POR BERTA GARCÍA FAET

Los animales están por todas partes… en nuestra imaginación.

Casi sólo en nuestra imaginación.

Es conocida la tesis de John Berger: a menos presencia, digamos, física, más presencia imaginada: que si cuentos para niños, que si anuncios, que si animal print… (Un aparte: los zoos estarían al margen, como emblema de lugar físico en el que lo que se fuerza a los animales a mostrar de sí mismos poco o nada tiene que ver con ellos mismos.) (Lo de los animal print es de mi cosecha; mi vestido estampado de leopardo me hechiza y confunde.)

Pero depende de qué tipo de animales estemos hablando, claro: los domesticados para la explotación, los domesticados para la compañía, los no domesticados, los llamados «liminales» (que no están domesticados pero que dependen de los entornos humanos)… Y depende del lugar desde dónde hablemos: ciudad o campo (o fábrica de ciudad o de campo); los (mal) llamados «primer mundo», «segundo», «tercero», «cuarto»…

Si hablamos desde el norte global (vuelvo a Berger): a medida que, con la Modernidad, los humanos (cada vez más urbanos) fuimos perdiendo el contacto diario con los otros animales (cada vez más alejados: allá retirados en las granjas rurales o allá confinados en las macrogranjas industriales, o en sus reinos: bosques, selvas, océanos), empezamos a obsesionarnos con ellos. Desde el recuerdo (que es mentiroso) y el deseo (que ídem). A un lado, la presencia física; a otro, la imaginada. ¿Pero cuál es su distancia? ¿Podría no haberla? ¿Podría no haber mentiras?

En todo caso, se ha criticado el rigor histórico de esta idea. Por ejemplo, por las explicaciones causa-efecto y líneas temporales que propone. O porque si bien sí ha disminuido el contacto cotidiano con ciertos animales, a saber, los explotados y los salvajes (que se han reducido en número y diversidad), al mismo tiempo se ha disparado nuestro contacto con las mascotas y los liminales.

En este momento estos matices no me importan, y además caben más críticas. Lo que me importa aquí es insistir en que, en efecto, desde cuando sea y por doquier, los animales copan nuestra psicología, nuestras metáforas. Paradoja: lo hacen («lo hacen» es lenguaje figurado: se lo hacemos hacer) de una manera escandalosamente antropocéntrica.

O sea, volviendo: (a menos) presencia física vis a vis (más) presencia imaginada. O mejor dicho: a menos presencia física, más presencia irreal. (Otro pero a Berger: cuando había más presencia física de los humanos con ciertos animales, ¿de verdad había menos presencia imaginada, y era menos irreal?) Digo «irreal» no en el sentido de que el mundo de lo simbólico no sea real (Emma Bovary es real). Digo «irreal» en el sentido de que la mayoría de los símbolos animales que circulan por nuestras creaciones poco o nada tienen que ver con los animales: son nuestras proyecciones. (Reconocemos que Emma Bovary es real, en primer lugar, porque está en un libro y un libro es real; porque gracias al libro está en nuestra mente y nuestra mente es real; y por último porque hemos conocido a, o nos hemos conocido en, Emma Bovary también una vez cerrado el libro.)

Lo que quiero decir es que, muy a menudo, nuestro poco o nulo contacto diario con muchos de los animales con los que hasta hace poco (como sujeto colectivo) teníamos contacto diario nos lleva a tenerlos constantemente en la boca… pero de un modo que evidencia que no decimos más que mentiras. Sin verosimilitud. De un modo que prueba que lo que más nos importa de los animales es cómo nos sirven, ya sea como comida, ropa, etc., ya sea (mi foco en estas páginas) como tropos de otra cosa: nuestras cosas.

No siempre es así. En los últimos años vengo fijándome mucho en qué pasa en ciertas obras literarias, en especial en las contemporáneas. ¿Desean algunas, y lo consiguen, conocer a algunos animales al margen de nuestra manía autoproyectiva? ¿Desean y consiguen animalizar a los animales? No diré «reanimalizar», porque quién sabe si alguna vez nos atrevimos.

