POR BEGOÑA MÉNDEZ
La autora hispanomexicana Brenda Navarro. Fotografía: Isabel Wagemann

El título de este artículo no es un capricho; en Cristal, ironía y Dios, Anne Carson afirma que ponerle puerta a la boca femenina ha sido un importante proyecto de la cultura patriarcal desde la Antigüedad hasta nuestros días. Su táctica principal es asociar ideológicamente el sonido femenino con lo monstruoso, el desorden y la muerte». Por eso, invito a pensar en la reciente novela escrita por españolas e hispanoamericanas que viven o han vivido de este lado como puertas que se abren para ampliar los relatos acerca de qué significa ser humano y estar vivo. Desde muy diversas apuestas estéticas y formales, las autoras que aquí convoco conocen el poder de las narraciones para vehicular preguntas universales y tratar de sostener un sentido, precario e inestable, a esta cosa de ser cuerpos arrojados al mundo. Asumo que la nómina es incompleta: imposible abarcar todo. Ojalá quienes se acerquen a este texto inserten a otras autoras que han abierto zaguanes y ventanales; tan importante es el aire fresco.

Hay autoras que deciden contestar a la etiqueta de «monstruo» con escrituras que honran sus alaridos rabiosos y sus fiebres femeninas; unos gritos y trastornos que se reelaboran desde una enorme conciencia literaria y se vuelcan al papel con magníficos resultados. Pienso, por ejemplo, en La historia de los vertebrados (Random House, 2023) donde Mar García Puig (Barcelona, 1977) declara: «El 20 de diciembre de 2015 me convertí en madre y enloquecí»; este arranque pone en marcha una novela que invoca a otros cuerpos enajenados para ensayar una posible memoria de mujeres que han sido censuradas por no ceder a las cárceles morales históricamente impuestas. En Visceral (Páginas de Espuma, 2024) María Fernanda Ampuero (Guayaquil, 1976) elabora una poética del terror corporal a partir de su experiencia íntima, pero la convierte en rebelión colectiva porque da voz a todos los seres que no entran en el sistema de los cuerpos dignos y normativos, esos que sí merecen ser amados.

Hay escrituras que no pueden evitarse o, como diría Aixa de la Cruz, «cuánto mejor que la gente señale la herida a que aparezca desangrada sin previo aviso en la bañera». La idea de «literatura inevitable» no es mía, sino de Natalia Carrero (Barcelona, 1970). En su novela Otra (Tránsito, 2022), hay una mujer dañada por los miedos heredados de su familia burguesa y el remedio es el alcohol, a la vez síntoma y alivio, descanso y autoagresión. La virtud de la novela es el despliegue de un humor corrosivo que anula cualquier pulsión de leer a las mujeres como víctimas; al contrario, son cuerpos inconvenientes que molestan al sistema, como lo son los hombres rotos e improductivos que reducen a la nada los relatos de los hombres como héroes sin fisuras.

Aborrezco hablar de temas para pensar las novelas, prefiero hablar de motivos. Un motivo es todo aquello que moviliza una historia. Hay novelas que relatan las familias y hogares como instancias represivas donde un padre u otro hombre es el enemigo a batir o con quien reconciliarse; hay narraciones de duelos, suicidios o enfermedad, y hay abuelas entrañables frente a las madres terribles que solo legan silencios; hay cuerpos que se remueven ante los discursos de género que los atraviesan: estás loca o eres tonta, retrasada o panchita, puta o falsa mujer son las réplicas comunes a esos cuerpos que se alzan en rebelión. Hay historias de fugas y de regresos, de búsqueda identitaria: versiones bastardas de la llamada del héroe, como es el caso de la novela de Alana Portero (Madrid, 1978), La mala costumbre (Seix Barral, 2023), en que la protagonista emprende un largo viaje hacia formas de habitar la propia carne que no sean dañinas ni lacerantes; su hallazgo es convertir la rabia contra un sistema tránsfobo y clasista en potencia poética y hacer de las agresiones una historia de belleza y no un relato bélico.

La educación física (Seix Barral, 2023) de Rosario Villajos (Córdoba, 1978) es la aventura de una adolescente que busca emanciparse de la opresión del hogar, de los muros patriarcales que aprisionan su cuerpo y sus fuerzas vitales. Si la faja es la metáfora de la carne femenina sometida a vigilancia, hacer autoestop es el símbolo de un cuerpo que pugna por hacerse con un mundo propio, más allá de miedos y prohibiciones. Su valor literario reside en el análisis profundo del pasmo adolescente ante una sociedad que concibe a las niñas como cuerpos peligrosos causantes de mil tragedias. Su prosa brilla como brillan las mujeres que deciden no temer.

