La consecuencia de esta teoría sobre las dos Españas, una vieja y negra, asociada a Castilla, y otra nueva y blanca, vinculada al Mediterráneo, es que, como ha señalado Facundo Tomás, tanto Sorolla como Blasco Ibáñez se convirtieron en «la personalización de ese territorio» opuesto al que los citados autores defendían, pues en sus textos «Valencia se presentaba como una especie de estorbo, una discordancia con su idea de lo que debía ser España» (Tomás, 1998: 23). Desde el punto de vista de la historiografía, esta dicotomía establecida en su época también ha tenido repercusiones porque, a la hora de construir el discurso oficial, una de las dos Españas se impuso a la otra y, con ello, la excluyó de lo que, con el tiempo, se convirtió en la imagen canónica del 98: la que pasó a formar parte de la historia de España que se ha enseñado en los institutos y las universidades. En mi ensayo «Blasco Ibáñez y la Generación del 98» (Fuster, 2017), sinteticé los argumentos por los que la crítica había marginado al escritor valenciano de la nómina de autores del 98, a pesar de que, si aplicamos un criterio estrictamente cronológico, el autor Los cuatro jinetes del Apocalipsis fue un noventayochista más. Como han explicado historiadores del arte como Tomás Llorens, Facundo Tomás o Felipe Garín, algo parecido sucedió con Sorolla, al que la historia del arte español del siglo xx ha relegado a los márgenes del canon. Frente al mito de la España castellana, centralizada, profunda e inmutable, impregnada de ascetismo y casticismo, se alzó la imagen negativa de un Sorolla levantino, superficial, hedonista, trivial y, en definitiva, periférico.

Frente a la España negra y pesimista, sobria y austera, de grandes pintores como Darío de Regoyos, Ignacio de Zuloaga, Julio Romero de Torres o José Gutiérrez Solana, la España luminosa y vitalista de Sorolla, llena de playas, barcos, animales, mujeres y niños, resultaba demasiado alegre. No es casual que fue durante el franquismo cuando, a través de un pequeño gesto, aparentemente intrascendente, se intentó superar esta división para unificar, aunque fuese de forma simbólica, esas distintas Españas.

Fue en los años cincuenta cuando el Banco de España emitió una serie de billetes con las efigies de Sorolla, Zuloaga, Benlliure o Romero de Torres, en una indisimulada operación de marketing de las autoridades franquistas para reagrupar a las Españas separadas por el 98 y tratar de superar, así, unas diferencias estéticas que el régimen quiso neutralizar, como también hiciese con las diferencias lingüísticas o territoriales.

El problema de Sorolla es que esta exclusión de lo que podríamos llamar el canon noventayochista no es la única que su obra ha padecido. A esta marginación, digamos nacional, hay que añadir otra, de alcance incluso mayor. Esta segunda, procedente del ámbito europeo y, más específicamente, anglosajón, tiene que ver con el hecho de que resulta difícil clasificar la pintura sorolliana dentro de su contexto histórico y estético. La dialéctica centro/periferia no es exclusiva de España, sino que funciona, también, para el contexto internacional, donde el concepto de modernidad se ha construido a partir de dos grandes núcleos o centros: París, capital cultural del mundo antes de la Primera Guerra Mundial, y Nueva York, que le arrebató ese privilegio a partir del período de entreguerras, cuando los Estados Unidos adquieren el estatus de primera potencia mundial. Aunque es verdad que parte de la historiografía española ha intentado reaccionar contra esa exclusión de Sorolla de la modernidad europea, la forma de hacerlo no ha sido la mejor, porque se ha recurrido a algo tan simple, como calificar a Sorolla de «impresionista», en un intento de situarlo, así, dentro de una de las grandes corrientes de vanguardia europeas. Sin embargo, Tomás Llorens ha explicado que esta adscripción no responde a la verdad, al menos por dos motivos: la cronología de Sorolla no es la de los grandes pintores impresionistas, porque su obra es posterior. Además, la correspondencia familiar del valenciano nos ha descubierto que, si bien conoció la pintura de Monet (tardíamente), ni le interesó, ni la entendió del todo. Si aceptáramos la existencia de un «Sorolla impresionista», estaríamos aceptando de facto, su condición marginal dentro del canon, pues, en esa lógica centro/periferia, Sorolla sería un impresionista tardío y periférico (Llorens, 2007: 105-107).

