Coordinado por Valerie Miles

Fotografía de Nina Subin, cedida por el autor y de Miguel Lizana

VALERIE MILES

Recordamos con cierta ternura, compasión e ironía, los sucesivos redescubrimientos de las generaciones más recientes; la auto ficción, las formas híbridas, el microcuento. Este último se define ya desde tiempo inmemorial, con un léxico apabullante, según Ángeles Encinar y Carmen Valcárcel: ficción súbita, nanoficción, relato ultracorto –miniaturesco, cuántico, liliputiense, ascético, pigmeo, gnómico- textículo, descuento o cuentín. Es una modalidad que ya en su día recuperaron Gómez de la Serna, Borges, Cortázar para la generación de Luis Mateo Díez y José María Merino. Ellos también la emplean en otra forma recuperada, la del filandón, al que su generación se ha añadido el término «posmoderno»: se remonta a las reuniones nocturnas en torno al fuego durante las nevadas asturianas para compartir historias, leyendas y canciones. Oralidad. Nabokov nos recuerda que «la literatura no nació el día en que un chico llegó corriendo del valle neanderthal gritando “el lobo, el lobo”, con un enorme lobo gris pisándole los talones; la literatura nació el día en que un chico llegó gritando “el lobo, el lobo”, sin que lo persiguiera lobo alguno». Hay que escribir sin tasa ni tregua afirma Luis Mateo Díez, premio Cervantes 2023. Ahora veamos cómo.


JOSÉ MARÍA MERINO

Querido Luis Mateo:

Tu reciente Premio Cervantes, que tanto nos ha satisfecho a todos tus amigos y lectores, me ha incitado a recordar los tiempos lejanos en que empezamos a tratarnos tú y yo, para establecer una amistad que luego se ha vigorizado con el paso de los años.

Como la realidad no necesita ser verosímil -según el profesor Eduardo Souto- a pesar de haber vivido en el mismo tiempo y en León nuestra infancia, adolescencia y primera juventud, no tuvimos ningún contacto hasta 1971 en Madrid -yo con treinta añitos- a través de los ya difuntos y queridos amigos Javier Alfaya y Agustín Delgado. Yo conocía a Javier Alfaya -que fue prologuista de mi primer libro de poemas, Sitio de Tarifa– y él a Agustín Delgado que, con otros amigos, tú entre ellos, había editado la revista Claraboya– y un día nos reunimos los cuatro–Javier, tú y yo con nuestras respectivas mujeres, Bárbara, Margarita y Mari Carmen, y Agustín solo, porque todavía no tenía novia ni esposa- en una cafetería del barrio de la Estrella…

Desde entonces se fue fortaleciendo nuestra amistad, tan confortablemente arropada por la literatura, que fue el principal apoyo de nuestra relación… Juan Pedro Aparicio estaba entonces trabajando en Inglaterra, pero se uniría al equipo a su regreso a España.

Tú también habías publicado poemas -en la revista Claraboya-, pero lo cierto es que éramos bichos raros, lectores de ficciones y poemas en los tiempos infantiles y juveniles en que la ley escolar y eclesiástica determinaba novelas noverlas, sintiendo la oralidad narrativa como algo apetecible y no arcaico, y disfrutando de una biblioteca familiar que era la verdadera riqueza material de nuestros hogares. Y esos estímulos iniciales se habían ido fortaleciendo con la lectura de los clásicos, con las novelas francesas, inglesas, rusas, españolas… del siglo XIX, con el descubrimiento de los grandes de la escritura de siglo XX…de manera que teníamos una idea clara del significado y sentido de la literatura.

