POR SANTIAGO WILLS
Ejemplares de The Paris Review, revista estadounidense fundamental en el ámbito de la crónica literaria

Es un secreto a voces que la mayoría de periodistas no sabe escribir y que la mayoría de escritores no sabe hallar historias lo suficientemente cautivantes para competir con las noticias del día. En parte por ello, desde hace siglos existe una desconfianza natural entre ambos gremios. Para algunos periodistas, la ficción es inútil –un conjunto de invenciones que no habla sobre el mundo real–, y para algunos escritores el periodismo es una pérdida de tiempo –un conjunto de hechos que no habla sobre el mundo real–. Emerson, uno entre muchos, recomendaba limitar la lectura de la prensa a lo absolutamente necesario: «No los leas cuando la mente esté en un estado creativo», dijo sobre los periódicos. «Y no los leas columna por columna… No puedes citar de un periódico. Como algunos insectos, murió el día en que nació».

Hay excepciones, por supuesto. Fauna extraña –los ornitorrincos de Villoro, pero también mariposas, escarabajos y otros insectos atestados de belleza– que reúne, a menudo de manera involuntaria, los anhelos de trascendencia de la literatura con la vida fugaz de las noticias. Los grandes reportajes escritos en clave de periodismo literario (o de periodismo bien escrito) son ejemplos claros. Los lectores siguen acudiendo a ellos así hoy el contexto a primera vista carezca de relevancia. Algunos incluso se han vuelto clásicos en el sentido de Calvino.

«La ficción, la no ficción: las dos están sangrando la una en la otra todo el tiempo», dijo Geoff Dyer en una entrevista con el Paris Review. Pero eso no es del todo preciso. El compromiso de la ficción con la realidad pasa por la verosimilitud, que sostiene esa voluntaria suspensión de la incredulidad de la que hablaba Coleridge. A la no ficción, en cambio, no le interesa la verosimilitud, pues el contrato con el lector es diferente (la ausencia de verosimilitud, de hecho, es lo que se busca y agradece). El periodista construye autoridad y confianza a través del apego a los hechos, de ceñirse en la medida de lo posible a la verdad entendida en el sentido aristotélico: decir de lo que es que es, y de lo que no es que no es. Esta noción evidentemente pasa por el filtro subjetivo de quien escribe, pero eso no es un problema. El periodista, como el científico, puede equivocarse y ser corregido por la realidad misma, pero el convenio con el lector es evitar el desliz a toda costa.

El escritor también se equivoca, pero en este caso el error es interno y viene dado por la obra misma. En la literatura, la realidad no exige correcciones de la misma forma que en el periodismo. Es cierto, como decía Borges, que creemos en Alonso Quijano desde la primera página del Quijote y, en ese sentido, es tan real como un amigo, y su muerte puede pesarnos. Pero estamos hablando de una existencia diferente. Se trata del lobo fantasmal que inventa el niño a las afueras del pueblo, como decía Nabokov. Ese lobo es capaz de asustar a las personas, pero no va a devorar a ningún niño. Puesto de otra manera, las consecuencias de contar que un hombre saltó centenares de pisos desde una torre en llamas son diferentes en el caso de la ficción y en el caso de la no ficción. Los hechos se defienden y golpean de vuelta. La ficción ataca, pero rara vez contragolpea.

La estructura de la novela fascinó a Hersey. El 25 de mayo de 1946, llegó a Hiroshima, entrevistó a unas 50 personas y eligió a seis para, a partir de un relato de sus vidas, contar el dolor, el sufrimiento y los episodios de belleza causados por la bomba. La estructura imaginada era la de Wilder. Hizo reportería durante seis semanas y con ese material escribió una historia de casi 30.000 palabras

Los grandes reportajes, por tanto, tienen un asidero diferente al de las grandes novelas. Joan Didion lo explicaba de la siguiente manera: «Escribir no ficción es más como la escultura: es cuestión de darle forma a la investigación para terminar la obra. Las novelas son como pinturas, específicamente acuarelas. Cada trazo que esboces debes seguirlo. Por supuesto, puedes reescribir, pero los trazos originales siguen ahí, en la textura de la obra». En la no ficción, parte del camino está solucionado aún antes de escribir la primera palabra, pues su sustrato, en principio, está garantizado por un método riguroso de investigación. El lector se acerca al periodismo convencido de la realidad de lo narrado. Y los detalles, el estilo y la estructura del reportaje deben reforzar esa creencia.

Los mejores, por supuesto, van más allá. Para distinguirse de esos otros insectos fatuos, los grandes reportajes se preocupan no solo por el contenido, sino por hallar la forma adecuada para iluminarlo. «Los poetas inmaduros imitan; los poetas maduros roban; los malos poetas desfiguran aquello que toman y los buenos poetas lo convierten en algo mejor o, al menos, en algo diferente», escribió célebremente T.S. Eliot. Lo mismo aplica para los buenos periodistas: las formas de los grandes reportajes usualmente se hurtan de la literatura.