Voy ubicando estas obras en un continuum de antropocentrismo/no-antropocentrismo. En el extremo derecho, el máximo. En el izquierdo, el mínimo. Tengo en cuenta dos criterios: el interés y la perspectiva.

Llamo «interés» a la curiosidad por los o algunos animales, que se convierten en los objetos (reconocidos como sujetos) de tu afecto, o bien de tu afecto y (énfasis en y) conocimiento. Una aventura ética.

Llamo «perspectiva» a la estructura de afectos y conocimientos que se ponen en marcha en ese acercamiento, es decir, a si tienes en cuenta el punto de «vista» (aunque la palabra «vista» se queda muy corta) del otro, su Umwelt (con Jakob Johann von Uexküll): cómo percibe la existencia. Una aventura ética y epistemológica.

(Alucinación lo de von Uexküll: ¿qué es ser –¿o estar, cabría conjeturar, si nos atrevemos a imaginar?– una garrapata?)

Veamos dos casos nítidos, antes de pasar a los borrosos.

Un ejemplo de exagerado antropocentrismo: la tradición de las fábulas animales. En ocasiones los animales adquieren valores imaginarios que no se basan ni siquiera en la observación más superficial de sus vidas. Por ejemplo, cuando se dice que los cerdos son sucios. La propia palabra «guarro» o «puerco» es sustantivo de cerdo y adjetivo sinónimo de asqueroso… cuando resulta que, en realidad, los cerdos son muy higiénicos. Otras veces estos valores imaginarios tienen algún fundamento, aunque esté manipulado y resaltado arbitrariamente: se dice que los perros son fieles (¿por qué no decir lo mismo de las vacas?) y muy listos (¿por qué no decir lo mismo de los cerdos?).

Un ejemplo de muy lograda retirada del antropocentrismo: el libro (entre la novela y los cuentos) Solo un poco aquí de María Ospina Pizano. Es un caso admirable para aclarar un par de puntos. El primero: que una obra demuestre apego y atención por los animales no significa que deba demostrar indiferencia por esos otros animales que somos los humanos. El segundo: que una obra quiera poner en práctica el descentramiento de la mirada humana no quiere decir que lo pueda conseguir de manera absoluta, y eso está bien.

Aquí es relevante traer a colación a Thomas Nagel y su famosísimo artículo «¿Cómo se siente ser murciélago?», una pregunta básicamente equivalente a la de (volviendo a los términos que he propuesto) si es posible no sólo tener interés por los animales sino también dar cuenta cabal de su perspectiva. Nagel defendió que los humanos no podemos responder a su pregunta (ni nadie que no sea un murciélago) y que, en conclusión, la respuesta a mi pregunta es que no. El argumento es que (volviendo a von Uexkhüll) nuestro Umwelt es tan y tan distinto del de los murciégalos que no hay manera de superar esta inconmensurabilidad (e inefabilidad). Jamás sabremos cómo se siente ser un mamífero con alas que se orienta y come gracias a la ecolocalización. Bueno, han pasado casi cincuenta años desde su publicación y ha llovido mucho debate desde entonces. Estoy sin fisuras con aquellos que no se amedrentan ante estos supuestos límites epistemológicos. (Añado: ¡envío maldiciones a quienes aducen límites epistemológicos para levantar límites éticos!)

Tres argumentos:

En primer lugar: en puridad sé (¡más o menos!) qué se siente al ser Berta García Faet, pero no tengo ni puedo tener idea de qué se siente al ser ni tú, lector (que estás vivo), ni Gustave Flaubert (que está muerto), ni Emma Bovary (¿que está viva, que está muerta?). Y sin embargo… claro que sí tengo y puedo tener idea, porque me lo imagino. Con cuidado. Imagino desde mí, pero eso no significa que no pueda llegar desde mí, y conmigo, y con cuidado, al otro.

