En agosto de 1931, un par de meses antes de la publicación de Las olas, su última gran novela, Virginia Woolf anotó en su diario la justificación del nuevo proyecto que acometía: «Creo que es una buena idea escribir biografías; hacerlas usar mis poderes de ‘representación realidad precisión’; y usar mis novelas simplemente para expresar lo general, lo poético. Flush está cumpliendo este propósito».
Woolf se refería a la biografía que estaba escribiendo sobre el adorado cocker spaniel de la poeta victoriana Elizabeth Barrett. El libro, publicado en octubre de 1933, alrededor de ocho años antes de que la autora se hundiera cargada de piedras en el río Ouse, sigue la vida del perro («Like a lady›s ringlets brown,/ Flow thy silken ears adown», lo describió Barrett en uno de sus poemas) y el cortejo secreto entre su dueña y el también poeta inglés Robert Browning. Es un texto innovador principalmente por su perspectiva, que utiliza un narrador en tercera persona cuya voz mezcla el tono formalmente neutral de un biógrafo con el punto de vista de un animal, evitando, al menos en ciertas partes del texto, la antropomorfización burda de las fábulas y cuentos infantiles en los que perros, gatos o conejos solían ser los protagonistas.
En el libro, Woolf se esforzó por tratar a Flush con todos los honores que se le suelen conceder a las personas dignas de una biografía: consultó los orígenes de su familia—las raíces de la raza cocker spaniel—, revisó concienzudamente la correspondencia de Barrett y Browning para conocer la vida del perrito y, quizás lo más importante, intentó entender al animal, habitando su cuerpo, sus sentidos y sus emociones.
Flush percibe olores indescriptibles, escucha las violentas explosiones de los coches que pasan a su lado en la calle y ve el hedor de un humano ausente trazando espirales sobre la biblioteca. Al llegar a Regent’s Park, el cocker aprende lo que significa usar una correa, descubre que existen diferentes clases de perros—la distinción más básica: aquellos que usan correa y aquellos que deambulan libres por las calles—y considera la profusión de asfalto que reemplaza las camas de flores del campo. Naturalmente, no entiende muchas acciones humanas—la escritura es quizás la que más lo confunde—.
Woolf podría haber dotado al perro de la poeta de lenguaje humano para hacerlo pensar de la misma manera en que lo hacemos nosotros, pero evitó esa clase de intrusiones en la mayor parte del libro. A grandes rasgos, Flush actúa, percibe y siente como un perro fidedigno. En otras palabras, se ajusta a esa idea de «representación realidad precisión» que la autora creía que debía plasmar en una biografía. Flush era una obra seria que iluminaba la vida de un ser usualmente relegado a espacios menores.
Poco antes de la publicación, sin embargo, Woolf comenzó a ver el libro de una manera diferente: «Flush saldrá el jueves y estaré muy deprimida, creo, por la clase de elogios [que recibirá]. Dirán que es “encantador” delicado, femenino [ladylike]», escribió en sus diarios. «Y será popular… Y me disgustará mucho el éxito…». En una carta a la aristócrata y mecenas Ottoline Morrell, fue más allá: «Flush es solo a modo de broma. Estaba tan cansada después de Las olas, que me acosté en el jardín y leí las cartas de amor de Browning, y la figura de su perro me hizo reír, así que no pude resistirme a volverlo una Vida. Quería jugarle una broma a Lytton [Strachey, fundador del Grupo de Bloomsbury y autor del libro Eminent Victorians, cuatro biografías sobre figuras victorianas]—quería parodiarlo».
El giro era tal vez previsible. Durante siglos, la mayoría de los libros con protagonistas animales habían estado relegados al ámbito infantil, la interpretación banal o a simbolismos crudos, a menudo infantiles o banales. Los animales eran considerados objetos cómicos; seres simples, carentes de lenguaje, cuyas mentes apenas merecían el interés de los niños y las mujeres. Por lo menos desde Esopo, se usaban para disfrazar virtudes y vicios en la educación: depredadores como el lobo representaban la voracidad, la violencia y la maldad, y presas como la liebre eran ejemplos de astucia, vivacidad e ingenio. El hecho de que estos animales no fueran realmente así carecía de importancia. La realidad rara vez había sido un motivo de preocupación a la hora de representarlos.
