A veces tengo muy claro qué tipo de libros escribo –diría, mejor: qué tipo de libros me gusta escribir–, pero un rato después empiezo a dudar y el espiral de la incertidumbre me arrastra de manera irremediable hasta esa tierra incógnita en el que no se muy bien si lo que hago son novelas, ensayos, autobiografías, retratos, autorretratos. Lo vivo con un poco de culpa, como muchas cosas de mi vida (supongo que este no es el lugar indicado para desparramar mi neurosis), pero ahora me pregunto, sensatamente: ¿culpa de qué? ¿De no ser capaz de escribir una novela auténtica, tradicional, incuestionablemente novela? Cada tanto algún amigo me dice que lo que escribo está bien pero que ya es hora de hacer una novela, y yo interpreto que me dice que ya es una hora de escribir una ficción o, directamente, que llegó el momento de hacerme adulto. No puedo o no quiero, le contestaría, pero como no sé si no puedo o no quiero, le devuelvo alguna frase evasiva, exhumada del repertorio de frases prefabricadas con las que nos movemos en el día a día, esas que sirven para cambiar de tema sin que la conversación se interrumpa.
Me senté a escribir mi primer libro a los 27 años; hacía cuatro había muerto mi padre y quería escribir algo sobre él, sobre su muerte, sobre nosotros dos, pero no sabía cómo hacerlo. El «concepto novela» era una espada de Damocles que pendía, terrible, dramática, sobre mi página en blanco: una novela tiene que tener 300 páginas, muchos personajes, diálogos, progresión dramática; eso creía entonces, con una concepción algo ingenua o demasiado tradicional de la literatura; una idea paralizante de lo que es un libro que me había sido inseminada en mi paso por la Facultad de Letras de Buenos Aires y que yo aún no sabía cómo poner en crisis. Me parecía imposible escribir algo así. Era como cruzar un río a nado sin saber nadar.
Entonces encontré la forma de mi primer libro. En rigor, lo que encontré fue una estructura, y desde entonces me aferro a las estructuras como un religioso a su Biblia: puedo lanzarme a escribir sin un tema muy claro, sin un tono todavía definido, pero necesito saber que la estructura, que son las cuatro paredes y el techo de la casita del texto, están ahí para protegerme del vendaval que va a venir después, porque siempre en el medio de un libro se larga a llover. Nunca me pidieron un consejo pero, si tuviera que dar uno, quizás sería ese: construyan y sostengan una estructura, que es lo único que, si se rompe, no se puede arreglar.
Esa palabra es lo “híbrido”. De pronto, ya no era necesario estar buscando una categoría prestigiosa que rubricara lo que escribimos
Para ese primer libro, al que titulé Mi libro enterrado, encontré (y lo digo así, porque fue como hallar un pequeño tesoro todo para mí) un esqueleto de capítulos breves, que eran al mismo tiempo capsulas de lectura autónomas y partes de algo un poco más grande y que se encastraban unas a otras en una secuencia de saltos controlados en el tiempo. Empecé el libro soltando toda la información más dura, como sacándome de encima el imperativo de generar una intriga: «Mi padre murió hace cuatro años, un mediodía de octubre, en su departamento de dos ambientes en donde ahora vivo yo». Listo, el corazón del libro está sobre la mesa, ahora podemos ir y volver en el tiempo y reconstruir la historia que terminó en esa muerte sin la necesidad asfixiante de ir llegando a esa muerte como si fuera una novela policial. Borges decía que en la primera línea de un cuento tenía que estar contenido todo su sentido, incluso su desenlace. Quizás adopté, sin saberlo, esa lección del maestro.
Cuando salió ese primer libro, dejé de ser un autor inédito, y ese rito de pasaje me puso ante un aprieto, quizás un desafío: tener que hablar de lo que había hecho. A Ricardo Piglia le interesaban especialmente los primeros libros porque hasta ese momento el autor no está codificado por lo que la crítica y los lectores dirán de su trabajo; a partir del segundo libro, todos trabajamos, fatalmente, con la sombra de esos juicios previos. En Argentina y en casi todos los países de la lengua se hablaba ya con agotadora insistencia del «boom de la autoficción», pero la palabra nunca me gustó. Los dos términos que contiene la super-palabrita-de-moda me parecían, a su modo, errados, pero sobre todo creo que tener que contestar siempre si lo que escribimos es autoficción o no lo es termina contaminando lo que hacemos. No quiero decir que es mejor mantenerse virgen de etiquetas, pero escribir encorsetado por un género solo puede limitar los horizontes de nuestro trabajo.