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En la primavera de 1946, John Hersey, un periodista estadounidense, se encontraba enfermo a bordo de un destructor que lo transportaba desde el norte de China hacia Shanghái. El destino final de su trayecto era Hiroshima, en Japón. William Shawn, un editor del New Yorker, le había encomendado contar la historia de la bomba atómica lanzada sobre la ciudad el 6 de agosto del año anterior, esta vez desde la perspectiva de los sobrevivientes.

Refugiado en su camarote, Hersey, años atrás asistente de Sinclair Lewis, aprovechó el tiempo para leer El puente de San Luis Rey, una novela ganadora del premio Pulitzer del escritor norteamericano Thornton Wilder. El libro se centra en la caída de un puente colgante Inca entre Lima y Perú, el mediodía del viernes 20 de julio de 1714. La exactitud de la fecha es importante: Wilder parte de ese punto cero para narrar las vidas de cinco personas que mueren allí.

La estructura de la novela fascinó a Hersey. El 25 de mayo de 1946, llegó a Hiroshima, entrevistó a unas 50 personas y eligió a seis para, a partir de un relato de sus vidas, contar el dolor, el sufrimiento y los episodios de belleza causados por la bomba. La estructura imaginada era la de Wilder. Hizo reportería durante seis semanas y con ese material escribió una historia de casi 30.000 palabras.

En Nueva York, William Shawn y Harold Ross, uno de los cofundadores del New Yorker, editaron la historia durante semanas y tomaron una decisión inédita para la revista, en ese entonces conocida por su mezcla de temas ligeros, caricaturas y reportajes: Hiroshima, una de las obras cumbre del periodismo, ocupó la edición completa de la revista por primera y única vez en su historia. Pronto se convirtió en un libro clásico con uno de esos inicios memorables que luego otros imitan o roban:

Exactamente quince minutos después de las ocho de la mañana del 6 de agosto de 1945, hora japonesa, en el momento en que la bomba atómica resplandeció sobre Hiroshima, la señorita Toshiki Sasaki, una secretaria en el departamento de personal de la Fábrica de Estaño de Asia Oriental, acababa de sentarse en su puesto en la oficina y giraba su cabeza para hablarle a la chica del escritorio vecino.

Hubo antecedentes que no tuvieron la misma fuerza o que utilizaron de manera más liberal los hechos. A las 9:40 minutos de la mañana del 14 de noviembre de 1889, la reportera Nellie Bly inició un viaje alrededor del mundo cuyo fin era emular y superar el de Phileas Fogg, el personaje principal de la novela de Verne. Sus notas, originalmente publicadas en el diario The World, se recopilaron al año siguiente en el libro La vuelta el mundo en 72 días (en una de sus paradas en Londres, Bly visitó a Verne). Es un reportaje entretenido, cuyas aspiraciones formales no llegan tan lejos como las de Hersey.

En 1927, George Orwell se mudó a un tugurio en el East End de Londres para escribir sobre la vida de las clases oprimidas en el imperio británico. Un siglo atrás, Dickens, bajo el pseudónimo Boz, había bosquejado las vidas de personas del común de la capital inglesa en varios periódicos. Como menciona Marc Weingarten en La banda que escribía torcido, un recuento de la historia del Nuevo Periodismo norteamericano, tanto Orwell como Dickens se sirvieron de sus conversaciones londinenses para escribir algo más cercano a la ficción que al periodismo. Algo similar puede decirse de breves perfiles publicados en diarios por Stephen Crane y Faulkner, o del Diario del año de la peste, de Defoe, y otros escritos parecidos que fueron sentando las bases de la novela y las memorias. (En un sentido estricto, la no ficción es un vaso de agua y cada cambio a la realidad, cada gota de ficción, por minúscula que sea, es tinta).

Después de Hiroshima, sin embargo, el periodismo tomó vuelo. En Latinoamérica, Gabriel García Márquez modelaría varios de sus reportajes en cuentos de Hemingway, como señala Gerald Martin en su biografía del Nobel colombiano. En 1955, en el diario El Espectador, García Márquez convirtió 14 entrevistas a un a marinero colombiano en Relato de un náufrago, usando modelos básicos de los folletines donde aparecieron las novelas de Thomas Hardy –el cliffhanger, hoy tan popular en las series, nace de una de sus obras–, Dostoievski y Dumas. (Gabo también inventaría varios reportajes).

En 1957, en Argentina, Rodolfo Walsh publicó en el periódico Revolución Nacional y en la revista Mayoría las historias de donde luego surgiría Operación masacre, quizás la primera «novela de no ficción», como años más tarde llamaría Truman Capote a la serie de historias en el New Yorker que, inspiradas en la forma de Hersey, compondrían A sangre fría (1966). Para Capote, novelar los hechos supuso una libertad, un salirse de su «ombligo» como escritor para abarcar temas ajenos a sus intereses. «Mi teoría es que puedes tomar cualquier asunto y convertirlo en una novela de no ficción», concluyó Capote.

