POR FRANCISCO FUSTER

En 1912, José Ortega y Gasset escribió un excelente ensayo titulado «Anatomía de un alma dispersa», en el que, tomando como punto de partida el análisis de una obra concreta, la novela de Pío Baroja El árbol de la ciencia (1911), explicó lo que, según él, había supuesto para España la contribución de ese grupo de escritores, intelectuales y artistas a los que después se dio el nombre de generación del 98. La aparición de dichos autores, señalaba el filósofo empleando una comparación histórica, había sido «una irrupción insospechada de bárbaros interiores», pues fueron bárbaros que no venían de fuera de nuestras fronteras, como los que provocaron la caída del Imperio Romano con sus invasiones, sino que, al contrario, habían surgido del «centro mismo de la mitología nacional». La tarea que emprendieron aquellos jóvenes nacidos en los años sesenta y setenta del siglo xix, a los que Ortega calificaba como «nuevos Hércules», en referencia al célebre personaje de la leyenda griega, fue limpiar España tras décadas de atraso y corrupción, como Hércules había hecho con los inmundos establos del rey Augías, famosos por albergar el mayor rebaño de toda Grecia y por la enorme cantidad de suciedad que contenían, al no haber sido lavados nunca antes.

Esta irrupción de los jóvenes noventayochistas fue especialmente llamativa e inesperada porque se produjo en el contexto histórico de una España, la de finales del siglo xix y principios del siglo xx, caracterizada por la parálisis y por la continuidad, en la que cualquier conato de cambio representaba una absoluta novedad, inmediatamente sospecha. Desde el punto de visto político, la Restauración borbónica (1874-1931) fue un período poco ejemplar, en lo que a las prácticas democráticas se refiere, pero de una indudable estabilidad institucional, si lo comparamos con lo que había sucedido antes. Después de una complicada segunda mitad del siglo xix, marcada por el final del reinado de Isabel II, los sucesivos golpes de Estado y cambios de gobierno, la tercera guerra carlista (1872-1876) y la desastrosa regencia de la reina María Cristina, cuando se produjo la pérdida de las últimas colonias del Imperio hispánico, la llegada al trono de Alfonso XIII, en 1902, supuso el inicio de una época de relativa paz, hasta el golpe de Estado del general Primo de Rivera en 1923. Una calma basada en el sistema de alternancia pacífica entre liberales y conservadores, ideado por Antonio Cánovas del Castillo, y mantenido gracias al régimen político que el pensador regeneracionista Joaquín Costa definió como «oligarquía y caciquismo».

A nivel económico y social, la situación del país durante este período era de todo, menos boyante. A principios del siglo xx, España formaba parte de ese vagón de cola de Europa, pobre y atrasado, que veía desde una distancia sideral el desarrollo de las grandes potencias del norte del continente. Un país que todavía era mayoritariamente rural, con grandes índices de subdesarrollo y analfabetismo, y con un crecimiento urbano rápido, pero desordenado. Fueron los años de la aparición de las grandes ciudades y, con ellas, de los suburbios y arrabales en los que se acumulaba la población emigrada desde el campo, en busca de trabajo. El desarrollo de una primera industria digna de tal nombre provocó la creación de una incipiente burguesía que sustituyó como clase dominante a la decadente aristocracia decimonónica, pero, también, de un proletariado que pronto empezó a organizarse en sindicatos y partidos obreros que reclamaban mayor justicia social. Fue en este contexto de transición del modelo económico en el que, justamente en las regiones más ricas e industrializadas, País Vasco y Cataluña, despertaron unos nacionalismos periféricos que, por primera vez, adquirieron un fuerte componente de reivindicación política en clave regional.

Si de lo político o socioeconómico nos desplazamos a lo cultural o literario, constatamos que esa irrupción de la generación del 98 a la que se refería Ortega y Gasset supuso, también, una tremenda sacudida en lo que, empleando un concepto acuñado por el sociólogo Pierre Bourdieu, podríamos llamar el «campo literario». Un conflicto provocado por el inevitable choque entre dos generaciones que peleaban por un espacio editorial y un público lector, muy limitados en la España finisecular. La lucha se produjo entre lo que podríamos llamar la «generación realista», que era un grupo de autores ya totalmente consolidado (Benito Pérez Galdós, Emilia Pardo Bazán, Leopoldo Alas «Clarín» o Juan Valera, entre otros), con un público fiel y unas cifras de ventas muy notables, y la generación del 98, formada por jóvenes que, en su mayoría, procedían de la periferia de la geografía española y habían llegado a Madrid con el noble objetivo de «hacerse un nombre» y triunfar como escritores o artistas en la capital, cosa que les costó muchísimo trabajo y esfuerzo, hasta el punto de que varios de ellos tuvieron que regalar los manuscritos de sus primeros libros, algunos de ellos considerados, hoy, como clásicos de la literatura española.

