1.
A diferencia de muchos escritores, no recuerdo el día en el que comencé a escribir. No sé dónde quedó la primera historia. La pieza original del rompecabezas que he deformado durante años. Nadie imantó sobre el frigorífico aquella obrita maestra. En mi familia, no se guardan anécdotas sobre un talento secreto ni libretas en las que el niño fuera escribiendo un diario personal. No hay, tampoco, cajas de zapatos con disquetes llenos de archivos txt en ningún trastero. Nunca, hasta demasiado tarde, tuve acceso a un ordenador. Dicen que los cineastas de clase trabajadora no pueden rodar películas autobiográficas porque no conservan documentos para montar el film que les explique. Los pobres no tenemos cumpleaños registrados en cintas de vídeo y es posible que, entre distracciones y mudanzas, hayamos perdido también el privilegio de encontrar la caja metálica con nuestros dientes de leche y hasta el cuadernillo de notas de la EGB. Por situar mi origen sobre un ejemplo, con veintiún años y tras recibir la noticia de una beca de escritura, mi madre me miró a los ojos y dijo: «Pero tú, ¿desde cuándo haces esas cosas?», como si hubiera descubierto que su hijo se pinchaba heroína a escondidas.
De regreso al pasado, las primeras historias sólo fueron imágenes. Dibujos grotescos a lápiz. Garabatos perfilados por el puño de un niño de ocho o nueve o diez años. De todo eso de los comienzos, apenas quedan en mi cabeza los trazos de un cómic que pinté en un cuaderno escolar. Recuerdo que era una pieza de género: un cuento de terror protagonizado por mi bisabuela (una mujer de noventa años con una cabellera cenicienta que horquillaba sobre la nuca) y una estantería repleta de libros que se lanzaban al vacío. La trama la he olvidado, pero sé que transcurría en la última habitación del piso de mis abuelos maternos, en el cuarto que quedaba al final del pasillo, en el dormitorio de la anciana. Por supuesto, era la habitación más alejada de la salita en la que siempre estaban los mayores. Y si no estaban los mayores, estaba la televisión, que para un niño venía a ser lo mismo. Pues lo dicho, allí pasaban cosas extrañas. La bombilla de la lámpara parpadeaba y se fundía cada poco tiempo. La luz iba y venía justo cuando yo me encerraba dentro, ya fuera jugando a las tinieblas o huyendo de los ganchos de mi hermano. Mi terror se inspiraba en hechos reales y científicos (un cable pelado), pero con ocho o nueve o diez años todo aquello, para mí, escondía una explicación sobrenatural. Seguramente, era culpa de un fantasma. Revivo la sensación con miedo, todavía hoy, aunque suene a tontería. Como si la memoria fuera un armario que oculta un monstruo de dientes huecos y en punta que nos acecha para siempre. No sé si por el olor correoso de la vejez o por el tembleque de la bombilla, la habitación de mi bisabuela se convirtió entonces en el lugar más terrorífico del mundo.
La realidad es idiota como el comportamiento de un secundario en un slasher de los ochenta. Una pelota que rueda, que se detiene antes de un giro de pasillo. El vibrar de una vela por culpa del silencio de una familia disfuncional. En fin, si pienso en metáforas, la muerte se acercaba a nosotros armada con un cuchillo (a mi bisabuela, más bien), pero yo, que vivía en los principios, todavía no entendía el lenguaje de los finales.
2.
