Coordinado por Valerie Miles
VALERIE MILES
La impronta soviética en Cuba, casi desde el comienzo de la Revolución hasta la caída de la URSS, fue profunda y multifacética y dejó efectos duraderos en la identidad, la moral y la memoria no sólo de los cubanos que permanecen en la isla sino también en la diáspora: varias generaciones que mantienen una relación compleja con estos recuerdos de historias políticas y familiares, de nombres, películas, música, obras de teatro y libros rusos que se convirtieron en parte del tejido cultural. Y sin lugar a dudas también en el idioma de la otrora joven élite revolucionaria trasladada a la URSS. El haber vivido entre dos culturas hace más fácil adaptarse a una tercera para los que viven ahora exiliados, o simplemente alejados de la isla y sus presentes y muy diferentes circunstancias. Entre ellos también ha creado una higiénica sensación de extrañamiento por la pérdida de no sólo una, sino dos patrias (la paisajística y la ideológica) y sus utopías fracasadas.
JORGE FERRER
Querido Ivanchuk, voy ahora en el AVE de camino a Madrid. Como esta noche hay un concierto de Taylor Swift en el Bernabéu, el salón de espera en Sants era un bullicio inmenso de swifties. Recordé, en medio del zumbido millenial, aquellas vuvuzellas que tanto nos pasmaron cuando el Mundial de fútbol ganado por España y Shakira, esas dos agitadas construcciones. El contraste entre aquel zumbido y el silencio en este coche, uno de esos que marcan con el rótulo de «Coche en silencio», me ha estremecido y mareado ligeramente. Será por eso que llamaríamos piadosamente «deformación profesional», pero cada vez que subo a estos vagones de ferrocarril llenos de gente que viaja en absoluto silencio pienso en los trenes que conducían a los presos al inmenso territorio del Gulag. Convoyes con estrellas rojas en el hocico de la locomotora. Toda aquella gente callada, agotada por la Revolución y los interrogatorios, desconfiada y menesterosa de sosiego, de la paz que pide quien le ha visto la jeta a la historia.
He reparado ahora en que en inglés etiquetan mejor (dado el asunto, no me atrevería a escribir que «con más puntería») en el vidrio de estas peceras de Renfe para llevar peces más mudos: «Quiet Zone». Fue leer eso y yo, que tengo alma de zek, pensé en Shalamov y su Kolymá a ratos apacible, y en el talante nervioso, pero también tranquilo, resignado, del Stalker de Tarkovski, que conducía a través de «la Zona» a quienes querían alcanzar la gloria, que es un tipo muy alterado de sosiego. Y de ahí, como si cantara un rap, enlacé desde luego con Gente de Zona y con la vida ruidosa en el barrio habanero donde crecí, en una ciudad dividida precisamente en zonas, un perímetro de control que está por encima del punitivo Comité de defensa de la revolución, o CDR, y por debajo del municipio. Y es curioso, pensé ahora y pensé en ti, que, a pesar de todo el dolor, sobre todo el que le conocemos a los demás, es en este espacio tabulado por las revoluciones, donde me siento más cómodo. Ese espacio desapacible, atravesado por gritos, imprecaciones y sobrevolado por cuervos que se fijan en las tumbas, es, y me ruboriza escribirlo, mi «zona de confort». Un abrazo, Yoyo
IVÁN DE LA NUEZ
Hermano Yoyo: Por algún motivo recóndito, tu viaje de Barcelona a Madrid, rodeado de swifties, me trasladó al Moscú de 1989, ciudad a la que llegué en la primavera como integrante de la última gira cultural de Cuba por los «países hermanos» del CAME. Tal como lo narré en un pasaje de El mapa de sal, ese tour consistía en un avión repleto de cubanos en el que no faltaban ni Alicia Alonso con el Ballet Nacional de Cuba, ni pianistas como Gonzalo Rubalcaba o Jorge Luis Prats, ni una exposición de fotografía que empezaba con el Che Guevara y terminaba en el cementerio de La Habana, ni una inauguración del pintor pop Raúl Martínez, ni decenas de otros artistas más la correspondiente manada de funcionarios.