Lo más fácil, ha aconsejado Llorens, es aceptar la realidad y constatar que, si hubiese que colgar alguna etiqueta a la obra de Sorolla, esta debería ser la de «naturalista», entendiendo el naturalismo en un sentido muy amplio, como una corriente cultural europea que comprendería desde la pintura de Gustave Courbet o Adolph von Menzel, hasta la literatura de Gustave Flaubert, Émile Zola, Guy de Maupassant, Henry James o, en clave española, los ya citados Clarín y Galdós. Probablemente, decir hoy de un pintor que fue impresionista o postimpresionista vende más que decir que fue naturalista o realista; lo primero suena a moderno, a siglo xx, mientras que lo segundo huele a algo más rancio, más decimonónico. Pero también esto es una media verdad, por no decir una mentira, porque se basa en el prejuicio de considerar que el naturalismo es sinónimo de tradicionalismo, cuando, en realidad, fue todo lo contrario. El naturalismo, ha escrito Llorens, «fue la ruptura más importante de la edad contemporánea en el arte y la sensibilidad del Antiguo Régimen». Fue una reacción contra el academicismo que, pese al empuje del movimiento romántico, había sobrevivido en la pintura de buena parte del siglo xix. Lo que sucede es que el naturalismo fue una revolución lenta, que abarcó un largo período de tiempo, entre 1848 y 1914. La ruptura, ésta sí rápida, que supuso la aparición de las vanguardias, tras el final de la Gran Guerra, hizo que los historiadores del arte aplicaran una especie de damnatio memoriae sobre todo lo anterior a los ismos vanguardistas, lo que perjudicó, entre otros, a un Sorolla que quedó a mitad de camino, en tierra de nadie. Ni se le quiso etiquetar como naturalista, que es lo que realmente fue (un naturalista con estilo propio y muy personal, tendente al impresionismo), ni se le ha podido aceptar como impresionista canónico, por las razones que ya he esgrimido. En este sentido, y como ha señalado Facundo Tomás, tanto la vasta obra literaria de Blasco Ibáñez como los cerca de cinco mil cuadros que se dice que pintó Sorolla siguen siendo hoy en día un legado cultural «que se siente maltratado por los tiempos inmediatamente posteriores y reclama, cuando ya el hoy se ha distanciado mucho de lo que tales tiempos sostenían, ser devuelto a la altura que su calidad e importancia en la cultura internacional merecen» (Tomás, 2000: 23).

Por último, y para no dejarles con un mal sabor de boca, debo aclarar que estas disquisiciones críticas, sin duda importantes, no significan, ni mucho menos, que Sorolla tuviese una mala relación con los escritores españoles de su época. De hecho, cuando Archer M. Huntington recibió los catorce grandes murales sorollianos de la serie «Visión de España», que sirvieron para decorar la neoyorkina Hispanic Society of America, el filántropo estadounidense hizo al pintor valenciano un segundo encargo y le pidió que retratara a los personajes más ilustres y representativos de la cultura española de su tiempo.

Sorolla se puso manos a la obra y realizó los conocidos retratos de Galdós, Baroja, Azorín, Unamuno, Machado, Blasco Ibáñez, Benavente, Ramón y Cajal, Menéndez Pelayo, Ortega y Gasset o Juan Ramón Jiménez. Fue precisamente el autor de Platero y yo, amigo y admirador de Sorolla, quien, tras visitar el taller que éste tenía en Madrid (en el palacete que hoy es sede del Museo Sorolla), publicó una nota a propósito del cuadro titulado Sol de la tarde, donde describió el ambiente que allí se respiraba y la manera en que, según él, debíamos acercarnos a la pintura de ese gran maestro de la luz: «Cuando se entra en el estudio de Joaquín Sorolla —escribió Juan Ramón Jiménez—, parece que se sale a la playa y al cielo; no es una puerta que se cierra tras nosotros; es una puerta que se abre al mediodía. Yo experimento ante la pintura de este levantino alegre esa emoción sin pensamiento, muda, sorda, plena, de una tarde de campo. […] Es inútil ir a los cuadros de Joaquín Sorolla con brumas y ensueños en el alma. Nuestras majas sean hoy para Zuloaga, nuestras oraciones, para Rusiñol. A Sorolla es necesario llevarle la palabra humana y el color rojo de nuestro corazón» (Jiménez, 1904: 2).

 

Nota: este texto tiene su origen en dos conferencias que impartí en mayo de 2019 en Londres (una en la sede del Instituto Cervantes de esa ciudad, invitado por su director, Ignacio Peyró, y otra en el Magdalen College de la Universidad de Oxford, invitado por el profesor Juan Carlos Conde), con motivo de la inauguración de la gran exposición «Sorolla: Spanish Master of Light», que albergó la National Gallery.

 

BIBLIOGRAFÍA

· Azorín, Artículos olvidados de J. Martínez Ruiz (1894-1904), estudio, notas y comentario de texto de José María Valverde, Madrid, Narcea, 1972.

· Fuster, Francisco, «Blasco Ibáñez y la Generación del 98», Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 805-806, 2017, pp. 124-145.

· Jiménez, Juan Ramón, «Sol de la tarde: pensando en el último cuadro de Joaquín Sorolla», Alma Española, núm. 18, 13-III-1904.

· Llorens, Tomás, «Joaquín Sorolla: una reflexión historiográfica», en Sofía Barón e Isabel Justo (coords.), Sorolla: Visión de España. Colección de la Hispanic Society, Valencia, Fundación Bancaja, 2007.

· Tomás, Facundo, «Una mirada a Blasco Ibáñez después de la modernidad», en Vicente Blasco Ibáñez, La maja desnuda, edición de Facundo Tomás, Madrid, Cátedra, 1998.

–. Las culturas periféricas y el síndrome del 98, Barcelona, Anthropos, 2000.

· Trapiello, Andrés, Los nietos del Cid, Barcelona, Planeta, 1997.

· Unamuno, Miguel de, «De arte pictórica», La Nación, 8 y 21 de agosto de 1912.

· VV. AA., La pintura vasca: antología, 1909-1919, Bilbao, Biblioteca de Amigos del País, 1919.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]