En segundo lugar: lo mismo con las existencias no humanas. Porque, de todas maneras, tampoco hay una frontera clara entre lo humano y lo no humano (ni entre una especie y otra, ni entre nada y nada). El interés y la imaginación informada pueden ayudarnos a comprender las perspectivas no humanas. No es una paranoia: es ciencia. Bueno, es una paranoia, y es ciencia. Sin duda, los científicos que nos describen cómo es la vida de un berberecho, un ratón o un gorila lo hacen desde los límites epistemológicos que supone tener un cerebro (un cuerpo) humano, y sin embargo no debemos ponernos quisquillosos con esos límites: todo lo que existe es un evento en interacción con otros eventos, no hay manera de conocer sin interaccionar (no hay manera de existir sin interaccionar). Es más, como plantean muchos de estos científicos y filósofos de la ciencia (tal vez una de las que lo ha hecho con más profundidad y belleza es Vinciane Despret), no se puede conocer al otro sin afectarlo y afectarse por él. ¡Por tanto!: abajo la neutralidad (no existe), arriba el bombeo de nuestra inteligencia, desperezándola hasta que pueda tocar a las otras inteligencias. Unas y otras están emparentadas, así que…

En tercer lugar: hay ciertas obras literarias que han logrado cumplir la promesa de estos intentos, por lo que entramos ya en el terreno de los hechos consumados.

Volviendo a Ospina: la escritora colombiana nos cuenta las vidas de unas perras, una tángara, una puercoespín, un escarabajo. A menudo en relación, sostenida o fugaz, definitoria o no, con seres humanos de lo más precisos, con sus circunstancias, personalidades, errores, anhelos. Y no pasa nada: en general, la presencia de esos humanos no opaca ni instrumentaliza simbólicamente la presencia de los otros animales (en alguna ocasión, sí; ahí es cuando la novela menos me convence, cuando insiste demasiado en una especie de paralelismo alegórico y moral entre los distintos seres que se cruzan, por ejemplo las aves migratorias y los migrantes humanos «ilegales»). La voz narrativa es concienzuda y alcanza un equilibrio extraño. Se pega, podríamos decir, lo máximo posible a la subjetividad de las perras, la tángara, la puercoespín, el escarabajo. Y sin embargo ese «máximo posible» no se autopresenta como irrevocable. Al contrario, la voz narrativa, que sigue tan de cerca la subjetividad de cada animal (como miembro de una especie y como individuo con su historia personal e intransferible), todo el tiempo llama la atención sobre sus dudas y sobre el carácter posible (que no necesario) de sus retratos. Por eso dice tanto «quizás», «tal vez», «será que…», «quién sabe si…», y hace preguntas. En otras palabras: es una voz narrativa que se reconoce como inevitablemente también (énfasis en también, con Despret) humana. Ahora bien, la hondura e importancia de su novela está en que es patente que Ospina ha querido aprender mucho sobre cómo es (con von Uexküll) el «mundo circundante» de cada uno de estos animales. La perspectiva específica de cada especie y la creación de la historia de cada ser singularísimo que la autora logra articular se percibe modulada por un interés genuino que rezuma embeleso, respeto, atención y estudio. Y sí, muchísima imaginación. Estética y ética y epistemología (y hasta metaética y metaepistemología) apretadas como un nido. Una novela (vuelvo a von Uexküll) alucinante.

Regreso a mi continuum. En él he podido ubicar bastantes obras que en los últimos tiempos me han interpelado, obras tanto propiamente literarias como científicas o filosóficas. Diría, no obstante, que la mayoría de las literarias se encuentran en el lado derecho del continuum; aunque, ojo, no por ser más bien antropocéntricas han de dejar de ser valiosas: el problema es cuando se autopresentan o se leen como lo contrario. Diría, además, que la mayoría son casos mucho más difusos que los dos que acabo de presentar. Combinando estos dos criterios de (más o menos) «interés» por los animales en cuanto tales (versus directamente en cuanto símbolos de lo humano) y de «perspectiva» (más o menos) amplificada en relación con el Umwelt humano (versus no), reconozco tres grandes tipos de animalidades literarias, y una cuarta que está naciendo. Se ubican en el continuum de muy variadas maneras según cómo sea su propuesta.