Otra propuesta esencial de las novelas que abordo es la indagación en los orígenes, la voluntad o necesidad de organizar los recuerdos, transformarlos en memoria y asumir que el pasado no está muerto y se agazapa en las sombras del presente. Mirar fijo esa penumbra y sacarla de lo oscuro, asumir el legado incómodo. Desde una primera persona que no esconde lo radical autobiográfico, Gabriela Wiener (Lima, 1975) escribe Huaco retrato (Random House, 2021) para seguir el rastro de su tatarabuelo europeo expoliador de las tierras sagradas de los Andes. A través de esa historia, la autora bucea sin máscara en sus propias trampas ideológicas. Una existencia que también está marcada por el padre muerto a quien no tuvo tiempo de matar simbólicamente en vida. No pudo arrancarse su herencia y ella lleva en su cuerpo el legado paterno: «quiero cercenarme al patriarca que me habita y dejar de celar a mi novia española» escribe una Wiener poliamorosa y comida por los celos. Wiener despliega una prosa pulcrísima de verdad arrebatada que también arroja luz sobre nuestras contradicciones. Y aprendemos a amarlas o por lo menos a no lesionarnos por estar llenas de manchas.

También regresa al padre Violeta Gil (Hoyuelos, 1983); en Llego con tres heridas (Caballo de Troya, 2022) la autora reconstruye la biografía paterna porque comprende que solo a través de los actos rituales, que siempre son la juntura de muerte y poesía, podemos despedirnos de los seres queridos y continuar con la vida. Eider Rodríguez (Rentería, 1977) en Material de construcción (Random House, 2023), novela que gira alrededor de la muerte de su padre borracho, reordena su diario para tratar de entender por qué ocurre algunas veces que las personas deciden abandonar nuestro mundo; «la reina de la casquería» ,como se llama a sí misma, parte de un duelo insoportable para alumbrarse de nuevo como escritora, lejos de la vergüenza y el miedo que su familia burguesa y convencional instaló en su cuerpo desde pequeña. Otro padre que pasó toda su vida suicidándose muy lento es el que aparece en Las voces de Adriana (Random House, 2023); en la novela, Elvira Navarro (Huelva, 1978) reconstruye una genealogía familiar a partir de una premisa hermosísima y enormemente acertada: «antes que individuos, somos lugares donde confluye todo lo que nos precede». Por eso Adriana, su protagonista, no es un cuerpo con voz sino un paisaje de voces impregnadas de un pasado que tendrá que rescatar de debajo de la tierra. Esta es la mejor baza de la novela: el trabajo de exhumación que cadáveres que arden en las venas que la protagonista.

En Ceniza en la boca (Sexto piso, 2022) de Brenda Navarro (Ciudad de México, 1982), la narradora-protagonista trata de comprender el suicidio de su hermano, aquejado de un profundo malestar vinculado a su condición migrante. Ella tampoco está exenta de ese daño; en la sociedad española, cruzada por el racismo y el clasismo, ser migrante es ser estorbo, piel oscura amenazante: su lugar está con los viejos dependientes, en un rincón de la vida, en el insomnio y el hambre. Si México significa la extrema violencia, España es el país de las puñaladas suaves; «La conquista española nos dio en la madre», dice la protagonista. Y la madre es también el lugar del desarraigo, símbolo y emblema de la huida de un país que exuda muerte sin fin y de una vida extranjera sin vínculos ni asideros; tal vez por eso, el suicidio del hermano.

En La versión extranjera (Pre-textos, 2019), Florencia del Campo (Buenos Aires, 1982) elabora una voz narradora-protagonista que lucha por dar salida a las palabras que lleva atascadas en la garganta; su madre le transmitió el silencio femenino; no una lengua materna, sino una lengua muerta. Antes de hacerse con un idioma capaz de narrar su propia historia, está el vómito bulímico como síntoma y símbolo: si no hay relato que dé sentido, si no brotan las palabras, al menos que salga el asco. Voracidad de entender y de tragar mundo y después de exhalar lo que nunca se ha contado, lo prohibido e innombrable de la historia familiar. Con una fuerza poética arrolladora que no declina fealdades ni odios ni el conflicto, del Campo escribe una novela bellísima que golpea con dureza en las zonas vulnerables de nuestros cuerpos ansiosos por amar y ser amados. Y lo hace a través de dos versiones. La primera es un viaje a las raíces, a la memoria censurada; en su aventura el hermano, patriarca imbatible, le hace dudar del pasado: «vuelve a medicarte, loca». La segunda es el regreso al cuerpo, la emergencia de un idioma propio, de un relato.