Woolf probablemente temía que los lectores y críticos no fueran capaces de ver más allá de la idea tradicional del perro y que juzgaran el libro como una labor trivial, el juego inconsecuente de una mujer que no deseaba abordar temas más serios. Antes que quedar mal frente a gente como Morrell, la autora de La señora Dalloway, al parecer, desechó su aproximación a la mente animal y se plegó a una exégesis sobre esta clase de literatura que aún se mantiene en la mayoría de los círculos críticos.
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Los animales siempre ejercieron una atracción profunda en los humanos. Las primeras representaciones artísticas de las que tenemos registro muestran los seres que nos perseguían, nos acompañaban o nos servían de alimento. En las paredes de la caverna de Leang Tedongnge, en Indonesia, se pueden ver cerdos dibujados hace más de 45 500 años junto a siluetas de manos de personas contra un fondo rojizo. Osos, rinocerontes y leones de más de 30 000 años de antigüedad adornan la cueva de Chauvet, en Francia, y venados, cangrejos y armadillos de hasta 25 000 años danzan junto a figuras humanas en los muros de arenita de la Serra da Capivara, en Brasil. En centenares de culturas, los primeros dioses fueron animales y, en otras tantas, existieron historias de chamanes, cazadores o figuras religiosas que se transformaban en lobos, ocas, serpientes, toros o jaguares para alcanzar sus—a menudo viles—propósitos.
A pesar de ese rol preponderante, las representaciones realistas de animales son escasas en la literatura. Es difícil encontrar el equivalente literario de las figuras de Tedongnge o Chauvet. Los miles de personajes animales a los que dieron vida autores como Pierre de Saint-Cloud, Kipling, Kafka, Beatrix Potter, Orwell o Siegmund Salzmann no son más que seres humanos disfrazados de otros seres—una práctica antigua, como ya se mencionó—. Los libros como Flush son la excepción. Incluso entre autores contemporáneos, cuesta encontrar obras semejantes, sea en la ficción o la no ficción. (Lo que no quiere decir que haya contraejemplos: American Wolf, de Nate Blakeslee, El lobo, de Joseph Smith, H de halcón, de Helen McDonald, The Tiger, de John Vaillant, Solo un poco aquí, de María Ospina Pizano…).
Hay múltiples razones para lo anterior, incluida la que le preocupaba a Woolf, pero me gustaría concentrarme en otras dos que están firmemente relacionadas la una con la otra. La primera es una cuestión práctica y tiene que ver con nuestra ignorancia generalizada sobre la vida animal. Solo hasta hace muy poco, gracias a instrumentos como las cámaras trampa, el GPS, los hidrófonos, la visión nocturna, los drones y otros tanto más, hemos empezado a conocer el día a día de animales como el cachalote—antaño una mera fuente de espermaceti y una presa de los balleneros—, el dragón de Komodo, el albatros—«Que habita la tormenta y ríe del ballestero»—, la salamandra gigante o la anguila—cuyo lugar preciso de nacimiento, a pesar de nuestras tecnologías, todavía desconocemos—. La verosimilitud de una ficción animal depende de un mínimo de nociones sobre esas vidas, por lo que no es extraño que nadie se haya embarcado en escribirlas (ni siquiera me voy a referir al tema de los insectos y los demás invertebrados).