De hecho, una de las principales características de la literatura española de la Edad de Plata es que muchos intelectuales usaron la prensa como vehículo para publicar sus obras y para divulgar sus ideas. Frente a las dificultades que planteaba el formato libro, los periódicos y revistas ofrecían una doble ventaja. La primera es que llegaban a un público mucho más amplio y de una forma más rápida. Para una población mayoritariamente pobre y analfabeta, el libro era un objeto caro y escaso, mientras que el diario, con sus folletines y las colecciones de novelas cortas, era mucho más asequible, por precio y por nivel de comprensión. En segundo lugar, las colaboraciones en prensa estaban mucho mejor pagadas que los libros, cuya publicación suponía, invariablemente, una inversión de tiempo desproporcionada, en relación a los derechos de autor que después se cobraban, cuando se cobraban… Varios de los grandes clásicos de este período —desde La busca de Baroja hasta El Espectador, de Ortega y Gasset, pasando por muchos libros de Azorín o Unamuno— no son sino recopilaciones o antologías de textos aparecidos antes en las volanderas hojas de la prensa periódica.

 

Bajo el signo del 98

Cronológicamente, la trayectoria artística de Joaquín Sorolla coincide con uno de los períodos más brillantes de la historia de la cultura española contemporánea. La Edad de Plata, llamada así por ser considerada una segunda edad dorada de nuestras letras, sólo superada por aquel Siglo de Oro que compartieron Cervantes, Quevedo, Góngora, Calderón de la Barca o Lope de Vega, es la etapa comprendida, aproximadamente, entre el año 1900 y el 1936. En ella convivieron multitud de escritores, intelectuales y artistas a los que los historiadores solemos agrupar en tres grandes generaciones, en virtud de argumentos a veces discutibles, pero necesarios para organizar y sistematizar autores, obras y conceptos con un mínimo de claridad. De las tres generaciones que se sucedieron en la Edad de Plata, la del 98 o modernista, la del 14 y la del 27, la más cercana a Sorolla es, sin duda alguna, la del 98. Con la del 14, que es la de José Ortega y Gasset, Gregorio Marañón, Manuel Azaña, Eugenio d’Ors o Ramón Pérez de Ayala, compartió más bien poco; con la del 27, directamente nada, pues el pintor valenciano murió en 1923, que es justo la fecha en la que empiezan a despuntar Federico García Lorca, Luis Cernuda, Rafael Alberti, Jorge Guillén o Vicente Aleixandre.

Desde este punto de vista, hablar de la literatura española en tiempos de Sorolla es, necesariamente, hablar de la generación del 98, bautizada así por uno de sus miembros, el escritor y periodista Azorín, quien en febrero de 1913 publicó una serie de cuatro artículos en el periódico ABC, en los que hablaba de la irrupción en el panorama cultural de la España de finales del siglo xix y principios del siglo xx, de un grupo de «gente nueva» y de su protesta contra aquellos a los que, «con excesiva rudeza», llamaban «los viejos». Según Azorín, la literatura española del período que transcurre entre 1870 y 1898 había estado dominada por tres grandes nombres: el poeta Ramón de Campoamor, el dramaturgo José de Echegaray (Premio Nobel de Literatura en 1904) y el novelista Benito Pérez Galdós.

Frente a estos autores y a los valores hegemónicos que su obra representaba, Azorín situaba a un conjunto de escritores y artistas, la llamada generación del 98, que encarnaban un «renacimiento» cuya característica principal él identificaba muy claramente: «la fecundación del pensamiento nacional por el pensamiento extranjero».

Al proponer una lista de nombres, situaba dentro de esa generación a gente tan aparentemente distinta como Ramón del Valle-Inclán, Miguel de Unamuno, Jacinto Benavente, Pío Baroja, Manuel Bueno, Ramiro de Maeztu o Rubén Darío (no se incluía a sí mismo, pero es obvio que él también se identificaba con ese grupo y con sus principios rectores).

A pesar de esta variedad, todos tenían en común una cosa: haber recibido el influjo estético o ideológico de distintos escritores y pensadores europeos, entre los cuales Azorín destacaba, por encima del resto, a tres: el filósofo alemán Friedrich Nietzsche, el poeta francés Paul Verlaine y el escritor, también galo, Théophile Gautier. Esta innegable influencia estaba en el origen de un movimiento renovador de las letras y de la cultura española que, además, venía acompañado de un espíritu de protesta y rebeldía, propio de la juventud que todos ellos compartían.

Ponderar con el rigor que merecería la aportación de la generación del 98 a la historia de la cultura española es una tarea compleja, que excede el tiempo del que dispongo y la paciencia de este amable auditorio. Por eso, emplearé una técnica sorolliana y haré un retrato realista, pero con una clara tendencia al impresionismo, dando algunas pinceladas sobre los que considero que son los miembros más representativos del grupo noventayochista.