Pero luego empezó a surgir con fuerza otra palabrita, que no es nueva pero adoptó un raro brillo contemporáneo, y con esa sí me empecé a sentir cómodo, incluso diría que me empecé a enamorar de esa palabra. Esa palabra es lo «híbrido». De pronto, ya no era necesario estar buscando una categoría prestigiosa que rubricara lo que escribimos: en el generoso país de lo híbrido no había leyes de inmigración, y cabían los ensayos personales, las novelas fragmentarias, las listas, los sueños, todos los monstruitos que antes no encontraban un espacio nítido en los estantes de las librerías. Cuando publicó Facsímil, a Alejandro Zambra le preguntaron, por supuesto, a qué género pertenecía, y él contestó: «No quise clasificar ese libro, pero si tuviera que obligatoriamente hacerlo, lo acercaría más a la poesía que a la prosa. Pero tampoco me interesa distinguir entre poesía y prosa. Creo que se exagera mucho con los géneros. Cuando gran parte de los libros que más nos gustan son híbridos». (Obligatoriamente: en esa palabra está la ironía que define el tono de Zambra).
Hay más citas (en la escritura híbrida se cita mucho). Margarita García Robayo escribió, en su conferencia ¿Qué tienes en la cabeza?, que «los narradores que más disfruto son los que se alojan en los márgenes. En los márgenes los géneros se caen y se quiebran». Y la argentina Clara Obligado, rememorando su recorrido literario en Una casa lejos de casa, apuntó: «Lentamente, libro a libro, empecé a escribir textos híbridos. Mientras investigaba en la forma, mientras la tensionaba, era también consciente de que estaba abandonando para siempre la nave del mercado. Mi pequeña zona ruinosa y liberada».
Le mando esa frase a un amigo y me contesta, incisivo: «A la vez, la nave del mercado, como la llama, ahora navega esas mismas aguas». Lo que dice es un poco cierto y un poco exagerado, pero en todo caso habrá que ver qué sucede cuando lo híbrido sea lo que el mercado promueva de manera masiva, si es que eso ocurre alguna vez. Allí habrá una oportunidad histórica y seguramente también una sentencia de muerte.
En 2019 publiqué un libro sobre Mario Levrero, el gran escritor uruguayo (escribo «gran» y me doy cuenta lo pomposo, lo afectado que suena para un Levrero). Es un retrato, un perfil. Quisiera decir dos cosas sobre ese libro. En el decurso de la investigación para armar el texto, me junté a conversar con un viejo amigo de Levrero, Eduardo Abel Giménez, en una cafetería del barrio de Belgrano de Buenos Aires. La charla derivó rápidamente en El discurso vacío, que es, junto a La novela luminosa, el mejor libro de Mario Levrero. Es un libro rarísimo, de una libertad radical. Levrero empieza a escribir un cuaderno con el único objetivo de mejorar su caligrafía; cree, amparado en ciertas teorías psicoanalíticas, que el estado de su letra escrita refleja su estado de ánimo, de modo que mejorar su letra es mejorar su vida. Levrero no quiere narrar. No quiere escribir una novela, diríamos. Escribir para escribir para escribir. Cuando ve que los hechos se empiezan a volver muy narrativos, se recrimina a sí mismo: ¡yo no quiero narrar! Ese cuaderno es el que leemos, y fue un paso decisivo en su evolución de autor: es la puerta que abrió al Levrero tardío, y La novela luminosa llevó a su punto de saturación ese procedimiento. Creo que Levrero fue un maestro involuntario de lo híbrido, y digo involuntario porque, charlando con Eduardo Abel Giménez, me confesó que él le dijo a Levrero que El discurso vacío era su mejor libro y Levrero admitió que sí, pero que no sabía por qué ni cómo lo había hecho. De hecho, luego de ese texto «retrocedió» a una instancia previa y despachó algunos cuentos más convencionales, de su etapa previa. «Estás volviendo al tipo que deambula de tus primeros libros», le dijo su amigo, y Levrero le contestó: «Ah, sí». A veces ocurre eso: el propio autor hace algo que lo excede y a eso también le llamamos inspiración.
Lo otro que quería decir de ese libro es que mientras lo escribía –fue un proceso largo, de años– entendí que el retrato es otro género híbrido en el que me gusta estar. Leila Guerriero dijo que «un perfil no es la mirada de la mamá, el hermano, la novia o el novio del entrevistado. Un perfil no es lo que el entrevistado escribiría sobre sí porque ese género ya existe y se llama autobiografía». Tampoco es una biografía, ni es un ensayo. Y creo que ahí hay un punto. Así como no termino de creerme el término novela para lo que hago, tampoco me atrevería a hablar de biografía. Una biografía es algo grande, definitivo, imponente. Un retrato es algo que no se sabe muy bien qué es, y en esa indefinición somos libres. Lo pienso como un documental escrito. Un retrato no es una biografía y ahí hay una clave: los géneros inciertos se definen muchas veces por oposición; no es esto, no es aquello, tampoco es lo otro.