1989 fue el año oficial de la caída del comunismo, aunque la URSS se demoraría hasta 1991 para terminar el papeleo. (Ya sabemos que las grandes burocracias suelen ser más lentas de la cuenta, incluso cuando se trata de certificar su propia hecatombe).
El caso es que, por aquellos paisajes, nadie quería saber de esa última delegación cubana por una Europa del Este que ya estaba entregada por completo al Occidente simbólico puro y duro; no al Occidente geográfico del que veníamos nosotros. Ahora, la pasión era desatada por el ratón Mickey (recibido y besado por el oso Misha nada más bajar del avión en el aeropuerto de Sheremetevo II), o el anuncio del próximo concierto de Pink Floyd, o la apertura del primer McDonald´s…
¿El arte, la danza, la música, la fotografía de un país que oficialmente se había desmarcado de la perestroika y de la glasnost? «Niet, Spasibo bam».
En Moscú me reencontré con varios amigos, casi todos compañeros tuyos de estudio, afiliados a la perestroika en aquella transición que mezclaba, a lo bestia, el caos de la esperanza con la esperanza del caos.
Te respondo con recuerdos que han salido a flote desde mi Leteo particular, todos ellos debidos a tu reciente libro Entre Cuba y Rusia, cuyo subtítulo parece remitir a un chiste soviético de esos tiempos. Una ocurrencia de poca carcajada que quedaría, más o menos, así: «los seres humanos tenemos dos problemas, uno es la memoria y otro es el olvido».
Por si fuera poco, tu libro me hizo recuperar un capítulo de estos casi cuarenta años de acordes y desacuerdos -y de nuestra amistad a prueba de ambos-. Una peripecia que se remite al año 1991, ese en el que, por fin, se dio por acabada la Unión Soviética. Entonces, con vuestra hija Eva Patricia recién nacida, ustedes habitaron mi casita en la playa de Baracoa. El lugar al que yo no había querido regresar tras la muerte de mi abuela y que, paradójicamente, gracias a tu familia conseguí recuperar visitándolos en la casa que me pertenecía y en la que había crecido. Mi familia materna era de las más antiguas de esa playa recobrada en este libro tuyo que en realidad son tres libros, con tres mundos -Cuba, Estados Unidos, Rusia- tres protagonistas -abuelo, padre, hijo- y tres escritores: el autor, el narrador y el traductor.
(De hecho, he leído Entre Rusia y Cuba, entre muchas cosas, como una pieza sobre y desde la traducción, en la que esta tiene la función añadida de entretejer casi todas sus escenas y escenarios). Debo confesarte que el libro me reconcilió de otra manera con ese arte, pues para los traductores he sido algunas veces un dolor de cabeza y no pocas los asumí como psiquiatras idóneos de mis inseguridades literarias.
Qué más puedo decir. El libro me ha transportado a la revista Orígenes y a los copiosos almuerzos de sus miembros en aquel pueblo de nuestros antepasados. Y a una anécdota conectada con Abilio Estévez, también paisano y presente en tu memoria, en los tiempos del éxito arrollador de Tuyo es el reino. Me refiero a algo que pasó un día en el que recibí una llamada en la Barcelona que ya compartíamos: lejos de Bauta, de Baracoa, de La Habana, de Moscú, de Nueva York, de Miami. La llamada, urgente, era de una traductora de esa obra maestra de nuestro amigo común, y estaba causada por un término que la tenía angustiada.
«¿Cómo traducir Tingo Talango?».
Y ahí quedábamos atónitos nosotros, que nos jactábamos de saber traducir el mundo ruso a Occidente y viceversa, o el impacto de los grafitis en la implosión de un imperio hecho para la eternidad, o las diatribas del rock en el comunismo.
¿Tingo Talango? ¿Acaso el instrumento de un tralalá patriótico-tropical?
Ese día olvidado que brotó, tampoco sé muy bien por qué, de tu libro, se había bastado para demostrarme lo perdido que andaba yo en la traducción, lo perdido que estaba en la transición, lo perdido que me encontraba en el olvido y en la memoria… Un gran abrazo, Ivanchuk.