Lo que aprendí del cine lo aprendí en esa habitación. O mejor dicho, en esa casa. Tras una elipsis temporal (¿acaso pueden haber elipsis que no sean de tiempo?, ¿una elipsis en la memoria no es lo que llamamos «olvido»?), resultó que mi vida me llevó a tener que instalarme en aquella habitación. Mi bisabuela había muerto. Mi abuela había muerto. Mi abuelo, el único inquilino, era entonces un pobre viudo. Lobo solitario. Vigilante de una calle angosta. Por cuestiones que ahora no vienen al caso, abandoné una carrera universitaria y comencé otra y, con veinte años, estaba de regreso en mi ciudad natal. Estaba de vuelta, pero mi mundo había desaparecido. No tenía dónde ir. Ante la imposibilidad de establecerme con mis padres, divorciados desde hacía mil o dos mil años, la solución que encontró mi familia fue la más sencilla. Lo mejor era que yo viviera con mi abuelo. Él podría ocuparse de su nieto: preparar comidas, poner alguna lavadora, mantenerle a raya (el tipo tenía mucho carácter). A cambio, mi presencia garantizaba que, en caso de emergencia, no se encontraría solo. Sin demasiadas ganas, aceptó. Tenía problemas de salud y el niño, de algún modo, podría cuidarle. Quiero decir, el cuidado que otorga la compañía, simplemente. En media hora me mudé a su casa. Más allá de la ropa, no había nada que cambiar de sitio.
Mi abuelo se convirtió en mi casero. Y también en una especie de sheriff. Y, por qué no, en un padre algo viejo. Un hombre de veinte años, con ganas de incendiar el mundo (ya había practicado con algún contenedor), y un hombre cerca de los setenta, demasiado cansado para enderezar a nadie. Antonio versus Antonio. Duelo al sol del medio día. Por suerte, el cambio se gestó en mí sin que él tuviera que usar su placa estrellada.
Lo que aprendí del cine lo aprendí en libros robados y en películas que hablaban de mi mundo, aunque mi mundo fuera otro. Ese lugar de luces y sombras en el que me reflejaba quedaba a miles de kilómetros, pero a la vez estaba dentro de mí. Manché mis zapatillas con el polvo del desierto. Aprendí que el que se sienta frente a una pantalla de cine puede saber quién es mirando a los ojos de los que viven dentro de ella. Comprendí mi realidad a través de la realidad de los otros
Lo que aprendí del cine lo aprendí en casa de mi abuelo Antonio mientras escribía en la habitación más terrorífica del mundo. Puedo decir ahora, cargando la flecha de una falsa trascendencia, que me mudé a vivir dentro de mi primera ficción. Entre sus paredes (como en un recuadro de cómic), escribí las primeras páginas que salieron de una impresora. Fueron las primeras obras de teatro que se publicaron y estrenaron sobre un escenario. Incluso, alguna de esas obras recibió un premio relevante. Tuve suerte. También, por entonces, escribía relatos breves, aunque calzarme el traje de la narrativa siempre me resultaba incómodo, como el que se pone una zapatilla a pie cambiado. Confieso que desde el principio fueron las voces las que vinieron. Y tras las voces, los personajes y las escenas y… La oralidad de mi escritura me empujó hacia el género dramático sin apenas realizar esfuerzo. Había una voz interior que dictaba, quizá furiosa, quizá llena de rabia, quizá de abandono, y yo tomaba nota de lo que esa voz decía. En paralelo al acto de escribir, llegaron los libros. Libros y nombres de escritores que fui amontonando como cabelleras indias. Libros que sacaba de una biblioteca pública. Libros de bolsillo que robaba de una librería del centro (imagino mi foto y la cifra de una recompensa en la puerta) y que leía, minutos después del hurto, en el dormitorio de mis miedos infantiles.
Lo que aprendí del cine lo aprendí gracias a que mi abuelo pagaba una plataforma de televisión de las que existían durante el cambio de milenio. Una por satélite. Entre el centenar de canales ofertados había uno que se llamaba Cinematk (ctk). Irónicamente, en la pantalla de una tele descubrí el cine de autor. El cine indie. El cine clásico. De madrugada, aprovechando el sueño de mi abuelo, me enganchaba a las películas norteamericanas de los setenta. Conspiraciones, paranoia, Vietnam… Rememoro con emoción las obras teatrales versionadas de Tennessee Williams y Eugene O’Neill. Descubrí filmes a los que nunca hubiera tenido acceso un joven que no sabía en qué quería gastar su vida. Un chaval que, por su origen y aspiraciones, reproduciendo la genealogía para la que estaba predestinado, tenía pie y medio en un trabajo de pura y dura supervivencia. Y, por supuesto, medio pie en la nada.
