POR VICENTE MONROY

Gente libro y gente-película

A principios de los años 50, en plena era McCarthy, mientras en Estados Unidos se producía la censura sistemática de más de 30.000 libros, el escritor Ray Bradbury atisbó la sombra de un futuro en el que la literatura se consideraría una herramienta subversiva y el gobierno ordenaría su total desaparición para evitar la propagación de la «infección del pensamiento». En Farenheit 451, un grupo de rebeldes de esta hipotética sociedad distópica donde la lectura está prohibida memoriza libros para salvarlos y transmitirlos oralmente de generación en generación. Son los utópicos guardianes de la memoria escrita del mundo, con la que sueñan algún día construir «la mayor pala mecánica de la Historia, con la que excavaremos la mayor sepultura de todos los tiempos, donde meteremos la guerra y la enterraremos de una vez y para siempre».

En La constelación Bartleby, una hermosa película del año 2008, el cineasta Andrés Duque retomaba la premisa de Bradbury para revelar el trágico destino de la gente-libro. Ambientada en un momento posterior al de la novela, en el que la prohibición de la lectura ha sido oficialmente revertida, cuenta la historia de un niño que se reencuentra con su familia de disidentes después de muchos años, para descubrir que han perdido la capacidad de pensar por sí mismos y expresar emociones verdaderas. A fuerza de repetirse los libros que han memorizado, han terminado por convertirse en ellos, perdiendo el sentido de la realidad y de su propia identidad. Libros vivientes, solo se comunican con las frases que han leído hasta la saciedad. Ahora que los libros vuelven a ser legales, no consiguen reintegrarse en la sociedad, como si la excesiva obsesión con las quimeras literarias fuera incompatible con las tribulaciones de la vida cotidiana. Paradójicamente, la humanidad ha sobrevivido al desastre de la censura, pero la gente-libro se ha autodestruido.

Setenta años más tarde de la publicación de Farenheit 451, la sombra de la censura sigue anidando en la imaginación de nuestra época. Los casos de reescritura y manipulación de obras consideradas provocadoras por diversas razones —machismo, racismo, clasismo y un largo etcétera— están a la orden del día. No sería tan raro especular con un mundo distópico como el de Bradbury, donde los gobiernos o las corporaciones trataran de aniquilar nuestro patrimonio cultural. Con la particularidad de que nuestra memoria ya no es fundamentalmente escrita como en 1953, sino cada vez más dependiente de los medios audiovisuales. El desarrollo del cine, la televisión y el contenido en Internet ha transformado profundamente nuestra manera de pensar y recordar.

¿Cómo serían los heroicos rebeldes de nuestra sociedad de las imágenes? Memorizar un libro es sin duda una labor heroica, que exige una enorme capacidad de retención, pero ¿cabría imaginar un pueblo de gente-película, depositarios de nuestra memoria audiovisual?

Esta pregunta es el detonante de la performance Psycho (2019), de los artistas españoles Julián Pacomio y Ángela Millano, que se proponen convertirse cada uno en una película, respectivamente: Psicosis (en la versión de Hitchcock de 1960) y Psicosis (en la versión de Gus Van Sant de 1998). Experimentan con distintas operaciones para interiorizar y transmitir, sirviéndose solo de su cuerpo, los distintos niveles narrativos y de puesta en escena, diálogos, decorados, vestuario, fotografía, movimientos de la cámara, banda sonora, montaje…

Abarcar todos estos elementos es un fantástico desafío comunicativo. ¿Quién no se ha visto alguna vez en la tesitura de explicar la genialidad de una escena de película especialmente emocionante y se ha descubierto incapaz de hacerlo, como si las palabras y los gestos se le quedaran cortos? Millano y Pacomio tratan por todos los medios de reconstruir las películas que encarnan, imitando voces, acentos y ruidos, cantando, recreando encuadres, convirtiéndose en paisajes, objetos y cámaras, saltando y corriendo de un lado a otro por el escenario. Todo su cuerpo se implica en el intento de transmitir la complejidad de la construcción cinematográfica mediante ejercicios parciales de acción, evocación y gestualidad. Un ejercicio tremendamente revelador, porque finalmente da igual lo que hagan: su capacidad de hacer ver las imágenes al espectador es siempre limitada.

Libros de imágenes

Leemos una novela que nos fascina y después vemos la adaptación cinematográfica. En el momento en que las primeras imágenes aparecen en la pantalla, tenemos la desagradable sensación de que los paisajes, los personajes, los objetos y los gestos a los que nuestra imaginación había dado vida durante la lectura, son reemplazados por los que muestra la película. Los rostros de los actores se imponen a la idea que nos habíamos hecho de los protagonistas. No hay vuelta atrás, la conquista de la imagen es incontestable.