No puedo olvidar que entre tú, Agustín Delgado y yo, escribimos y editamos en 1975 el Parnasillo provincial de poetas apócrifos, que unía al humor una cierta mirada irónica sobre determinados referentes poéticos que se trataban en el ambiente cultural como deslumbrantes descubrimientos…

En 1973 publicaste en la editorial Novelas y Cuentos tu primer libro de narrativa -cuentos- Memorial de hierbas, y yo en 1976 gané el premio Novelas y Cuentos con Novela de Andrés Choz, que se publicó en el mismo año. En 1981, publiqué mi segunda novela, El caldero de oro, en la colección Nueva Ficción/Nostromo de la editorial Alfaguara, y en 1982 publicaste tú también ahí tu novela Las estaciones provinciales. ¿Te acuerdas de que fuimos a presentar la colección a Oviedo, y que fue una peripecia un poco peculiar?…

En fin, querido Luis Mateo, que tu Premio Cervantes, tan merecido y que refuerza el reconocimiento del admirable viaje literario de tu vida, me ha hecho recordar aquellos primeros años de nuestra amistad, y no sabes cuánto me reconforta ser uno de tus compañeros en esta aventura de escribir, tan real como ficcional.

LUIS MATEO DÍEZ

Querido Merino: me alegra tu carta y te la agradezco, ya que la ocasión incita al recuerdo y son tantas las razones para volver la mirada a los tiempos lejanos y encontrarnos, entre tan inolvidables amigos, algunos de ellos ya desgraciadamente desaparecidos

La ocasión conecta sin remedio con la edad, este incordio de ser octogenarios, pero la deja en su sitio, aunque entendamos, cosa que compartimos, que con ella el cuerpo pesa y la vida resulta, sin remedio, incómoda. Es algo que yo repito demasiado y que, curiosamente, se acepta entre quienes me escuchan, como una aseveración irónica y hasta humorística, lo que no entra en mis intenciones.

El cuerpo pesa, siempre lo hizo, pero ahora parece intensificarse la ley de gravedad o el acarreo del mismo ya no tiene la mínima coartada para llevarlo sin resquemor. El hecho de que la vida sea incómoda no pasa de ser una opinión congruente con lo que cuesta vivir, si los años no perdonan.

No me paso de pesimista, ya sabes que de estas sensaciones se llevan apropiando mis personajes desde hace mucho tiempo, y a ellos les echo la culpa. Los entes de ficción, como bien sabe tu profesor Eduardo Souto, son habitualmente quisquillosos y de lo que sienten y les duele en seguida dan cuenta a quien los acoge, alienta y alimenta, son riesgos del oficio. Estos personajes míos son muy pesados, como tú sabes mejor que nadie, ya que por aquellos tiempos lejanos alguno de ellos mantuvo contigo una correspondencia, nada piadosa conmigo, y tuve que aguantarme, sabiendo que tú, como así hiciste, los pusiste en su sitio.

Por cierto, qué pena que aquella correspondencia ya no exista, sería una curiosidad no ajena a nuestro Parnasillo Provincial de Poetas Apócrifos, una de las humoradas que por entonces nos gastábamos gustosos.

Los recuerdos que concitas tienen un irremediable aroma generacional y no soy capaz de soslayar un punto melancólico, sobre todo al contabilizar las desapariciones, otro atributo de la edad y la precariedad de la existencia.

Estábamos destinados a compartir ese viaje literario que mencionas y con él a materializar el bien mayor que el viaje iba a suponer, que no sería otro que el de la amistad y el natural y enriquecedor contraste de nuestra obra, la intensidad con que la hemos compartido con beneficio mutuo. Esto de la amistad, en general y entre escritores particularmente, es algo impagable y creo recordar que era tuya la frase de que tenías amigos para escribir, no que escribías para tenerlos.

Había también razones de connivencia en nuestro encuentro, ese tipo de razones que orientan el sentido de algo que siempre nos interesó, la procedencia, la idea de saber de dónde vienes, no ya de qué sitio, de qué tiempo de qué lecturas y aficiones.

