Qué hay debajo, detrás, dentro? Acaso composiciones enteras bajo el palimpsesto de un lienzo reciclado. Cambios en el tiempo, pasado el tiempo, por el tiempo en el espacio de los pigmentos de un sueño. Nada es estático, las imágenes espectrales susurran; incluso en reposo. Siempre hay fuerzas en movimiento.

Una vez reveladas, las hojas en blanco y negro se cuelgan evanescentes a lo largo de un gran muro de luz, aquí o allá, arriba, abajo, a un lado y a otro, lo que produce un siniestro collage etéreo que tiembla a contraluz. Capas y capas de historia se desplazan y abren paso, y como en un panel perdido del Atlas Mnemosyne, aquí los poderes del intelecto y la sensibilidad se concentran en lo revelado, en el secreto irradiante. Diversos períodos, países, mentes, escuelas, ¿Qué hilos del destino las han urdido para que compartan este mismo espacio enredado? Días, meses, años, décadas, siglos caen como cuentas. Un relato, me digo. El pie ligero te oye y el brillo comienza / a dar pasos de dios en los márgenes del pensamiento.

Algo vibra y vacila dentro; ¿un recuerdo acaso? Un rastro en la cera del wunderblock. Una polilla agita sus alas contra el cristal, ta-ta-ta-ta / ta-ta-ta-ta, buscando la rendija de una ventana abierta. Un escalofrío. Los ojos comienzan a recorrer el panel, deslizándose sobre las superficies, sumergiéndose en los intersticios de las radiografías espectrales, los músculos extraoculares mueven los pequeños orbes de arriba abajo y de un lado a otro, los músculos intraoculares ajustan la pupila, la dilatan hasta el detalle, la ciñen con la luz, los protractores y retractores entrecierran y parpadean. Primero aquí, ahora allí; allí no, allá; el corazón da un vuelco y pienso: esto no es un paisaje. La luz está a su servicio. Existen en las tinieblas. Espera. Detente… Detente

La mirada se posa en la inquietante imagen de un hombre con colmillos y unas pequeñas gafas redondas. Parece que vomita, o quizás es una lengua. Su cráneo, su cara, sus hombros están tachonados de agujas y clavos. Un marco ardiente espira como el humo. La anomalía. Un fallo en el panel. ¿Una imagen tan moderna entre las clásicas, medievales, renacentistas, barrocas? Un paso adelante aprensivo, un dedo ajusta las lentes: ¿hay una calaverita en la parte superior, el cráneo de un pájaro? El esqueleto de un pájaro con una corona de plumas abraza un segundo marco con alas esqueléticas. ¿El monstruo interior?

Derrida decía que aprehendemos el mundo en retrospectiva, que nuestra noción de lo que está más allá de nosotros mismos es producto de los recuerdos. La escritura complementa la percepción antes incluso de que la percepción se manifieste a sí misma. Eres una pesadilla. Creo que te reconozco. No tienes orejas. Repaso en mi mente las fotografías de Joel-Peter Witkin, ¿recuerdas a ese personaje, Pinhead? Un escalofrío a pesar de mí, un paso más cerca, sí, sí. Me inclino para inspeccionar la lengua, esos dientes, me siento un poco mareada, mis lentes se hacen gruesas y pesadas, como lupas. Las ajusto para aliviar el puente de la nariz y oigo un sonido. Giro la cabeza un instante y, cuando me vuelvo a verlo, ¡me está mirando fijamente! Rechinido. Alguien abre la pesada puerta de acero y una mujer entra en la cámara. Es Laura. Estás pálida, me dice. Qué diablos, digo yo.

Esa noche sueño con un hombre seccionado en dos cerca de una ventana en llamas. Sus piernas fuera, frente a ella, se mueven como tijeras: dos pasos adelante, dos pasos atrás, adelante, atrás; un metrónomo. El tronco está atrapado en un mundo raro detrás del cristal. Su rostro, en una mueca de dolor, se derrite.

Al día siguiente vuelvo al Prado, decidida a ver la imagen real. Ando hasta la Sala 23, cuento mis pasos… ciento trece, ciento catorce, y me encuentro frente a frente con el Busto masculino en una urna de Filippo Scandellari, circa 1750. ¿La anomalía? No, una efigie de cera policromada ataviada de joyas verdaderas y tejidos auténticos en una urna de cristal rodeada de un ornamentado marco dorado. ¡Cera! Qué medio tan extraño: su textura, su dúctil capacidad de ser moldeada hasta el parecido exacto. Con la cualidad hiperreal perfecta para los modelos anatómicos y estudios frenológicos de criminales y santos.

El rostro del busto expresa una aflicción, una agonía, es la representación de una máscara clásica de la tragedia. Hay otra urna de cristal con otro busto ceroplástica, que ríe, la máscara de la comedia. Imitatio vitae. Son tan reales que me parece una indiscreción y me invade la vergüenza. ¿Es la piel del monstruo que brilla con luz tenue en el corazón del laberinto? La hoja de celofán se despega de la cera, la traza permanece, un destello de luz se refleja en el cristal.

Platón compara el modelado de la cera con el demiurgo que modela la arcilla. Al ver el busto de cera de la condesa de Borgoña, el embajador Hadji Mustapha Aga advirtió a Benoist, su creador, que la efigie acabaría por exigirle un alma el día del juicio, y Alá lo condenaría a los infiernos por haberse acercado tanto a la obra divina sin poder dotarlo de ánima. A la presencia demoníaca le brota un alma.

Lo que yo creí gafas son pequeñas esferas de cristal que hacen de ojos. El abrigo, el sombrero, la camisa son de la época y el lugar; fijados, cerrados, muertos. Los dientes son de hueso (¿de quién? ¿de qué?), el cabello, humano (¿de quién?). Polvo de las edades. Piel inquietante que no envejece (sino que se transforma en una imagen espectral, vide infra). Si te obligaran a llevar este sombrero áspero para siempre, ¿cómo te sentirías? ¿Si te clavaran en las encías de cera pequeñas astillas de hueso, y mechones de pelo perforaran tu cráneo, y agujas y clavos te tachonaran para sujetar la camisa de lana áspera hasta el fin de los tiempos? ¡Quítamelas! gritaría. Saca de mi boca estos huesos de otro animal. Larga y lenta agonía.

Cuando murió Juliano de Médici en Santa María del Fiore, cuenta Vasari, su hermano Lorenzo se libró del fatal destino. Los familiares quisieron darle las gracias a Dios por librarle de la muerte y crearon unos exvotos de cera tan bien labrados que parecían auténticas personas vivas. En las oscuridades místicas de una iglesia, a la luz titilante de las velas, las imágenes extrañas parecen existir en un tiempo y espacios reales y desconciertan a los espectadores. «El arte verdadero —escribió Jentsch—, con sabia moderación, elude la imitación absoluta y cabal de la naturaleza y de los seres vivos, pues sabe que semejante imitación puede producir fácilmente desasosiego». La percepción visual e intelectual son presa un instante de la duda, de lo siniestro, antes de comprender que la efigie es un objeto inanimado.

El alma tentativa tiembla debajo, esperando a ser llamada. Algún día estas criaturas descarriadas se vengarán de sus creadores. Cautivas ahora, aún suspendidas, son incapaces de avanzar más allá de tu mirada al interceptar la imagen.