JORGE FERRER
Querido Iván, ayer en La Alhambra todo eran chinas y no había un ruso, una palabra rusa. El dinero y la guerra modifican el paisaje, como lo hace la nieve. Esa carencia me pesaba porque no era un día cualquiera para la lengua. Era el aniversario del nacimiento de Pushkin, el poeta que inventó una lengua nueva para poner en verso la sensibilidad de un país que, en cierto modo, nacía, y nacía con él. A mí me convenía calentar el oído, como al pitcher el brazo, porque en la tarde, invitados por el Centro de Culturas Eslavas de la Universidad de Granada, Cristina y yo íbamos a compartir nuestra experiencia poética del Siglo de plata con los granadinos que se acercaran.
Pushkin nació un 6 de junio y Lorca un 5, de manera que, encontrándonos en Granada, se encabalgaban esos dos aniversarios. No sé si sabes que Marina Tsvetaieva tradujo a Lorca. Fue uno de sus últimos trabajos para ganarse el pan soviético. Marina no sabía español, pero tenía a los podstrochniki, los traductores que le daban hecha cruda la prosa que ella debía devolver al verso.
Años después le pagaron con la misma moneda, cuando Severo Sarduy la descubrió de la mano de Elisabeth Burgos y se puso a traducirla al español. Severo ya se moría, pero le pareció que traducir a la poetisa que le había roto el espinazo a la lengua rusa, una lengua que él no conocía, era una buena manera de pasar el tiempo, el último y poco tiempo que le quedaba. ¿Sabes que últimamente no paro de pensar en esos caminos de ida y vuelta? Y también en la manera en que se avanza a ciegas para descubrir una verdad: la verdad poética, la más engañosa, pero a la vez la más rotunda de las verdades…
Tuve que dejar la carta en ese punto melancólico, porque me llamaba la siesta después de un madrugón que siguió a una noche de insomnio. Tú y yo sabemos mucho de insomnio, ciertamente. De esa vigilia indeseada, que uno acaba haciendo suya, como una arruga o un perro abandonado que te mira un día fijamente a los ojos.
Al público le leímos la traducción que hizo Cristina del poema de Tsvetaieva «Toska po ródine». Ella lo tradujo como Severo: «Nostalgia de la patria». La nostalgia, esa otra perra a la que le silbo y cuando viene la ahuyento. Si un día vuelvo a vivir con un perro lo llamaré Insomnio. Un abrazo de tu amigo poeta, Yoyo.
Ps. A propósito de Sarduy, ¿sabes qué dijo de las traducciones? Que eran como los travestis, porque iban demasiado pintarrajeadas.
IVÁN DE LA NUEZ
Querido Yoyo: Para mí, Severo Sarduy quedará para siempre vinculado a un After Hours al que fuimos a parar una vez en Barcelona.
Allí, entre las situaciones diversas que pasamos, propias de la lisergia, nos encontramos a un dirigente del comunismo local con una barba larguísima que le hacía reconocible: el hombre tenía, además, una presencia constante en la televisión y era muy fácil saber quién era.
Recuerdo que nos dio por pedirle nuestro ingreso en el Partido Comunista, habida cuenta de que el socialismo tal como iba en Cuba no nos satisfacía. El camarada, perplejo con nuestra incoherente petición, no pareció haberse dado cuenta de la broma. En todo caso, la pasamos bien con aquella confusión.
Recuerdo que, después de un viaje infinito de regreso por la Diagonal hasta Gracia, ya al amanecer pusimos la entrevista de Sarduy con Joaquín Soler Serrano en A fondo. (Yo guardaba la colección del programa en VHS). Allí, en un momento solemne de esa entrevista divertida y culta, Severo le soltó a Soler Serrano esta frase lacónica con la que se definió a sí mismo: «Yo soy una nota al pie de José Lezama Lima».
La sentencia está llena de humildad, pero hay que tener cuidado con eso, pues si alguien conocía a los postestructuralistas, era Severo Sarduy; así que no ignoraba el valor que la deconstrucción le había concedido a las notas a pie de página.