Eso muy unido a la que asumíamos en el compromiso generacional de unos tiempos desastrados y a la extrema curiosidad y búsqueda de ejemplaridades y magisterios, nos gustaría heredarlo si alguna posibilidad existiese, lo que radicalizaba, por ejemplo, aquella idea de nuestro admirado Torga de que lo universal es lo local sin fronteras.

Tú eras el maestro de las ficciones fantásticas, un conocedor exhaustivo de los grandes autores y las grandes tradiciones, y yo os daba la tabarra con Pavese y los italianos que me traían obsesionado.

En fin, Merino, qué acierto has tenido con las rememoraciones de tu carta, me dejas lleno de sentimientos que andaban adormecidos, lo que fuimos, lo que nos debemos, el patrimonio de lo que hemos compartido con la generosidad de ser como éramos, vividores y escritores obsesionados y, si te das cuenta, con el mínimo pagamiento de nosotros mismos, con la ambición metida en un saco y la capacidad para relativizar cualquier circunstancia que no fuera el reto de escribir sin tasa ni tregua. Nos vemos y seguimos. Cuida a Mari Carmen, que la vi pachucha.

JOSE MARÍA MERINO

Supremo Hacedor de Celama, ante todo ¡Feliz año Nuevo! Te he llamado así porque, como debes saber, un encuentro inesperado con Ismael Cuende, importante personaje tuyo entre los casi quinientos que has imaginado en Celama, me hizo conocer que ese era tu apelativo en aquellos territorios…

Cierto que eres octogenario, y que ya Lope de Vega en la Dorotea dijo que …no hay secreto que más se sienta descubrir que el de los años… pero hay que reconocer que los tuyos te han permitido descubrir secretos verdaderamente gozosos, como esa Celama cuyos habitantes, por muy quisquillosos que sean, te adoran y están encantados de que les hayas dado vida en ese espacio, o el Premio Cervantes que no me cansaré de mentar…

El peso del cuerpo y esa incomodidad de la vida, que con tan buen criterio mencionas, tienen a veces sus compensaciones, y en nuestro caso una de ellas puede ser la celebración de filandones.

En algunos aspectos, los años consolidan cosas, y sin duda nuestro filandón es un ejemplo de ello. Ya sabes que yo opino que su origen es prehistórico, cuando las tribus del homo sapiens -única especie que empezó a manejar el fuego, tan importante para su desarrollo -se reunían por las noches en torno a las hogueras, en cuevas y otros refugios, para relatar y escuchar historias reales, sobre sucesos acaecidos, y otras imaginarias, que intentaban descifrar e interpretar la misteriosa realidad que los rodaba. Sin duda aquellas reuniones fueron decisivas, no solo para ejercitar la imaginación, sino para consolidar y enriquecer el lenguaje… Y no deja de ser sorprendente que la costumbre ancestral llegase a convertirse en el filandón leonés y a alcanzar el siglo XX, en esas noches de invierno, cuando la nieve cerraba los caminos y, congregados los vecinos en diversas cocinas, filaban las mujeres, hacían zuecos o arreglaban utensilios los hombres, y se narraban historias: de aparecidos, de amores y desamores, de desdichas individuales y colectivas, de lobos, de tesoros… Era el esplendor de la palabra oral, perpetuada en la memoria comunal.

No olvido la película con ese título de Chema Martín Sarmiento que se rodó en 1983 y en la que fuimos autores y actores, y que 39 años después ha ganado la Espiga de Honor en el festival SEMINCI, pero recuerda que nuestro primer «Filandón posmoderno» lo celebramos Juan Pedro Aparicio, Antonio Pereira, tú y yo en Segovia, en septiembre de 2006, y tuvo tanto éxito, que en enero de 2007 -ya no intervino Antonio Pereira, porque la edad no le permitía esos viajes largos- repetimos la experiencia en Cartagena de Indias, y obtuvimos una clamorosa ovación entre gritos de «bravo». Los organizadores del Festival nos invitaron a celebrar el filandón en la propia localidad británica de Hay-on-Wye -con el título A Filandón-Words in the Snow– en este caso con el apoyo de tres estupendos traductores.

