Danilo Kiš
La buhardilla
Edición de Mirjana Miocinovic
Traducción de Luisa Fernanda Garrido y Tihomir Pištelek
Acantilado, Barcelona, 2019
112 páginas, 14.00 €
POR CRISTIAN CRUSAT

 

 

El itinerario de Danilo Kiš resulta análogo al de otros escritores como James Joyce, William Faulkner o Jorge Luis Borges, con cuyas trayectorias literarias guardan esenciales similitudes, entre las que una ciudad –París– y una lengua –la francesa– no son ciertamente las menores. Para Kiš, como para Joyce, Faulkner y Borges, París constituyó una privilegiada vía de acceso a la república mundial de las letras. Allí, en una de las metrópolis literarias más pujantes del siglo xx y de mayor porosidad a la hora de asimilar a autores excéntricos dentro de sus propios sistemas nacionales, la obra de Danilo Kiš —oportunamente traducida por editoriales como Gallimard o Fayard–, se consagró como una de las más sólidas e irreprochables respuestas literarias a las catástrofes humanas de Auschwitz, Hiroshima y el Gulag soviético.

Danilo Kiš (Subotica, 1935-París, 1989), en efecto, escribió gran parte de su literatura en Francia, donde, además de ser lector de serbocroata en las universidades de Burdeos, Estrasburgo o Lille, se consagró infatigablemente a la traducción –actividad que, en la antedicha república mundial de las letras, se yergue como la auténtica generadora de capital y valor literarios–; se dedicó a traducir, sí, del francés, húngaro, ruso e inglés. Desde 1979, y hasta su muerte en 1989, Kiš residió en París, ciudad a la que definió como «la gran cocina de las ideas» y «la capital de la literatura», una aseveración que todavía permanece vigente a poco que uno camine por sus calles y visite alguna de sus incontables librerías (aunque tal vez baste con acudir a cualquiera de las sedes que por el mundo tiene repartidas el Institut Français y comprobar el excepcional cuidado que la nación vecina ha dispensado, por lo general, a las belles lettres y a la biblioteconomía, a pesar de la enojosa propensión de los editores franceses a alterar y cambiar los títulos de los libros cuyos derechos adquieren y traducen, hasta el punto de volverlos, a veces, irreconocibles. Un ejemplo entre muchísimos: cuando Haruki Murakami publicó De qué hablo cuando hablo de correr —en clara alusión a De qué hablamos cuando hablamos de amor de Raymond Carver, autor al que el japonés había traducido—, la editorial Belfond optó por titularlo, ahí es nada, Autorretrato del autor como corredor de fondo).

Desde Francia, Danilo Kiš mantuvo una relación tensa y muy crítica con la literatura de la vieja Yugoslavia, su país de origen, ya que en 1976 protagonizó, aunque de manera involuntaria, uno de los escándalos más reseñables de las últimas décadas y, acaso, el más penoso intelectualmente. En este sentido, cumple dirigir al lector interesado en esta y otras polémicas literarias al libro Tumba de la ficción (1999), en el que su autor, Christian Salmon, parte de la querella de Kiš con el establishment literario de Belgrado, así como de la fetua promulgada contra Salman Rushdie, para ahondar en las modernas configuraciones de la censura.

En el caso de Kiš, la semilla del odio arraigó y brotó de manera desmesurada tras la publicación de Una tumba para Boris Davidovich, un libro que, a la postre, se ha convertido en el buque insignia de la obra de Danilo Kiš. En lo esencial, su audaz combinación de ficción y documentalismo —procedimiento de filiación netamente borgiana, asumido y puesto en práctica por Kiš como una derivación del concepto formalista de extrañamiento— fue grotescamente malinterpretada como plagio en un principio, aunque la denuncia interpuesta por algunos críticos literarios yugoslavos acabó convertida, poco más tarde, en una desaforada y mendaz caza de brujas literaria. En 2013, la editorial Acantilado —que está acometiendo la publicación de la obra completa de este autor fundamental— dio a las prensas Lección de anatomía, un libro que es, al mismo tiempo, un tratado de estética y una valiente e inteligente réplica poética —la única que cabía en su caso—; pero, sobre todo, representa una lúcida disección del programa literario de Danilo Kiš que el propio autor decidió publicar en 1978 como consecuencia de la triste polémica florecida en su país entre 1976 y 1977.