En la primera, los animales no humanos son puras metáforas de lo humano, aunque la elección retórica pueda denotar una sentimentalidad positiva hacia ellos (pero no necesariamente). Como he dicho, la tradición de las fábulas suele ser muy antropocéntrica. No obstante, en algunos casos los autores se muestran hiperconscientes de lo problemático de este uso y abuso de los animales desde lo simbólico y se muestran autocríticos, irónicos o sarcásticos, por lo que su localización en el continuum sería algo más espinosa. Podemos pensar en Anne Sexton y su «Bestiary U.S.A.», Nicolás Guillén y su El gran zoo o (mi ejemplo favorito por cuanto busca una suerte de revancha anti-humana) Ángel González y su poema «Introducción a las fábulas para animales». Leo también desde estos postulados no la novela La perra de Pilar Quintana sino a su protagonista humana, quien nos demuestra, con gran turbiedad, qué violenta puede llegar a ser la autoproyección humana en los otros animales.

En la segunda, los animales se abordan desde la noción de otredad, y esto suele hacerse en bloque: se habla de «el animal» o «lo animal»; menos veces, de las ardillas y los corzos; menos todavía, de esta ardilla y este corzo. Un tema complicado, el de la otredad, porque también es mismidad, de tal manera que puede dar como resultado escrituras muy anti-antropocéntricas, muy antropocéntricas, o incluso ambas cosas a la vez. En estas obras los animales suelen funcionar como contraste de lo humano. Y por esto mismo los animales suelen ser definidos como lo contrario de aquello que es (supuestamente) lo definitoriamente humano: la capacidad del lenguaje. Aquí sitúo, aunque sea con brocha gorda (habría matices que desarrollar), a Jacques Derrida y el tratamiento que hace de su gata, creo que a su pesar (y creo que a su pesar, igualmente, todavía en diálogo con Heidegger y hasta con Descartes), y con menos matices a Giorgio Agamben. Pero lo mismo que los animales se conceptualizan como divergencia de lo humano, se conceptualizan en paralelo como una especie de esencia escondida, a la que a veces se puede reacceder y a veces no, para bien y para mal (el inconsciente, lo primitivo, las pulsiones, la fiereza… incluso la inocencia). En el plano literario, por ser menos propositivo que el filosófico, la cosa está más liada, y podría pensarse, por ejemplo, en cómo los animales han representado el no-lenguaje desde la noción del mero silencio como carencia pero también desde un cierto «lenguaje otro» (incluso como detentores o intermediadores del «lenguaje divino», pura e informe abundancia). Lo cual iría en la línea de contraponerlos a los locuaces, prosaicos humanos. Sin embargo, han representado asimismo la soledad o la desorientación existencial que resultan ser también humanas; la poesía de Blanca Varela y de Olvido García Valdés han sido bastante estudiadas según estas coordenadas o parecidas (aunque ambas podrían leerse al mismo tiempo según la próxima animalidad).