El otro impedimento es más problemático y tiene una raíz filosófica. Al menos desde Descartes, y por cuestiones bíblicas más que conocidas, se ha mantenido que no existe una mente animal o que, en el mejor de los casos, esta es incognoscible. El ensayo de Thomas Nagel, ¿Cómo es ser un murciélago?, o la célebre frase de Wittgenstein—«Si un león pudiera hablar, no lo entenderíamos»—resumen la posición más débil de esa postura. En breve, la idea es la siguiente: la experiencia subjetiva de un animal como un murciélago es tan foránea a nuestro cerebro que, por más de que intentemos imaginarlo, no podremos comprender realmente lo que se siente vivir como este mamífero (la frase de Wittgenstein se relaciona más con la manera en que opera y surge el lenguaje, pero esto carece de importancia para mi punto). Esta tesis precluye de entrada cualquier representación realista de la vida animal, lo que impediría una literatura diferente a la metafórica o a la poética que ya existe—la Octava elegía de Duino, de Rilke, por ejemplo, muestra cómo se sentiría ser un murciélago—.
El año pasado, en «The Problem of Nature Writing», un ensayo en el New Yorker, el escritor estadounidense Jonathan Franzen, un converso al avistamiento de aves y la lucha por la conservación de la naturaleza, llegó a una conclusión similar sobre la literatura animal a partir de un argumento afín. Para Franzen, la ficción es un terreno más en el que se batalla por la crisis climática, la historia más importante a la que sin duda se ha enfrentado la humanidad. Si la literatura tiene una función moral, esta es convertir—el término religioso no es gratuito—a los lectores en amantes de la naturaleza para generar los cambios ya probablemente imposibles que necesitamos para conservarla. Pero esto no se va a lograr a través de historias cuyos protagonistas sean animales, de acuerdo con el autor de Las correcciones. Lo cito de forma extensa, pues me interesan varios de sus puntos:
Incluso si pudiéramos saber lo que es ser un ave—y, con el perdón de J.A. Baker [autor del maravilloso El peregrino], creo que nunca llegaremos a saberlo—, un ave es una criatura de instintos, motivada por deseos opuestos a los personales, incapaz de ambivalencias éticas o remordimiento. Para un animal salvaje, las apuestas dramáticas consisten en la supervivencia y la reproducción, nada más. Esto puede ser suficiente para hacer ciencia fascinante, pero, sin una antropomorfización forzada o una proyección, un animal salvaje simplemente no tiene una particularidad de ser [particularity of self], definida por su historia y sus deseos sobre el futuro, del que depende una buena historia. Con un animal salvaje como personaje, solo existe un punto A: el animal es lo que es y fue y siempre será. Para que exista un punto B, un destino para el viaje dramático, solo bastará un personaje humano.
Cuando es más efectiva, la escritura narrativa de naturaleza ubica a una persona (a menudo el autor, quien escribe en primera persona) en alguna clase de relación no resuelta frente al mundo natural, provee al personaje de preguntas por responder o de una meta por alcanzar, y luego se sirve de emociones universalmente compartidas—esperanza, rabia, deseo, frustración, vergüenza, decepción—para comprometer al lector en el viaje. Si la escritura tiene éxito, lo hace de manera indirecta. No podemos hacer que un lector se preocupe por la naturaleza. Lo único que podemos hacer es contar historias poderosas de gente a la que le preocupa y esperar que esa preocupación sea contagiosa.
Franzen afirma que un animal no puede tener una transformación dramática como aquella que esperamos en el personaje de una novela. En gran medida, esto ocurre porque no tenemos acceso a sus pensamientos, quizás la manera más sencilla de ver ese cambio. Ahí yace la gran dificultad. «[La ficción]—escribe el crítico norteamericano Edmund White—es el único arte que nos sitúa en la mente de quien percibe». No es posible hacer esto de manera realista con los animales, así que se perdería el principal elemento diferencial de la literatura. La única opción, por lo tanto, sería limitarse a humanos conmovidos por la vida de los demás seres, como afirma Franzen.
Es una visión pobre del mundo animal, predicada sobre una idea de excepcionalismo cuyas bases se desmoronan cada día. Tanto Nagel como Franzen ignoran la gran cantidad de puntos de encuentro que compartimos no solo con otros mamíferos, sino con todos los vertebrados. Las similitudes no se limitan a estructuras físicas y genéticas: estudios científicos recientes muestran que tenemos muchas más cosas en común con los demás animales de las que ha soñado cierta filosofía.
