Coordinado por Valerie Miles

Fotografías de Nina Subin, Fondation Jan Michalski. Tonatiuh Ambrosetti y Nathan Jeffers

VALERIE MILES

Si existe una élite en el ámbito de la traducción literaria, vosotras dos pertenecéis a ella. Mariana, no solo has traducido El polaco del premio Nobel John Coetzee al español, sino que el libro ha sido publicado en tu traducción un año antes de que salga en el idioma en el que fue escrito. Coetzee es para buena parte de la crítica el escritor mago arquetípico, y el mayor novelista vivo. Además, actualmente con él estás escribiendo un libro acerca de la filosofía de la traducción. Jennifer, traduces del polaco al inglés la obra de una de las premio Nobel más recientes y más jóvenes, Olga Tokarczuk, y por tus traducciones habéis merecido múltiples premios, como el Man Booker International. Además, traduces asimismo del español a escritores como Federico Falco o Pedro Mairal. Pero también las dos sois novelistas, y Jennifer, tu primera novela, Serpientes y escaleras, la escribiste en español. La vuestra es una relación de suma intensidad con el idioma y el lenguaje: la de un deseo casi matemático-poético. Vamos a explorar eso.


MARIANA DIMÓPULOS

Querida Jennifer, en primer lugar, un gusto compartir este espacio en castellano contigo, o con vos – sé de tu estrecha conexión con Argentina-. Tengo preguntas de todo tipo en relación con las lenguas, con la práctica de la traducción en Estados Unidos, con las metamorfosis posibles y deseables en los textos que traducimos. No creo que ninguna sea especialmente original en sí; nos preceden antiguos y renombrados señores que hablaron del tema, desde Cicerón y Séneca hasta Quine. Veremos qué extraemos nosotras de todo esto.

No sé cómo habrá sido en el tuyo, pero en mi caso la traducción es una consecuencia del deseo de lenguas. Comenzó con la necesidad de leer autores que me gustaban y que necesitaba en su lengua original. Eso me llevó a vivir en otro país (Alemania) y a dedicar algunos años a esa inmersión en el alemán. Después llegó el inglés (más seriamente que en la escuela, de la mano de los novelistas ingleses del siglo XIX) y después el francés. Y ahora viene la pregunta, porque concierne al salto a las lenguas eslavas, ese que vos diste y que yo trato de dar estudiando, hace un tiempo, el ruso. Entonces, en concreto, mi primera pregunta: ¿cómo fue en tu caso la llegada al polaco? ¿Estaba la traducción en primer lugar o el deseo de la lengua? ¿Y el castellano, que tan lejos queda de Polonia al parecer?

Y ahora, para abrir otro campo antes de pasarte la palabra, me adelanto a formular también la «pregunta sociológica» de cómo es vivir en un país en donde, según dicen las estadísticas, la traducción cumple un papel menor en el mundo editorial. En ese sentido, y si vale en algo la comparación, Estados Unidos es en mi imaginario una suerte de reverso de Argentina (o de México, pongamos), donde la práctica de la traducción parece haber sido central para la tradición editorial y de escritura, y en donde la figura del escritor-traductor es bastante común, empezando, si se quiere, por el emblema-Borges, y de ahí en adelante. Un saludo otoñal desde Berlín

JENNIFER CROFT

Hola Mariana, muchísimas gracias por tu carta y qué lindo que estés en Berlín, que para mí compite con Buenos Aires por el título de mejor ciudad del mundo, o tal vez del hemisferio oeste, que es la única parte del mundo que conozco. De hecho, últimamente pienso mucho en Berlín, pero volvamos a eso a su debido momento.

Primero quiero contestarte las preguntas que me hiciste sobre las lenguas y el polaco en particular. El primer idioma eslavo que estudié también fue ruso. Eso empecé cuando tenía trece años, sola, con libros y cintas de casete que tomé prestados de la biblioteca pública de Tulsa, Oklahoma, el lugar donde pasé toda mi infancia y adolescencia. Tal como vos decís, en general en los Estados Unidos no priorizamos el estudio de otros idiomas, pero a mí siempre me fascinó el lenguaje en general, los misteriosos signos del alfabeto, los sonidos individuales de palabras que contenían varios significados a veces contradictorios, y el ruso me dejaba complicar todo eso aún más, con otro alfabeto y una gramática que es completamente distinta a la de inglés, que me pareció alucinante en esa época y que todavía es muy importante para mí, la sintaxis eslava por ejemplo cambió la manera en que escribo, me flexibilizó o me liberó incluso para expresarme más directo, pero por supuesto no podía saber cuando tenía trece años que todo eso iba a pasar, o que estaba pasando. Sólo estudié y traté de leer lo que había en la biblioteca. Al cabo de dos años, empecé a estudiar con un poeta ruso bastante conocido, Yevgueni Yevtushenko, y fue él quien me hizo pensar por primera vez en la traducción. Con él también viajé por primera vez a Rusia (fuimos varios estudiantes de ruso de la Universidad de Tulsa), pero al cumplir ese sueño me di cuenta de que la cultura rusa no era lo que me imaginaba, no estaba segura de querer continuar con mis estudios. Ahí descubrí el polaco.