Resulta muy esclarecedora tu valoración del Sarduy traductor. Para mí, por otra parte, Severo hizo de la exageración que le echa en cara a los travestis, una forma literaria inconfundible, con su mezcla de carnaval, delirio barroco y posmodernismo. Otra cosa es su pintura, marcada por su contención asiática. Nunca podré olvidar la llegada de piezas suyas a Barcelona para una exposición que organizaba. El ritual de abrir aquella caja con sus obras hechas con té, sangre, tinta…
Eso sucedió en 1995, justo un año antes de que el SIDA acabara con la vida de Félix González-Torres, el gran artista conceptual nacido también en Camagüey. Ahora que lo pienso, Severo Sarduy pintó para borrar sus excesos, de la misma manera que escribió para resaltarlos.
Y con esa idea poco recordable te dejo, por ahora, entre el olvido y la memoria. O, todo lo contrario. Un gran abrazo, Iván.
JORGE FERRER
Mi querido Iván: Te escribí la primera carta llegando a Madrid con las swifties y la segunda en Granada celebrándole el cumpleaños al mulato ruso Aleksandr Pushkin. Han sido semanas agitadas en las que no pude dejar de evocar, sin desmayar, pero agotado, aquel Elogio de la pereza que escribió otro mulato (o «criollo», como preferirá nuestro amigo César Mora): Paul Lafargue, yerno de Karl Marx, santiaguero y francés, es decir, vecino de Sarduy por varias entrecalles de la sangre y la sensibilidad. El suyo, que fue ensayo célebre y elogiado por Vladimir Lenin, es uno de los libros más cubanos escritos fuera de Cuba. Porque de la pereza a la sabrosura no hay más que un paso, de baile.
Ahora, por fin, me puedo sentar a escribirte en la quietud del balcón en Barcelona, donde crecen las plantas y las bicicletas cuelgan del techo como jamones. Es un sosiego de peculiares estalactitas y estalagmitas este, que se ha construido deprisa, porque, como sabes, se trata de un apartamento al que me mudé hace apenas un año con Cristina. Y, sin embargo, ya es una balsa (¡una balsa!) de aceite contra el desasosiego de los viajes y, sobre todo, de las voces que me llegan constantemente de las atribuladas Rusia y Cuba, dos patrias que no reclamo, pero cuyas cuitas me inquietan, cada vez que no me divierten.
Fíjate en esto, Iván, y yo sé lo que a ti te gustan los números bien contados: hay unos 280 millones de personas en la tierra que vivimos fuera del país donde nacimos. Es menos de un cuatro por ciento de los habitantes del planeta. Es decir, siendo mucho, es poco. Y cada vez que pienso en esos números, me digo, que, caray, parece que yo solo trate a esa gente. Es una exageración, desde luego, pero en todo caso, lo cierto es que tú y yo nos hemos movido mucho entre desplazados, transterrados, exiliados y expats. Supongo que, al serlo nosotros mismos, nos viene de serie. Somos hierro e imán. Ferro e Iván.
Pero debe ser también que nos gana la curiosidad por los que han corrido nuestra suerte o una suerte pareja. Como aquellos «emigrados» del libro colosal de W. G. Sebald. La gente que flota por la superficie del mundo. Tú titulaste un libro «La balsa perpetua». Nuestro admirado Antonio Benítez Rojo tituló otro «La isla que se repite». Son dos libros fundamentales sobre Cuba y el Caribe. Por fijarse en la flotación, nuestras sociedades siempre a punto de hundirse, pero con su vocación y sobre todo su fortuna de corcho siempre viva. También por señalar la repetición que nos ensimisma, avatar de la repetición freudiana, la pertinacia del Osorbo, el mal de los ñáñigos, que tantas veces es el mal de todos. ¡Vaya dos maneras estupendas de ver el mundo y vernos en él! Microfísica y psicoanálisis.
Deberíamos escribir una historia de nosotros que sólo utilice jerga marinera. Mucho nudo y mucho cabeceo. Bondage y compromiso; vaivén y mentalismo. Porque, a fin de cuentas, eso ha sido todo, bien mirado. Te abraza, Yoyo
PS. Ya en Barcelona, estaré estas tardes en el bar del hotel 1898 de Las Ramblas. ¡Pásate! ¡Por una vez que le ponen a un hotel un nombre con «explicit language»!