En el mundo anglosajón, autores como John McPhee llevaron esa creencia al extremo con sus reportajes sobre naranjas, peces y bosques de pinos. Tom Wolfe, quien acuñó el nombre Nuevo Periodismo para una antología de 1973 cuyas historias periodísticas roban a mano armada de varios formatos literarios, escribió sobre drogas, astronautas y una reunión de Leonard Bernstein con las Panteras Negras; Hunter S. Thompson sobre una pandilla de motociclistas, convenciones políticas y una carrera de caballos; Gay Talese sobre Sinatra, el New York Times y el sexo en Estados Unidos; Lillian Ross sobre una adaptación del Rojo emblema del valor del director John Huston, Hemingway y el político Adlai Stevenson; Didion sobre la muerte de su esposo y su hija, asesinatos en California y la ciudad de Miami; Oliver Sacks sobre alucinaciones, enfermedades neurológicas y acromatopsia; y un largo etcétera –que incluye Despachos (1977), de Michael Herr, el mejor libro que se ha escrito sobre la guerra de Vietnam y uno de los mejores sobre cualquier guerra–. Todo esto fue posible gracias a una época dorada de la publicidad en revistas como el New Yorker, Harper’s, The Atlantic, el New York Review of Books, Esquire, GQ, Playboy, entre otras.

Ese nuevo enfoque del periodismo encontró un segundo aire en la crónica latinoamericana de finales de los noventa y principios del nuevo milenio gracias a un boom análogo y tardío, previo a la ascendencia final del Internet. Leila Guerriero, Julio Villanueva Chang, Martín Caparrós, Gabriela Wiener, Pedro Lemebel y muchos otros empujaron aún más los límites de la escritura periodística. Jorge Carrión recopiló algunos de los mejores ejemplos en su antología para Anagrama Mejor que ficción (2012) y Darío Jaramillo Agudelo hizo lo propio en Alfaguara con su Antología de la crónica latinoamericana actual (2012). Desde entonces, la fauna ha seguido creciendo, aunque cada vez con mayor dificultad.

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La naturaleza misma de la no ficción se autoimpone ciertos límites. Contrario a lo que sucede con un cuento o una novela, no basta con una investigación meramente mental o ex situ para obtener el material necesario para la escritura. En el sentido estricto del periodismo, no se deben inventar los detalles capaces de conmover, asombrar o causar cualquier efecto emocional memorable en el lector. Para hallarlos, se necesita una investigación juiciosa, lo que requiere tiempo y dinero, ambos escasos en el panorama periodístico actual. «Todos nacen con la facultad de ver lo milagroso», escribe Cormac McCarthy en El pasajero. «Tienes que elegir no hacerlo». Sin embargo, hay que estar presente para al menos tener la oportunidad de verlo. Si el periodista es un buen escritor, las carencias en la escritura no nacen de sus limitaciones técnicas, sino de la insuficiencia de su mirada, esto es, de la incapacidad de hallar los datos, la información y los detalles que servirán a la historia. Pero incluso el buen periodista, con una mirada desarrollada y perspicaz, no puede ver con claridad que requiere un gran reportaje desde la distancia.

Si el periodista es un buen escritor, las carencias en la escritura no nacen de sus limitaciones técnicas, sino de la insuficiencia de su mirada, esto es, de la incapacidad de hallar los datos, la información y los detalles que servirán a la historia. Pero incluso el buen periodista, con una mirada desarrollada y perspicaz, no puede ver con claridad que requiere un gran reportaje desde la distancia

Formalmente, también hay barreras determinadas por el propio contenido de la realidad. El lector de una historia real está dispuesto a tolerar juegos formales del lenguaje solo hasta cierto punto. En breve, no es posible –o por lo menos acá dejo el reto para quien decida aceptarlo– escribir una buena historia periodística a la manera de Al faro, Ulises, El sonido y la furia, o, para poner ejemplos más contemporáneos, NW, Temporada de huracanes o La señora Potter no es exactamente Santa Claus. El vaso de agua resiste solo hasta cierto punto. (Hay, no obstante, ejemplos de docupoesía o poesía periodística de poetas como Doug Van Gund y C.D. Wright).

Son escasos los buenos periodistas literarios que, para bien o para mal, no tantean la literatura. Hersey dedicó las últimas cuatro décadas de su vida a la ficción. Hay un gozo diferente a la hora de manipular de una manera más completa la realidad. No se trata solo de esculpir o de ordenar piezas, sino de pintar y de crear en un sentido mucho más puro. Pero se requieren olfatos diferentes, así haya similitudes.

Nada de la ficción que Hersey escribió antes o después de Hiroshima se acerca a lo que logró con ese reportaje. «Muchos escritores que temen el periodismo intentan, consciente e inconscientemente, cortar las conexiones naturales entre el periodismo y la literatura», escribió Isaac Bashevis Singer, el periodista, autor y Premio Nobel polaco. «Pero la literatura no tiene nada que temer al buen periodismo. El buen escritor es casi siempre un buen periodista». Tal vez hay algo de ello en lo ocurrido con Hersey.

Ese corte, sin embargo, es un impulso natural para quienes intentamos desenvolvernos en ambos géneros. Muchos queremos diferenciar de manera marcada la ficción de la no ficción para demostrar cierta solvencia en ambos mundos. Porque ese es el temor real: ser imitadores; polillas que se hacen pasar por colibrís, colibrís que se hacen pasar por polillas.