No me parece relevante saber si el material narrativo procede de la ficción o de la autobiografía; lo único que me importa es la voz que insufla vida a los relatos, la forma en que se revela el estilo, la estructura, la apuesta estética. En Como puedo (Mr. Griffin, 2022), Macarena Trigo (Madrid, 1979) construye una novela autobiográfica que da saltos en el tiempo; su texto explicita lo que tiene de montaje o de efectos especiales la invención de una historia: REC, STOP, REW, FORWARD: sentarse a escribir después de haber deambulado por las ruinas del pasado ayuda a ubicarnos en un mundo enorme y raro. También en Fármaco (Random House, 2021), Almudena Sánchez (Andratx, 1985) se encarna en la palabra para relatar los infiernos de la depresión, un descenso a los avernos que estalla en pura luz; su acierto, transitar el territorio del yo con vocación colectiva y reflejar en su texto todas, cualquier tristeza.

Un relato está vivo si los personajes no son modélicos ni están hechos de una pieza, si las historias no tienen rasgos moralizantes y la experiencia compleja se muestra sin emolientes que suavicen la lectura. Dejadme entrar en vuestra alucinación porque en los cuentos ajenos comprendo mis paradojas y los contornos deformados de mi propia biografía. Y en esto Sara Mesa (Madrid, 1976) es excepcional: sus mujeres oscilan entre la luz y la sombra, son cleptómanas o bestias que se mueven por la carne, solitarias o anoréxicas; no del todo buenas personas, no del todo malas personas. Estas palabras acerca de Rosa, personaje de la novela La familia (Anagrama, 2022), resume bien el lugar desde el que Mesa escribe: «Aquellos que tienen dobles vidas, los que sufren por debajo de lo visible, los que son perseguidos por cometer actos deshonrosos, los que levantan el brazo para protegerse y esconden la cara, tienen ganada de antemano su compasión». En Las herederas (Alfaguara, 2022), Aixa de la Cruz (Bilbao, 1988) ofrece una novela coral donde cuatro mujeres (una periodista precaria adicta al speed, una médica empeñada en su respetabilidad y que esconde manchas, una madre mala-madre enloquecida y una vegana que se ha embarazado y no sabe de qué hombre) regresan a la casa de la abuela que han heredado tras su suicidio inesperado. En la casa, se dejarán habitar por las huellas y las voces del pasado familiar y entenderán la importancia de recuperar los saberes ancestrales, la magia y la poesía, el conocimiento de las hierbas alucinógenas, los relatos orales. A través de la memoria femenina reconstruida, comprenden que no están locas ni enfermas, que tan solo están dudando del statu quo, que no hay nada que curar. En una suerte de trance chamánico, cada una accederá a su parte de verdad por la vía sagrada. Las herederas aprenderán que es hermoso vivir pese a estar acribilladas a contradicciones.

Porque los cuerpos hablan, aunque carezcan de voz, en muchas de las novelas seleccionadas las protagonistas devoran o no les entra la comida y con frecuencia vomitan. Panza de burro (Barrett, 2020), de Andrea Abreu (Icod de los vinos, 1995), empieza así: «Como un gato. Isora vomitaba como un gato». Ser flaca como la barbie, ser puta como las chicas que llevan parte de arriba, aunque aún no tengan tetas. Que me quieran que me miren: esto es lo que simboliza el vómito de Isora, las ansias de escapar de un entorno estrecho y asfixiante, de un pueblo pobre y polvoriento, sin futuro ni horizonte. Las protagonistas, dos niñas medio abandonadas y famélicas de amor y de cuidados, construyen un mundo propio a partir de los discursos sobre qué es ser mujer que escuchan y reinterpretan en una versión bastarda e inocente. A través del humor impúdico, Abreu muestra las costuras del relato aceptado y lo fuerza hasta romperlo: las niñas son sórdidas porque el mundo es terrible, pero ellas no lo saben; lo replican y retuercen y lo vuelven luminoso. Abreu, con su desparpajo, desbrozó un nuevo camino de la novela española que ya ha encontrado testigos; entre otras, María José Hasta (Huesca, 1989) con Se te oscurece el pelo (Caballo de Troya, 2023); Greta García (Sevilla, 1992) con Solo quería bailar (Tránsito, 2023); Carla Nyman (Palma, 1996) con Tener la carne (Reservoir Books, 2023) o Aida González Rossi (Santa Cruz de Tenerife, 1995) con Leche condensada (Caballo de Troya, 2023), entre otras.