Animales como el cachalote tienen culturas que se aprenden y se enseñan de generación en generación. Algunas especies de mangostas se enfrentan en conflictos bélicos por territorio, estatus, apareamientos encubiertos y odio hacia otros clanes (los investigadores hablan de «genocidio»). Se han observado entierros de crías en manadas de elefantes asiáticos y comportamientos que semejan el duelo en sus parientes africanos. Cuervos, delfines y chimpancés usan herramientas para obtener su alimento. Hace poco se documentó el caso de un orangután que usó plantas medicinales para curar una herida en su rostro. Puede que no entendamos las palabras del león, pero sabemos que está hablando.
Varios estudios muestran que hay especies de animales que tienen un sentido básico de la justicia—les da rabia, por ejemplo, que le ofrezcan un mejor premio a un compañero que hizo la misma tarea—. Otros señalan las capacidades de empatía, anticipación y razonamiento lógico de aves, pulpos o perros. La gran mayoría apunta a una vida interior mucho más rica de la esperada, a emociones universalmente compartidas, como aquellas de las que hablaba Franzen, y a particularidades en la personalidad de animales individuales. Cualquier investigador que haya pasado un buen tiempo estudiando una especie se da cuenta de ello.
Los seguidores de Nagel probablemente argumentarían que se trata de una antropomorfización inconsciente, tal vez nacida del deseo por comprender o predecir con mayor facilidad el comportamiento animal. Pero lo que la ciencia sigue hallando es que tenemos una base física y evolutiva común para hacer esas atribuciones. Puesto de manera breve, compartimos lo suficiente con otros seres como para poder evitar el problema de las otras mentes, del mismo modo en que lo hacemos con otros seres humanos. Puedo afirmar, por ejemplo, que un lobo siente miedo a partir de su comportamiento, sus expresiones corporales, etc.—un biólogo que estudie lobos podría ayudarme en ese sentido—, así como puedo afirmar que una persona desconocida siente miedo a partir de su comportamiento, sus expresiones corporales, etc. Y si conozco lo suficiente de su vida, puedo imaginar y escribir su historia. Esa es, después de todo, la premisa básica de la literatura: habitar el otro.
Mi punto, en definitiva, es que Franzen niega algo que la ciencia nos está mostrando que sí existe en la vida animal. Y que las barreras que Nagel presupone no son infranqueables, sino más bien el producto de nuestra ignorancia. Aún más importante: la literatura ofrece un espacio inigualable para explorar esas vidas hasta hace poco relegadas, pues puede mostrar justamente aquello que Franzen descartaba. Para esto, sin embargo, es necesario contar con una base científica sólida que nos permita no solo construir de manera verosímil al protagonista animal, sino que también nos ofrezca pistas sobre las transformaciones dramáticas que puede o no vivir cierta especie (libros como La inmensidad del mundo, de Ed Yong, son buenos puntos de partida). Quizás sea imprescindible un nuevo lenguaje, que variará según la especie, y probablemente haya límites. Pero no podemos—ni debemos—desechar a priori la posibilidad. La cuestión, como siempre, será saber elegir y contar las historias.
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Las primeras reseñas aparecieron poco tiempo después de la publicación de Flush. En general, confirmaron los temores de Woolf: varias celebraron el «encanto» del texto y otras más lo descartaron como una obra menor. Durante el resto de su vida, la autora se resignó a ese juicio y rara vez mencionó el libro.
Hay, sin embargo, una carta Sybil Colefax, una interiorista y amiga de la escritora, en la que Woolf expresa una opinión diferente: «Me alegra tanto que te haya gustado Flush—escribe—. Creo que muestra un gran discernimiento de tu parte porque todo era cuestión de indicios y matices, y prácticamente nadie ha visto lo que yo buscaba lograr, y me regocijó hasta el cielo pensar que tú entre los devotos aguantaste firmemente—o lo que sea que Milton dijo».
Como en el caso de Franzen, el lenguaje religioso no es gratuito. Necesitamos más devotos antes de que el tiempo se acabe.