No es una competición justa. El refrán da cuenta de las proporciones: Una imagen vale más que mil palabras. El cine tiene una imponente capacidad para anular y reemplazar la frágil ilusión que evocan las palabras. La evidencia de lo visible es voraz e irreversible: la lectura de una novela, si es posterior al visionado de su adaptación cinematográfica, estará siempre determinada por las imágenes previas.

Es fácil confirmar históricamente la unidireccionalidad de este fenómeno: las adaptaciones exitosas de libros son incontables, y existen prácticamente desde los orígenes del cinematógrafo. Una de las cuestiones centrales de la historia del cine ha sido cómo traducir correctamente un texto en imágenes. Así lo entendió André Bazin, cuya imponente teoría del cine se fundamentó siempre en la adaptación literaria y teatral, rechazando la ingenua noción vanguardista de que el cine debe emanciparse del resto de las artes y buscar sus especificidades. En cambio, la transformación de películas en obras literarias ha sido un fenómeno más bien marginal y camp, generalmente circunscrito a los círculos de fanáticos de los géneros fantásticos o de ciencia-ficción, que anhelan la prolongación ad infinitum de sus obras de culto más allá de la pantalla.

Recientemente, he tenido la oportunidad de leer Legend, una novela inédita de uno de mis escritores jóvenes favoritos, el argentino Derian Passaglia, un breve ejercicio conceptual —como corresponde a una buena novela argentina contemporánea— que consiste en una adaptación literaria de la película homónima de Ridley Scott de 1985. Como los performers Julián Pacomio y Ángela Millano, el temerario autor, sentado con su libreta de notas frente a la pantalla de televisión, se propone dar cuenta de lo que ve —personajes, actores, gestos, vestimentas, decorados, efectos dramáticos, iluminación, encuadres, movimientos de cámara, montaje, sonido, música…— con la mayor precisión posible. En su deseo de ofrecer un testimonio fiel de la película, descubre que las cosas que pueden decirse son prácticamente infinitas. Una cosa lleva a la otra, en cada rincón de cada plano encuentra un detalle que describir. Las palabras, como el cuerpo, son incapaces de reproducir la evidencia de las imágenes. El sorprendente ejercicio solo termina por agotamiento: es preciso poner el punto final en algún sitio.

Pasadizos secretos

Si hubo un cineasta que exploró incansablemente los vínculos entre la literatura y el cine, fue sin duda Raúl Ruiz. A lo largo de su carrera, articuló una poética profunda y radical de la adaptación, insólita heredera de los ejercicios narrativos y de estilo de Raymond Queneau y de los juegos de espejos del arte barroco. La mayor parte de su inabarcable producción cinematográfica tuvo inspiración literaria, y también probó en muchas ocasiones a reescribir y expandir sus películas en forma de relatos y libros.

Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante; La colonia penal, de Franz Kafka; Palomita blanca, de Enrique Lafourcade; Las tres coronas del marinero, de Alberto Edwards; La isla del tesoro de Stevenson, En busca del tiempo perdido de Proust; La comedia de la inocencia, de Massimo Bontempelli; La casa Nucingen, de Balzac; La recta provincia, de Enrique Lihn; Misterios de Lisboa, de Castelo Branco… El listado de sus películas basadas en libros es interminable, y todas nos sorprenden por lo que toman y dejan de las obras que adaptan, siempre más fieles a las peculiaridades estructurales y estilísticas que a los contenidos narrativos, persiguiendo el sueño de conseguir la cuadratura del círculo para crear, como diría Jean-Luc Godard, libros de imágenes.

En su libro Poéticas del cine, Ruiz cuenta cómo de niño le aburrían las películas que le llevaban a ver al cine los domingos. Sin embargo, le impresionaba la irrupción en la pantalla de algo imprevisto, que desbarataba la naturaleza ordinaria del mundo que las películas trataban de emular: la sombra de un operador en el fondo de un encuadre, un extra rebelde o confundido cuyos gestos no respondían a la narración, un reloj anacrónico en la muñeca de un gladiador, un avión cruzando el cielo en una película de temática medieval o una elipsis en la historia provocada por un error del proyeccionista al ordenar las bobinas. Imaginaba que estos elementos eran los detonantes de otras películas potenciales e invisibles, escondidas en el interior de las que se proyectaban, que desafiaban la lógica del relato.

El deseo de llevar a cabo estas películas invisibles se combinó con las particularidades de su avidez lectora («a veces leo hasta seis libros al mismo tiempo»). En sus películas, el efecto de las lecturas simultáneas se traduce en collages de citas y fragmentos conectados más o menos accidentalmente, que configuran una sofisticada red de nudos y cabos sueltos. Es común que se mezclen varias fuentes literarias, como ocurre en La chouette aveugle, inverosímil cruce entre El búho ciego de Sadegh Hedayat y El condenado por desconfiado de Tirso de Molina, presuntamente debido al error de un decorador que, en lugar de representar la India (donde tiene lugar la segunda parte de la novela de Hedayat), representó Marrakech. Ruiz decidió adaptar la película a las circunstancias.