El que nos proponen ahora tendrá lugar en Sevilla, donde nunca lo hemos hecho. Recordaré que lo hemos celebrado en otras ciudades andaluzas: Granada, Jerez de la Frontera y Marbella. También lo hemos llevado a cabo en varias ciudades de España -Bilbao, Salamanca, Soria, Teruel, Zamora, Zaragoza, Valladolid… ¿no? En León y provincia, numerosos. Y en Madrid lo hemos celebrado en más de una docena de instituciones…Eso en lo que se refiere a España, porque también hemos filandoneado en Londres, Bath, Guadalajara de México, La Habana, Panamá, Tegucigalpa, Nueva York, Belgrado, Berlín, Bremen, Hamburgo… Seguro que se me olvida alguno…

En fin, querido Luis Mateo, que somos viejos pero resilientes, como se dice ahora.

LUIS MATEO DÍEZ

Querido Merino, lo de Celama es uno de esos asuntos que se comparten sin que las razones territoriales tengan mucho que ver con las geografías al uso, ya que como bien sabes los territorios imaginarios tienen mucho de mentales, y cualquier jocosa celebración de sus habitantes no deja de ser una ocurrencia con visos de cerebración inconsciente, como decía el poeta. En cualquier caso, tu encuentro con Ismael Cuende, que es sin duda el muerto más espabilado de aquel Páramo, me llena de satisfacción y, al tiempo, me inquieta, ya que estos entes de ficción son poco de fiar, y de Supremos Hacedores estamos hasta el gorro.

Nunca vuelvo a Celama sin avisar y no hay modo de quedar en ella sin sufrir quebrantos y alteraciones, sabes mejor que nadie que lo literario es un saco sin fondo, habitualmente lleno de sorpresas y con el saco al hombro el peso del cuerpo, del que te hablaba el otro día, incide en la incomodidad de la vida, aunque el saco esté lleno de historias, de piedras sería mucho peor, pero no sigo divagando. A Celama volví este verano desde la Drova, que es donde me recoge como sabes mi hermano Antón, para rescatar unas «Sacras estampas de Celama» que te haré llegar en cualquier momento.

No tenía ni idea de que hubiéramos hecho tantos filandones y en tantos sitios, aunque son muchos los años de celebración desde aquel Hay de Segovia, donde a Aparicio se le ocurrió denominarlos posmodernos, y donde se demostró la eficacia de los microrrelatos leídos y el ambiente verbal de nuestras gracias y consideraciones.

Es un hecho curioso constatar cómo a la gente le gusta escuchar historias, no ya leerlas, lo que se da por supuesto, sino escucharlas, hacer que la voz narrativa sea la voz oral, y la curiosidad proviene sin remedio de aquellas tradiciones orales vecinales, que tú y yo conocimos, si no en su esplendor, sí al menos en su persistencia, cuando éramos niños de posguerra y acudíamos embelesados a los filandones nocturnos y a los calechos del atardecer, ya que en los inviernos desmedidos los vecindarios habían inventado la sesión continua, convenía saciar y entretener lo que el tiempo demoraba y aburría.

Creo que siempre explicamos bien el sentido, ya no meramente antropológico de estas reuniones, también la expansión, que nosotros revivíamos, anotando su significado en las grandes colecciones de las sucesivas culturas que se mezclan contando sus cuentos, desde los egipcios y los indios a los griegos y latinos, desde Pantchatantra y Somadeba a las Mil y una noches, un fluir narrativo, propicio a la voz, desde la baja latinidad al Renacimiento y que acaba fructificando, ahí es nada, en el Libro de Petronio y el Conde Lucanor, el Decamerón y los Cuentos de Canterbury.