Junto a otros muchos méritos poéticos y antropográficos, Kiš es asimismo uno de los autores que mejor ha comprendido su tarea literaria y que mejor se ha hecho comprender. Varias razones explican su brillantez expositiva. Entre ellas, sin duda, su dominio de los temas que han centrado el pensamiento crítico literario, toda vez que Kiš figuró entre los miembros de la primera promoción de licenciados en Literatura Comparada de la Universidad de Belgrado. Pero es posible que un contexto tan miope para la imaginación literaria como el que le tocó en suerte (esa Yugoslavia donde imperaba un «primitivismo neonaturalista» tan pretendidamente comprometido como romo y estéril —y, encima, hostil—), además de su familiaridad con la obra de los principales posestructuralistas franceses, propiciaran el desarrollo de su firme y coherente poética. A propósito de esto, en 2017, Acantilado publicó Homo poeticus, un clarividente conjunto de ensayos y entrevistas que encarnaban el presente absoluto de la inteligencia crítica de Danilo Kiš, quien allí ofrecía su fundado punto de vista sobre asuntos tan disímiles como la naturaleza del estilo realista, la literatura comprometida, el género cuentístico, el nacionalismo como paranoia, la función de la literatura, la obra de Raymond Queneau, el matadero de la historia, los deberes de la crítica o las tensiones culturales en el seno de la civilización mediterránea. También recorría la estirpe de sus maestros, entre los que se cuentan Miroslav Krleža, Ivo Andrić, Miloš Crnjanski, James Joyce, Gustave Flaubert, Jorge Luis Borges, Bruno Schulz o Arthur Koestler. Su talento para la admiración, como escribió Susan Sontag, también ha convertido a Kiš en un autor sumamente fraterno para las nuevas promociones de lectores.

Y hete aquí que éstos tienen ahora la oportunidad de observar, como quien dice, a uno de los escritores insoslayables de la segunda mitad del siglo xx emergiendo de la asombrosa crisálida de su talento, nuevamente (pues en 2002 la editorial Ópera Prima ya tradujo al español la obra que aquí nos ocupa). En efecto, publicada en 1962, La buhardilla es el primer libro firmado por un jovencísimo Danilo Kiš, quien la escribió entre noviembre de 1959 y mayo de 1960 y apenas se hallaba en la segunda mitad de la veintena cuando la novela comenzó a distribuirse.

En términos generales, late en las páginas de La buhardilla un desaforado romanticismo. A caballo entre la sátira y el bildungsroman se van alternando episodios teñidos de bohemia, búsquedas del ideal, perturbadoras ensoñaciones y chispazos líricos. El joven Orfeo, como se hace llamar el protagonista, comparte buhardilla con Igor, el mejor interlocutor para expresar sus anhelos de una vida verdadera. Cuando Orfeo se enamora de una chica a la que llama Eurídice, el sentimiento de pérdida articulará un sinnúmero de facetas poéticas, filosóficas, geográficas y astronómicas que le permitirán componer el intrincado atlas de su propio desconcierto. Y, aunque la trama de la novela no proyecta en segundo plano ninguno de los grandes traumas históricos que recorrerán la obra de Kiš, sí pueden identificarse la mayoría de los elementos que caracterizarían su estilo a partir de entonces. La estructura de La buhardilla, sin ir más lejos, responde de medio a medio a uno de los principales lemas de su poética literaria, tomado del formalista ruso Viktor Shklovski: «El legado literario de un escritor, igual que la tradición del inventor, consiste en la suma de las posibilidades técnicas de su época». Por eso, la novela se convierte en un magma de posibilidades formales, desde la escritura epistolar a varios pasajes en verso o incluso diálogos en francés. No faltarán tampoco algunos elementos típicos de la literatura madura de Kiš: las enumeraciones, las notas a pie de página o los siempre reveladores y a menudo misteriosos post-scriptum.