IVAN DE LA NUEZ
Querido Yoyo: 1898 es nuestra novela 1984 neocolonial, pero sin Orwell. Escrita a tres bandas entre unos cubanos con idea de país y dos países con ideas imperiales; esto es, frutales. Para los españoles, la fruta perdida; para los Estados Unidos, la fruta madura, lista ya para caer en el saco.
Hablando de triangular, vale la pena pensar también en Puerto Rico y Filipinas, cuyas plantaciones dieron lugar a ese hotel de nombre específico en el que te ha dado por pensar en Sebald, Benítez Rojo, Lafargue… Ese 1898 que se repite, como la isla sin fronteras del querido escritor cubano.
Como sabes, soy lafargueano. Cada vez que puedo, lo saco -aunque sea como figurante- en algún ensayo. Siempre preguntándome por qué un socialista de su nivel fue tan poco venerado en Cuba, país que convirtió la pereza, no ya en un derecho, sino en un deber. País que no ha premiado en su mitología al yerno del mismísimo Marx. ¿Tal vez, allí los jerarcas habrán entendido, como yo, que en el fondo Lafargue había escrito El derecho a la pereza, no solo contra el capitalismo, sino también contra su suegro? El caso es que, aunque Lafargue se entregó en cuerpo y alma al socialismo en Francia y España, el socialismo cubano no se entregó a él. ¿Un ser desterritorializado como esos millones de desplazados de hoy que me citas? Un Lafargue lector de Rabelais y del Gotthold Ephraim Lessing, que nos incita a ser perezosos «en todo», excepto en «amar», «beber» … ¡y ser perezosos!
La balsa perpetua salió, por cierto, en 1998. Un siglo después de que ganáramos una guerra no concedida y una independencia concedida a medias, o a un cuarto. Aquí la cifra exacta se escapa, como aquella victoria contra la corona española, firmada por otros. Un librito ese –La balsa…– que, como nosotros, va navegando entre la leyenda negra, la roja y la rojinegra.
Y aquí sigo, en el espíritu perezoso de nuestro ilustre antepasado. Abrazo grande, Iván
Valerie Miles. Nacida en Estados Unidos y radicada en Barcelona, Valerie Miles es escritora, editora, y traductora. Dirige Granta en español desde 2003 y fundó la colección de clásicos contemporáneos en español de The New York Review of Books durante su periodo como subdirectora de Alfaguara. Es colaboradora de The New Yorker, The New York Times, El País, The Paris Review, y Fellow del Fondo Nacional de las Artes de Estados Unidos, por su traducción de Crematorio de Rafael Chirbes. Fue comisaria de la exposición Archivo Bolaño, 1977-2003, con el equipo del CCCB de Barcelona, fruto de una larga investigación en los archivos privados del escritor. Su primer libro, Mil bosques en una bellota, fue publicado con el título A Thousand Forests in One Acorn en inglés.
Iván de la Nuez es ensayista, crítico y curador de exposiciones. Nacido en La Habana, ha sido responsable del departamento de Actividades Culturales del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) y director en La Virreina Centre de la Imatge. Colaborador habitual en medios como El País y La Maleta de Portbou, ha publicado entre otros libros, La balsa perpetua; El mapa de sal; Fantasía Roja; El comunista manifiesto; Teoría de la retaguardia; Cubantropía; Posmo; La larga marca e Iconofagia. Un diccionario del siglo XXI. Ha también sido comisario de numerosas exposiciones, como Parque Humano; Postcapital; La Crisis es Crítica; Atopía: El arte y la ciudad en el siglo XXI; Iconocracia; Pintar contra el tiempo; Nunca real / Siempre verdadero; y La utopía paralela.
Jorge Ferrer es escritor y traductor. Su último libro es Entre Rusia y Cuba. Contra la memoria y el olvido (Ladera Norte, 2024), un recorrido por la historia de las revoluciones rusa y cubana, y la cultura de ambos países, vistas desde la experiencia de una familia, la suya, dividida por la Guerra Fría. Ha publicado artículos y ensayos en diversas revistas y antologías. Es traductor de literatura rusa clásica y contemporánea. Entre otros autores, ha traducido a Alexandr Herzen, Svetlana Aleksiévich, Vasili Grossman, Iván Bunin y María Stepánova. En 2020 recibió el premio Read Russia. Nació en La Habana y reside en Barcelona desde 1994.