Lo ha estudiado muy bien nuestro querido Sabino Ordás, y a él le debemos un prólogo ilustrador en la edición de nuestras Palabras en la Nieve que luego tuvo traducciones al inglés y al alemán, donde la clientela se sentía perfectamente comprometida, lo que corroboraba lo que ya sabíamos, el contar universal de las voces que se escuchan.

Recuerdo, y me parece que ya me estoy poniendo pesado, una presentación de Luisita Chan en su universidad de Taiwán donde filandoneábamos, en la que remitía a las veladas literarias, las convocatorias narradoras de Los hermanos de San Serapión en Hoffman, Las Veladas de Dikanka de Nikolái Gógol o las de aquellos amigos que se reúnen alrededor del fuego para escuchar una estremecedora historia de fantasmas en Otra vuelta de tuerca de Henri James, entre otras.

Contar y andar contando, Merino, cuánto voy y vengo, qué largo es el camino de la imaginación para quienes tenemos vendida el alma al diablo, si en la ficción encontramos lo que el diablo nos ofreció como contraprestación a los tributos concedidos, y ya ves como un premio vale otro denario, el diablo no perdona, aguanta más que Dios y, al fin, nos adopta como sobrinos, recuerda que Diderot y otros muchos lo han contado a su manera. Abrazos a la vuelta de la esquina

JOSE MARÍA MERINO

Caro Luis Mateo, contar y andar contando, como dices…

Nosotros hemos andado contando mucho, mucho…Pero tu alusión a nuestro bien querido Sabino Ordás y a su prólogo de Palabras en la nieve –123 páginas que reúnen 45 relatos, 15 de cada uno de nosotros- me ha hecho buscar el libro, y al releer el prólogo he descubierto algo muy importante para desvelar la sustancia del filandón y, creo yo, el sentido de su éxito.

Hace unos jueves, cuando salimos de la RAE, me preguntaste por un relato breve mío del que no recordabas el final. Es «Viajero aparente», que salió en Cuentos del libro de la noche y dice así: «El itinerario del aperitivo no fue como todos los días. Al encontrarse con él, muchos mostraban gran regocijo, lo felicitaban por su regreso, se alegraban de volver a tenerlo entre ellos. Bienvenido, Ramiro, ya era hora de que volvieses, bienvenido, te habías ido demasiado lejos, lo invitaban, un bar después de otro, Ramiro ha vuelto, decían, esto hay que celebrarlo. Bebió de más y cuando, después de despedirse, se fue a su casa para almorzar, con bastante retraso, caminaba inseguro y tenía mucha confusión en la cabeza, pero no tanta como para no saber que nunca había salido de aquella ciudad y que no se llamaba Ramiro».

Si incluyo el relato no es para abusar de tu paciencia -lo conoces de sobra- sino para mostrar una de las razones del interés que despierta el filandón: el que en la charla que mantenemos Aparicio, tú y yo a lo largo del acto, tenga una importancia decisiva la extensión de los relatos que vamos leyendo, su condición de minicuentos.

Para nuestra generación, fueron muy importantes en la consolidación del minicuento no sólo Borges y Cortázar, sino la recuperación de Ramón Gómez de la Serna y la aparición de antologías como la de Antonio Fernández Ferrer La mano de la hormiga, que hace un homenaje expreso a aquella reflexión de Juan Ramón Jiménez: « ¡…un libro puede reducirse a la mano de una hormiga porque puede amplificarlo la idea y hacerlo el universo!».

Nuestras amigas Ángeles Encinar y Carmen Valcárcel, en el prólogo de Más Por Menos, Antología de microrrelatos hispánicos actuales –es sorprendente la cantidad de antologías y estudios que el género ha merecido– señalan «la mayoría de los múltiples términos, en muchos casos insólitas y originales creaciones léxicas, con los que se designa esta modalidad genérica de extraordinaria concisión narrativa: minificción, minicuento, microrrelato, microficción, ficción súbita, nanoficción, cuento muy breve, brevísimo o hiperbreve, relato ultracorto –mínimo, miniaturesco, cuántico, liliputiense, ascético, pigmeo, gnómico- textículo, descuento o cuentín, entre otros…».