Semejante poética, tan reconocible y sólidamente conformada a tan temprana edad en La buhardilla, revela el tamaño de la ambición y el compromiso intelectual de Danilo Kiš, así como las evidentes dificultades que su obra planteó a la crítica de su época —fundamentalmente a la yugoslava—, que carecía de las herramientas (las lecturas) con las que interpretar cabalmente el alcance y mérito de sus textos. Pero —para desgracia de este autor—, incluso algunos de entre quienes comprendieron sus intenciones y sancionaron positivamente su valía, como el poeta Joseph Brodsky, a menudo adolecieron de los mismos defectos que aquellos que intentaron menoscabar y desprestigiar la escritura de Kiš.

El caso de Brodsky es especialmente obvio, ya que en su prólogo a la edición norteamericana de Una tumba para Boris Davidovich, el poeta ruso—estadounidense intentó desvincular el nombre de Kiš del de Borges, al que tildó de escritor «del tercer mundo» y cuya mención sólo buscaba, en su opinión, comprometer estilísticamente el libro del yugoslavo en virtud del pretendido «manierismo» del autor de Ficciones o El Aleph. Lo peor de todo no es que la escritura de Kiš entronque efectiva y directamente con la de Borges —cuyos procedimientos traslada libre y sagazmente a sus fábulas ancladas en episodios históricos, eludiendo la intemporalidad metafísica del argentino para centrarse en el carácter político de las narraciones—, sino que Kiš fue el primero en asumirla en sus textos críticos, pues formaba parte del arsenal de posibilidades técnicas que la época le ofrecía. Así lo afirmó en Homo poeticus: «En lo que se refiere al método borgiano, se ha convertido en un método generalizado, y no veo motivo por el que un escritor no debería utilizarlo si semejante procedimiento le sirve de ayuda».

De todas formas, solía omitirse en las reseñas sobre Una tumba para Boris Davidovich la cuestión más importante y significativa, que concernía al plano temático de esta magnífica obra, en el cual Kiš había planteado una clara polémica con el modelo borgiano de Historia universal de la infamia: «Historia universal de la infamia es una serie de historias para niños: piratas, bandidos neoyorquinos y chiquilladas semejantes, mientras que es Una tumba para Boris Davidovich la que habla precisamente de la historia universal de la infamia», es decir, de la tortura, las persecuciones, los exilios y la muerte de tantos seres humanos por culpa de la locura comunista del siglo xx.

Es evidente que el programa literario de Kiš incluía, entre sus principales propósitos, el desvelamiento del infame totalitarismo soviético, tarea para la que las técnicas realistas y naturalistas le fueron insuficientes. Hijo de un judío húngaro, desesperado y neurótico, y de una mujer montenegrina cristiana ortodoxa, Danilo Kiš nació en uno de los peores momentos (1935) y lugares (Subotica) que podían concebirse para alguien con semejante genealogía: «La rareza etnográfica que represento morirá conmigo», afirma Kiš en la breve autobiografía que sirve de epílogo a esta edición de La buhardilla. Por suerte, el autor sobrevivió a la matanza de judíos y serbios de Novi Sad en enero de 1942. Pero el padre —de quien Kiš siempre subrayaba su faceta como autor de una guía de ferrocarriles internacionales— fue llevado en 1944 a Auschwitz, de donde ya no regresó, al igual que muchos de sus parientes.