Lo que aprendí del cine lo aprendí en libros robados y en películas que hablaban de mi mundo, aunque mi mundo fuera otro. Ese lugar de luces y sombras en el que me reflejaba quedaba a miles de kilómetros, pero a la vez estaba dentro de mí. Manché mis zapatillas con el polvo del desierto. Aprendí que el que se sienta frente a una pantalla de cine puede saber quién es mirando a los ojos de los que viven dentro de ella. Comprendí mi realidad a través de la realidad de los otros. Mis palabras eran sus palabras. Mis gestos, los gestos de esos hijos de familias rotas que llenaban un cine al borde de la ruina. Jóvenes como los que protagonizaban La última película de Peter Bogdanovich. Ellos era yo. Éramos nosotros. Aprendí de esos muchachos tanto como de los que dialogaban con sus madres desde el asiento trasero de un Chevy amarillo en los relatos de Richard Ford o Tobias Wolff. Era uno más de esa estirpe. Siempre lo había sido. Y esa filmoteca en ruinas, en la salita de la casa de mi abuelo, me enseñó quién era pero, sobre todo, quién no quería llegar a ser.
3.
El cine me empujó hacia un umbral desconocido. Yo, una nave destartalada que se estremecía en los centros de un agujero negro. Todavía estoy allí. Tras el horizonte de sucesos. Justo al otro lado. No he sabido ni he querido regresar. A cambio, la confusión. Es decir, ya nunca más sabría dónde quedaba lo real y dónde lo inventado. No terminé la segunda carrera. La abandoné. Mientras vivía con mi abuelo, el cine llegó y lo jodió todo. El destino trágico se cumpliría. No me importaba. Tras la odisea en el espacio, ahora podía observar este mundo usando las reglas del otro. Comencé a clasificar mis vivencias según los géneros cinematográficos. Mi bisabuela: el terror, mi abuelo: el western, mi sueño de escribir: la ciencia-ficción… La realidad podía ordenarse como la estantería de un videoclub.
Del cine aprendí algunas cosas útiles para la vida, entre muchas otras que no servían para nada. Algunas de las inútiles las usé en mi escritura. Por ejemplo, que todo lo que es «completo» se divide en tres partes (Aristóteles), que un protagonista debe salvar a un gato, nada más comenzar la historia, para que el espectador conecte con sus objetivos (Snyder), que lo que está destinado al ojo no debe repetir lo que se destina al oído (Bresson), que una película sangrienta puede resultar relajante como un masaje en los pies (Ducornau), que la gente no habla en la vida real como hablan los personajes (Mamet), que hay que entregarse a la obra y ponerse a merced de los accidentes (Sang-soo), y que el espectador siempre gana, pero el autor siempre pierde durante el intercambio (Tarkovski), por citar siete ejemplos.
Dice Celine Sciama que el cine está cerca de la utopía, «un lugar que ni siquiera es un país». Estoy de acuerdo. Y añado (aunque no invente nada) que el cine es una paradoja temporal. La película nace en el pasado, en algún punto de la memoria del autor, y se dispara hacia el porvenir. Hacia lo que no existe. Cualquier relato, mientras avanza, ocurre siempre en un presente tensado. El final, bueno o malo, trágico o feliz, llegará más tarde. Pero mientras llega… ¡Oh, incertidumbre…! ¡Todavía es capaz de ser lo que quiera! El mundo real nos empuja fuera del tiempo, nos adormece, pero no así las películas, que nos meten dentro de él (nos hacen mirar noventa o ciento veinte minutos o más). Detienen la vida y nos obligan a estar allí con un propósito. Da igual si toman la forma de un biopic medieval o de una aventura en el siglo XXXII. Al entrar en el tercer acto, las películas cambian el destino de sus personajes, pero también de los espectadores que las ven e, incluso, por qué no, de los que las imaginan. Tal y como me ocurrió a mí. El muchachito desamparado que empezó a habitar los libros que, como en su primer relato de ficción, caían, o mejor dicho, despegaban desde una estantería. Platillos volantes dispuestos a trasladarle a otro universo. A una galaxia lejana, a miles de años luz, en la que todavía permanece y desde la que escribe estas palabras.