Las antólogas advierten también de que «…guarda relación con las parábolas, proverbios y alegorías de la Biblia, con los textos sánscritos e hindúes, con la filosofía china, con los cuentos árabes, con los haikús y tankas japoneses, con las fábulas griegas, con los epigramas latinos o con los exempla medievales. Es evidente además su proximidad al cuento folklórico, mítico y legendario, al poema en prosa, al aforismo o a la greguería…».

El caso es que el minicuento es la sustancia de nuestros filandones, y en ellos alternamos el humor, el horror, lo fantástico, lo amoroso, lo abominable…con toda clase de personajes, situaciones y espacios. Incluso, como en los filandones clásicos, se recita algún poema -el romance de Delgadina-. Y la diversidad de voces, y el interés que los textos despiertan en el público, determinan que nos sigan invitando a celebrarlos.

La verdad es que a mí me encanta filandonear, pero recordarás, y con esto termino, que cuando estuvimos en Taiwan nos invitaron a una cena los directivos de un importante club literario, y como éramos dos españoles, y los españoles somos al parecer muy bebedores, cada uno de nuestros anfitriones llegó con un par de botellas de vino tinto que no sé cómo habían conseguido, y a lo largo de la cena le dieron tanto al sople que se emborracharon terriblemente…

¿A que da para contarlo en un filandón?

LUÍS MATEO DÍEZ

Querido Merino, te agradezco infinito que me recuerdes El viajero aparente, que es un micro tan insólito como verdadero, dos posibles características de ese género en el que, como en otros tantos, eres un maestro. Lo insólito y lo verosímil o la extrañeza de lo incierto, cuando en la realidad hay sucesos que desmienten cualquier disparate, por mucho que la imaginación se ponga estupenda. Como ese viajero aparente me sentí días atrás en manos de un conocido del barrio, y por eso quise recordar tu mini, ya que, tras un encuentro alborotado, con muchos abrazos y requerimientos, me llevó por muchos bares y en todos me asaltaron amigos interesados en saber mi paradero, algunos de ellos con no menos efusión que preocupación, hasta hacerme sentir incómodo. Nada se correspondía con la convención o naturalidad de quien conoces y saludas, todo resultaba algo absurdo o inquietante. O me habían confundido o el conocido del barrio se pasaba de listo. Me fui para casa con dos o tres copas de más y el vago recuerdo de una despedida en la que me felicitaban como autor de La lluvia amarilla y El caldero de oro. No me atreví a aclararles que Julio Llamazares y Merino eran muy amigos míos, pero no era yo el autor en ningún caso, aunque mucho me hubiera gustado escribir esas novelas.

La vida es un minicuento. La verdad una añagaza. La mentira una tabla de salvación. La falsedad una ignominia. No hay buena ficción que no cuente lo que no debe. No te fíes de los amigos que te saludan alborozados. En las barras de los bares peligra la identidad. El barrio tiene la solera de las farolas que lo iluminan…

Se me va la olla, Merino, y se me ocurren estas bobadas que a veces me animan para pasar el rato, son muchos los micros que adquieren la contundencia de la contradicción y la sorpresa, es verdad, con frecuencia los mejores, y es curioso como en la ocurrencia de los mismos yo me he dejado llevar, lo que no deja de ser una opción arriesgada, ya que en este género lo estricto es mejor que lo descabalado, y atar bien atada a la imaginación parece una buena forma de evitar la facilidad y las trivializaciones.

Fíjate, yo creo que una parte sustancial del éxito de nuestros posmodernos filandones, como los llama Aparicio, estriba primero y, por supuesto, en la eficacia de los micros, en lo que el género tiene de complejidad y concisión. Después en la variedad de nuestra oferta, los distintos que son nuestros mundos narrativos, las ideas y obsesiones que conciertan. Y en las voces, en el hecho de nuestras voces, y maneras de expresarnos, cierta curiosa elocuencia para leer y comentar, para decir en cualquier caso y con la espontaneidad propicia.