Pienso que tal vez la tía ilegítima y deslenguada de todas ellas sea Cristina Morales (Granada, 1985); con Lectura fácil (Anagrama, 2018), polarizó a la crítica y a la comunidad lectora. Sus cuatro protagonistas, diagnosticadas como discapacitadas intelectuales, muestran una habilidad inmensa para dinamitar y zafarse de todas las opresiones institucionales. Libres y lenguaraces, combaten por la causa anarquista y okupa; bailan, follan y escriben con una lengua afilada; entre lo panfletario y el lenguaje trasgresor, Morales narra sus aventuras por una Barcelona triste y encorsetada y el lector que acepta el trato, aplaude, grita y arde ante la potencia emancipadora que emerge desde los márgenes del orden social.

En El celo (Alfaguara, 2024), de Sabina Urraca (San Sebastián, 1984), la protagonista humana prepara y come con compulsión los platos que su abuela con alzhéimer le ofrecía de niña; mastica y traga para asirse a su herencia y recordar que está viva; devora para sentir que los cuentos de la abuela la sostienen en un mundo sin sentido y que se quiebra porque ha perdido el deseo. Nuestro cuerpo no es nuestro, parece decirnos: aborta, anhela, se desmaya, se moja, engorda o se somete a hombres cruentos y manipuladores en el nombre del amor sin apenas darnos cuenta. Para la Humana, escribir es un alivio, un asidero y su sexualidad, una fuerza mágica y elemental que intenta recuperar tras una relación traumática. En su viaje hacia la voz y el cuerpo propios, surge un amor analfabeto entre ella y una perra; en el río de pipis, cacas y lametazos, la Humana aprende a amar por encima o por debajo del ego humano. Urraca junta oralidad y ensueño, lirismo crudo y un humor que se hunde en lo más negro. Convierte todo lo malo en un reino de belleza insuperable.

Sara Torres (Gijón, 1991) en Lo que hay (Reservoir Books, 2022) desarrolla una poética voraz del deseo femenino que ni siquiera afloja tras la muerte de la madre. También perderá a su amante, se quedará con su novia. En el doble duelo, aparecen las dudas, los interrogantes: ¿se puede vivir más allá de los preceptos morales? ¿se puede ser desleal a la pareja y aun así seguir amando? ¿qué se hace con las vidas que se pierden por guardar fidelidad amorosa? ¿Es la pareja una burbuja amable, como el sueño o las drogas? Toda pasión es conflicto, pero el amor nos vincula. Todo vínculo es conflicto. Tal vez, precisamente a eso, es a lo que se le llama vida.

Y luego están los relatos míticos de los lugares sagrados. En Chamanes eléctricos en la fiesta del sol (Random House, 2024), Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988) configura una novela coral donde un grupo de chicas marcha a un festival de música electrónica a los pies de un volcán para escapar de la violencia de Guayaquil. La protagonista, incapaz de articular una voz propia, se adentra en lo incierto, en la búsqueda del padre huido. Si la música y las drogas son aquí una instancia política de rebelión pacífica, salir en busca del padre es un viaje identitario. El reencuentro con su progenitor le permite conectar con su abuela fallecida y aprender que su legado es un canto ritual emancipatorio. La niña muda aprende que los vivos son lazos que conectan con los muertos, generación de por medio. La novela de Ojeda es deslumbrante; su lirismo, tan salvaje y exquisito, muestra que lo atroz es requisito para alcanzar lo bello, que el amor nos da la mano en la noche más oscura y que esa mano no salva, pero nos hace cantar.

En Trajiste contigo el viento (La Navaja Suiza, 2022), Natalia García Freire (Cuenca, 1991) despliega nueve voces en delirio, donde belleza y espanto o terror y erotismo son instancias imbricadas que condenan a los humanos. Todo tiempo es circular y estamos abocados a repetir los gestos de los dioses y los padres que nos dieron la vida. Así pues, nos dice Freire, si vamos a reabrir tantas veces las heridas, si las mujeres vamos a ser igualmente castigadas, vivamos llenas de asombro y de deseo. Gritemos ante el milagro de una flor recién nacida.

Así se abren las puertas que mencionaba al principio: con gritos articulados alrededor del asombro de estar vivas y disponer de un lenguaje para escribirlos.

Imagen de la escritora española Sara Mesa. Fotografía de Juan María Rodríguez