La tercera animalidad tiene que ver con explorar la relación humano-animal con un ser animal concreto, que suele ser (aunque no siempre) una mascota. En este tipo de obras suele haber mucho interés por ese animal, objeto/sujeto de alta intensidad afectiva y entrelazamiento mutuo de las vidas, pero no tiene por qué pretenderse discernir su Umwelt, de tal modo que el apego no suele venir de la mano de un esfuerzo de conocimiento y por tanto tampoco de la aspiración de plasmar la otra perspectiva. Mucho más cerca del sí que del no de la búsqueda anti-antropocéntrica está la mencionada obra de Ospina, aunque también puede pensarse en casos más ambiguos como la novela Flush de Virginia Woolf. Por supuesto, siempre es una cuestión de grado, pero digamos que lo que prima es el recrearse deleitosamente en una relación interpersonal. En algunos casos, pareciera que la intención tiene que ver con esta utopía, la de captar y honrar un amor entre dos seres distintos, el humano y «su» animal, pero es frecuente que el tiro salga por la culata: sucede que la escritura se espesa con alegorías muy humanas, y el animal no habla sino para hablar de «su» humano y de cómo, en rigor, no puede hablar (o sea, de cómo el animal es el otro de «su» humano). Sé que soy injusta leyendo Cantos a Berenice de Olga Orozco (un conjunto de poemas-loas-elegías dedicados a su gata) desde estos parámetros sin más, pero para mí su retórica es tan pesada que deja poco lugar a la propia gata y al final del libro quedo con la sensación de que la gata no está. Encontramos casos más ambivalentes en el precioso poema que Dámaso Alonso dedica a su perro «Pizca»… O en algunas escrituras metapoéticas que insisten en que la poesía es animal; pienso en el erizo de Derrida (criticado y criticable); en Dorothea Lasky y dos de los capítulos que incluye en su ensayo Animal, «The Beast: How Poetry Makes Us Human» y «The Bees»; y en la muy interesante propuesta de teoría literaria de Aaron M. Moe, en libros como Zoopoetics: Animals and the Making of Poetry (2014) y Ecrocriticism and the Poiesis of Form: Holding on to Proteus (2019).

Hay una cuarta animalidad literaria, que creo que está haciéndose, creciéndose. No diría que ha sucedido ya, diría que parece estar a punto de suceder o que está en sus primeros brotes. Que la que hay es brillante y que aún ha de brillar más. Es una animalidad literaria, que está en los libros, pero que se nutre de la vida afuera de los libros: en el contacto, en el activismo. Anclada en el recuerdo de lo remoto, o en el recuerdo de lo que vivimos hace media hora (decir, por ejemplo, «hace media le dije algo a esa vaca, ese cerdo, esa perra»), y sobre todo en un deseo que desea muy fuerte no decir mentiras. La anuncian la propia Ospina, o María Sánchez, o Gabi Martínez, o Isabel Zapata. Dice que la anuncia Haraway, aunque yo discrepo vivamente (creo que Haraway hace lo que Haraway dice que hace Derrida: incumplir su promesa). Estoy pensando en (estoy deseando) una animalidad literaria que politice las relaciones humano-animal. Que las politice en serio: necesitamos interés (conmoción, saberes); necesitamos perspectiva; necesitamos trenzar ciencias, humanidades (incluyo la teoría política y la filosofía del derecho) y artes. Ir más lejos desde las artes de lo que van desde las ciencias y las humanidades, «puentear». Siento una gran simpatía y admiración (no exenta de desacuerdos) por Peter Godfrey-Smith, Carol J. Adams, Will Kymlicka y Sue Donaldson, la propia Despret, Jonathan Safran Foer (reconozco que no les tengo tanto cariño a Peter Singer o Frans de Waal, por mencionar a los nombres más inevitables en los estudios animales). Pero necesitamos mucho más. Cuando hablo de politizar pienso en muchas cosas posibles y necesarias, e imagino todas esas cosas que deben de estar imaginando ya un montón de gentes increíbles. Pienso, por mi lado, en mi obsesión: el fetiche de la mercancía. Concepto marxista, cosa que ni me importa ni no me importa. Me importa algo muy real: la ocultación de los costes de producción de los productos animales para los propios animales. La ocultación de lo que pierden. Nos queda mucho por comprender sobre la complejidad (¡ni inconmensurable ni inefable!) de las vidas animales que torturamos para tomarnos nuestro helado favorito: dulce de leche.

Politizar: habrá que historificar, ilustrar, etologizar. Habrá que interesarse y habrá que entender qué es vivir para otras formas de vida. Menos filosofeo, más poemas, más cuentos. Habrá, sobre todo, que actuar. Más responsabilidad, menos autocomplacencia. Y rabia.

Tengo muchísimas ganas de leer esos libros.