Existen infinitos pasadizos secretos que llevan de la literatura al cine. La imposición histórica del modelo industrial estadounidense ha limitado al cine a ceñirse a un puñado de ellos (casi siempre los más vulgares). Ruiz se propuso descubrir y probar todos los posibles, desafiando cualquier tópico narrativo, aprovechando los accidentes propios del oficio cinematográfico e introduciendo metodologías insólitas para la construcción de sus películas, como el uso de los dados o el I Ching para determinar el destino de los personajes o la escritura de poemas inspirados por la obra de Proust como paso previo a la escritura del guion para inventar imágenes en su inaudita adaptación de En busca del tiempo perdido. Obseso de la variación y la casualidad, y firme creyente en el arte como forma de alquimia, esperaba así sistematizar el uso del instinto y el azar como herramientas creativas. Según su lógica, la aparición de un actor secundario de aire kafkiano en la adaptación de un texto de Stevenson, no podría pasar desapercibida. Debería tener consecuencias en la película, desencadenando la irrupción de una subtrama de El castillo que trastocaría completamente la narrativa. En las antípodas de la fidelidad al texto original, el resultado de una película de Ruiz depende de una serie de reacciones químicas explosivas entre el universo platónico de las ideas literarias y los azares del oficio cinematográfico, que desvían una y otra vez el proceso de la ruta marcada.

Como una mala hierba

Es difícil medir la profunda huella que dejó el proyecto de Ruiz en la historia del cine. Como ocurre con otros grandes cineastas-literatos —Jean Rouch, Alexander Kluge, Jean-Luc Godard, Chris Marker, Eric Pauwels…—, su legado es tan complejo y difuso que distintos directores beben de él de forma muy distinta. Adaptaciones radicales de novelas, cine de ensayo, video-diarios y formas híbridas próximas a la literatura…: En el ajetreado y rimbombante panorama contemporáneo de estrenos y festivales, algunos objetos misteriosos confirman que el problema de la adecuación del cine y la literatura sigue inspirando estimulantes quebraderos de cabeza.

Enumero algunos ejemplos:

La obra de Andrés Duque se sitúa indudablemente en la estela ruiciana. Algunas de sus películas como Ensayo final para utopía (2012) están llenas de apariciones espontáneas que perturban la lógica narrativa, giros y personajes sorprendentes, agujeros negros que conducen a otras dimensiones cinematográficas, fenómenos mágicos e invocaciones literarias. En Las variaciones Marker (2007), Isaki Lacuesta trabaja sobre un archivo de imágenes robadas de películas de Chris Marker y montadas de forma más o menos aleatoria, hiladas después por una serie de relatos breves sobre temas diversos que les dan sentido. Cábala Caníbal (2014) de Daniel V. Villamediana es un complejo autorretrato poético compuesto por dos baterías de filmaciones y fotografías que se suceden velozmente en una pantalla partida junto a la voz en off del director, de modo que la confluencia de dos imágenes y un texto construye un universo de significados esporádicos. Por no hablar de las exitosas aventuras literarias de Historias extraordinarias (2008) y La flor (2018) de Mariano Llinás, y Trenque Lauquen (2022) de Laura Citarella, donde un flujo de materiales textuales introduce incesantemente motivos nuevos y contradictorios, que enmarañan la narración y la desvían hacia conclusiones y géneros imprevistos. O de las muy sintomáticas My Mexican Bretzel (2019) de Nuria Giménez Lorang y Mudos testigos (2023) de Luis Ospina y Jerónimo Atehortúa Arteaga, películas hechas con metraje encontrado de viejas grabaciones históricas o domésticas, cuyo sentido original se trastoca completamente adecuándolas a relatos imaginarios.

Para terminar, la obra de Albert Serra merecería un artículo aparte, pero no quiero irme sin evocar su apabullante ópera prima, Honor de cavalleria (2006), una versión del Quijote que desautoriza todos los decepcionantes intentos previos de llevar la novela a la pantalla. Consciente de la imposibilidad de adaptar adecuadamente un universo literario tan profundamente enraizado en el imaginario popular (por una vez, una palabra vale más que mil imágenes), Serra prescinde en la película de todo lo que cuenta Cervantes, fijándose únicamente en lo que omite: tiempos muertos, conversaciones triviales, instantes de reposo entre aventuras, y el monótono deambular del Quijote y Sancho por los paisajes de La Mancha. Es una adaptación profundamente infiel a la novela original, de apariencia improvisada y sin objetivo claro. Los papeles se han invertido finalmente: la verdadera adaptación del Quijote ha desaparecido, y ha quedado la película secreta, compuesta únicamente por lo fortuito y lo circunstancial de la historia, que el escritor consideró innecesario o poco interesante contar. Una formulación que le habría gustado a Raúl Ruiz: el cine, como una mala hierba, es un arte que germina en los huecos en blanco que deja la literatura.