Este pesado conocido del que te hablo y que me metió en la situación que te cuento, me abordó ayer en el bar donde suelo quedar con Marchamalo, y lo que me dijo redunda en la apariencia de cualquier paseante inusitado: las novelas que mentaron el otro día estaban equivocadas, no eran ni de Merino ni de Llamazares, tampoco mías, quiso aclararme, y si alguna vez alguien se decidiera a publicar las mías, remató el muy ladino, ibais a enteraros de lo que es bueno, es un aviso para navegantes aparentes.

En estos días el barrio está lleno y confuso, me guardo a mí mismo las ausencias y no entro en los bares, no queda nadie que no sepa que soy un viudo concienciado, lo que facilita mi anonimato. Nos vemos, si llegamos sanos.


Valerie Miles. Nacida en Estados Unidos y radicada en Barcelona, Valerie Miles es escritora, editora, y traductora. Dirige Granta en español desde 2003 y fundó la colección de clásicos contemporáneos en español de The New York Review of Books durante su periodo como subdirectora de Alfaguara. Es colaboradora de The New Yorker, The New York Times, El PaísThe Paris Review, y Fellow del Fondo Nacional de las Artes de Estados Unidos, por su traducción de Crematorio de Rafael Chirbes. Fue comisaria de la exposición Archivo Bolaño, 1977-2003, con el equipo del CCCB de Barcelona, fruto de una larga investigación en los archivos privados del escritor. Su primer libro, Mil bosques en una bellota, fue publicado con el título A Thousand Forests in One Acorn en inglés. 

José María Merino  Nació en A Coruña en 1941, aunque se le identifica con León, pues allí vivió un largo periodo de su vida, hasta que se trasladó a Madrid. Empieza en la literatura en el grupo Claraboya, grupo que edita en León la revista con el mismo nombre. Alterna la publicación de novelas con la de libros de relatos, poesía y literatura para jóvenes, por los que ha obtenido premios como el de la Crítica en 1985 por su novela La orilla oscura, el Nacional de Literatura Infantil y Juvenil en 1993 por No soy un libro, el Premio Miguel Delibes de narrativa por Las visiones de Lucrecia (1996); Ramón Gómez de la Serna de Narrativa en 2004 por El heredero; el Premio Torrente Ballester por El lugar sin culpa o el Premio de la Crítica de Castilla y León por El río del Edén (2012) que mereció también el Premio Nacional de Narrativa. En 2021 obtuvo el Premio Nacional de las Letras por el conjunto de su obra.

Luis Mateo Díez (León, 1942) es uno de los escritores más prolíficos del panorama literario español. Además de sus dos libros poéticos, cuenta con una obra narrativa, autobiográfica y ensayista que han sido objeto de importantes premios narrativos. Dos veces premio de la Crítica y Premio Nacional de Narrativa, Premio Francisco Umbral y Premio Café Gijón, entre otros. En 2020 le fue concedido el Premio Nacional de las Letras Españolas. En 2023 obtuvo el Premio Cervantes de Literatura por el conjunto de su obra. Entre sus obras más destacadas se encuentran Las estaciones provinciales (1982), La fuente de la edad (1986), los cuentos reunidos en Brasas de agosto, Las horas completas (1990), El expediente del náufrago (1992), El espíritu del páramo (1996), la autobiográfica Días del desván (1997), el ensayo El porvenir de la ficción (1999), los relatos Las lecciones de las cosas (premio Miguel Delibes 2004) o los más de ochenta cuentos reunidos en “Vicisitudes” (2018). Sus últimas novelas son Los ancianos siderales de 2020 y Mis delitos como animal de compañía de 2022.

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