Hace unos años, mi madre escribió un libro que se llama El libro de Tamar, en el que recuperó mucho tiempo después un poema de pocas líneas que mi padre le deslizó por debajo de la puerta cuando se separaron y le dedicó un capítulo a cada línea de ese poema, para reconstruir así su historia de amor. El libro –como mínimo– es poesía, es narrativa y es ensayo; una novela escrita por una poeta sobre la base de un poema escrito por un narrador: yo creo que es mucho más pero sobre todo es algo más. Un tiempo después ella quiso presentarlo a los Premios Nacionales de Literatura pero no sabía si mandarlo a la categoría de novela o a la de poesía. Creo que la mandó a la de poesía, amparándose en que siempre fue poeta y el jurado la identificaba como tal. No se lo dieron. Luego un productor de cine la contactó para hacer la película del libro, y presentaron el proyecto a un fondo de subsidios para la producción audiovisual del país. No sabían si presentarlo al concurso de documentales o de ficciones; erraron el criterio y el subsidio fue rechazado. No fue culpa del productor: de haberlo presentado a la otra categoría, también hubieran desacertado, porque por ahora los premios y los subsidios no contemplan una zona para los libros inciertos.
Por lo demás, habría que dedicarle otro texto a pensar por qué el género incierto, los formatos híbridos, se llevan bien con los materiales autobiográficos. Acá ya nos vamos quedando sin tiempo, pero creo que la respuesta está en el aire, y me arriesgaría a decir que una vida nunca es lineal; no hay causas y efectos, lo que viene después no es necesariamente un reflejo de lo que estuvo antes; la experiencia está fracturada y a veces las novelas y las biografías buscan ordenarla (una ilusión)
Ayer, mientras terminaba de escribir este texto, una amiga que acababa de leer un libro de estos de los que estamos hablando me llamó indignada: «Ya estoy medio cansada. Todos los libros son iguales. Fragmentos cortos, citas de Natalia Ginzburg, un poco de tragedia familiar, un poco de comedia». Como toda sentencia, está teñida por el halo de lo definitivo: la escuché y sentí que tenía razón, que ya no se escribe otra cosa y que corremos el riesgo de la saturación o la parodia. Sin embargo, solo para practicar el ejercicio del disenso, le pedí que mirara las listas de los libros más vendidos, los más traducidos, los más premiados: todas novelas. Ningún «librito híbrido inclasificable». Eso no significa nada, desde luego, pero dice algo: dice que estos libros todavía se escriben y se leen en una interzona, ni adentro ni afuera, en un borde hermoso e inclasificable, y creo que hay que preservar esa casa lejos de casa. Le terminé diciendo a mi amiga: «Lee una novela de ciencia ficción y después volvé al género, que lo vas a extrañar».
Por lo demás, habría que dedicarle otro texto a pensar por qué el género incierto, los formatos híbridos, se llevan bien con los materiales autobiográficos. Acá ya nos vamos quedando sin tiempo, pero creo que la respuesta está en el aire, y me arriesgaría a decir que una vida nunca es lineal; no hay causas y efectos, lo que viene después no es necesariamente un reflejo de lo que estuvo antes; la experiencia está fracturada y a veces las novelas y las biografías buscan ordenarla (una ilusión), pero otros autores asumieron que no hay orden posible y encontraron una forma que le hace justicia; una forma astillada, inestable, pero de gran honestidad. Porque al final se trata de eso, de escribir la vida, y no hay un género para hacer algo tan enorme y tan absurdo al mismo tiempo. Hace poco Gallimard sacó una caja preciosa con once libritos de Annie Ernaux al que le pusieron ese nombre, sencillo pero inapelable: Escribir la vida. Habría que estudiar esa caja para sacar alguna conclusión fuerte sobre todo esto que venimos pensando. Son todos libros muy cortos, autobiográficos, a los que hay juntar de a más de diez para alcanzar la imponencia monumental de las mil páginas, a la que muchos autores aspiran. Acá ya nos vamos quedando sin tiempo, pero de Ernaux siempre me interesó algo muy puntual: en ocasiones ha escrito dos libros sobre un mismo tema, incluso sobre un mismo episodio de su vida. Tiene, por caso, dos libros sobre su madre. Creo que ahí hay una enseñanza: ningún libro que escribimos es definitivo y diez o viente o treinta años después quizás hayamos acumulado un nuevo puñado de recuerdos, de ideas, de impresiones, y entonces lo que hay que hacer es lo que hizo ella: sentarse de nuevo, encontrar una estructura y escribir la vida, como la primera vez.