Esta circunstancia de la vida de Kiš, en consecuencia, debería cuestionar la aseveración realizada anteriormente según la cual La buhardilla aún no manifestaría ninguno de los pesares históricos que vertebrarán su obra posterior. No puede ser fortuito que Kiš —quien juzgaba que la única e insalvable piedra de toque para los escritores de su época residía en la actitud mostrada «respecto a dos fenómenos cruciales de este siglo […]: los campos de exterminio, los de Hitler y los de Stalin»— ponga en boca de su protagonista, en la tercera página de La buhardilla, las siguientes palabras: «Me dan miedo los trenes». Si se considera la suerte de la figura del padre, así como las circunstancias de su tenebrosa desaparición, el asunto queda meridianamente claro: en efecto, el sistema de transporte y de comercio ferroviario, fundador del estilo de vida típicamente moderno europeo, alude de un modo oblicuo al Holocausto en la obra de Kiš (al igual que en la de W. G. Sebald, cuya escritura Enrique Vila-Matas ha vinculado muy acertadamente con la de Kiš). Como un brote de vitíligo, el mal se expandió por Europa en el siglo xx gracias, en parte, a los propios trenes. Sin duda, el papel desempeñado por los trenes en el proceso de deportación es insoslayable, ya que su organización se apoyó fundamentalmente en la logística del sistema ferroviario. Piénsese en el film Shoah, de Claude Lanzmann, un documental de diez horas de duración que gravita sobre imágenes de vagones, estaciones, señales, vías y ramales hacia los campos de concentración.

Pese a todo, Kiš manifestó en todo momento una inquebrantable fe en la literatura, a la que consideraba un dique contra la barbarie, un método primordial en la búsqueda de sentido al carácter efímero de la vida y, en definitiva —citando a Jean Ricardou—, una presencia insustituible: «Sin la presencia de la literatura (y hay que entender presencia en su acepción más amplia), la muerte de un niño en cualquier parte del mundo no tendría más importancia que la de un animal en el matadero». De manera elocuente, el narrador de esta primera novela ya asume la literatura como una herramienta comunicativa y de encuentro con el otro. Dice Orfeo en una de sus cartas: «Me mataría en el mismo instante en que comprendiera que me basto a mí mismo y que me puedo contentar con un monólogo». Otrosí: la literatura nos ayuda a sentirnos menos solos (o no será).

Como en sus mejores obras de ficción —Una tumba para Boris Davidovich, La enciclopedia de los muertos o la trilogía Circo familiar—, el nervio óptico de la imaginación de Kiš sacude el delicado tejido verbal, estimulando la corriente de simpatías y diferencias entre las palabras y tensando el lenguaje de un modo siempre singular e insospechado. Como en sus mejores obras, las frases de La buhardilla se tiñen de una pátina de imborrable y perturbadora belleza, imposible de remedar. Su literatura, de hecho, se ha convertido en el emblema de un tipo de sensibilidad a la que la cultura europea, por lo demás, no puede renunciar ni debería omitir (sin ir más lejos, el río Danubio, a su paso por Subotica, según el recorrido establecido por Claudio Magris, fluye a través de las imágenes de Danilo Kiš –«Lo falso parece ser la poesía de Subotica; en la fantasía de Danilo Kiš, su fascinante narrador, lo falso se convierte tanto en la tremenda falsificación de la vida realizada por el estalinismo como en el desdoblamiento clandestino de los revolucionarios que, para escapar al poder, cambian, multiplican, camuflan, pierden su identidad»—). Algunos autores de muy disímiles tradiciones lo han convertido ya en uno de los ejes fundamentales de sus aventuras literarias (recuérdese la Europa Central de William T. Vollmann). Su impronta se acrecienta con el tiempo. Kiš es una literatura en sí mismo. Uno de sus más avezados discípulos, Aleksandar Hemon —escritor bosnio radicado en Chicago—, ha sugerido de un modo muy acertado, y con tanta vaguedad como laconismo, la naturaleza del magnético secreto de la escritura de Kiš: «Esa oscuridad…».

Esa oscuridad, sí.

Y todo eso que, tras los puntos suspensivos, sólo vio este autor que en su primera obra ya aspiraba a colmar un mundo enfermo de la emancipadora presencia de la literatura.