Es verdad que la traducción literaria no forma una parte importante del mundo editorial en los Estados Unidos. Tal vez por eso decidí dedicarme a la traducción de escritoras polacas contemporáneas, o sea, fue un acto de solidaridad, más allá de la actividad literaria en sí. Por un lado, la traducción al inglés significaría para ellas más lectores y, seamos honestos, más dinero. Pero, por otro lado, siempre me pareció ridículo en el extremo el provincialismo del mundo angloparlante. Una cultura literaria cerrada no puede avanzar, cambiar, expandir. Paulatinamente, sin aire, se muere. Quise ofrecerles a los angloparlantes otras ideas, otras formas, otras costumbres, para que pudieran crecer.

No sé qué pensarás de todo esto, vos que tradujiste a autores ya muy canonizados como Walter Benjamin o Theodor Adorno, que tal vez es otro tipo de traducción. Ya me dirás. Me da intriga también lo que dijiste sobre la figura del escritor-traductor en la tradición argentina (entre otras). Me gustaría saber si tu trabajo como traductora influye en tu escritura, o si son más bien actividades distintas para vos.

Te dejo ahora porque necesito llevar a mis mellizos al pediatra. Cumplieron seis meses y se tienen que vacunar. Un saludo otoñal desde Tulsa, Oklahoma.

Lo más disfrutable del proceso de traducir para mí sería el primer paso, el borrador rápido que escribo a partir del texto original, sin preocuparme demasiado con la fluidez o incluso la gramaticalidad en inglés

MARIANA DIMÓPULOS

Hola Jenny, gracias por tu respuesta; se ve que no me equivocaba tanto al plantear la pregunta, pues según tu narración lo que hay en el inicio de tu tarea traductora también es el deseo de lenguas y de la experiencia de la diversidad lingüística. Con los años, he llegado a la conclusión de que a mí no solo me gusta aprender lenguas, sino que también me fascina, en cierto modo, el estado de indefensión casi infantil, ese momento del comenzar todo de cero, de cuando estamos en el proceso de adquirir una nueva lengua. La experiencia primordial para mí fue con el griego, lengua que no conozco a pesar de que es la primera lengua de mi padre. Mi casa siempre fue muy española, determinada por mi madre y su familia, que son todos nacidos en Galicia. Pero en paralelo, tengo el recuerdo de la infancia de pasar tardes enteras en casa de mis primos griegos, donde (de a ratos) se hablaba una lengua y se escuchaba una música de las que nunca entendí más que tres palabras. Quizá todas las lenguas que quiero y que quisiera estudiar son un remedo de esa falta. Extraño corazón lingüístico humano.

Estoy completamente de acuerdo en que la traducción puede estar motivada por la idea de poner en circulación, de mostrar y de, simplemente, dar algo a alguien. Me pasó con la filosofía, donde la idea principal siempre fue para mí reparar en errores, subsanar malas interpretaciones, meterme a hurgar en las dificultades de los conceptos y poner cosas en claro. En la universidad, me cansé de leer malas traducciones de filosofía y de teoría, que nos dejaban siempre ese sin sabor –ese sin saber– del no entiendo.

Con respecto a la traducción y a la escritura propia, siempre traté de mantener esas dos tareas bien separadas, cosa que no es más que una ilusión. Siempre temí que cualquier cosa pudiera «contaminarme» la escritura. Más de una vez escuché decir que mi modo particular de escribir la frase castellana, por ejemplo, expulsando elementos hacia el final de la oración, me viene del alemán. No lo sé; creo que es complejo hablar con objetividad de lo que uno escribe, que está siempre bajo la doble sombra de la duda más rotunda y de la más ingenua exaltación.

Ahí va la siguiente pregunta: ¿qué es para vos lo más disfrutable y lo más detestable del proceso de traducir? Y si quisieras explayarte también, ¿cómo se combinan escritura y traducción?

Sí, podríamos hablar mucho de Berlín. Nosotros (mi esposo y yo) tenemos un amor genuino y antiguo por esta ciudad. Vivimos acá casi cinco años en nuestra segunda juventud. Ahora estamos de vuelta y nos damos cuenta de que por dentro le seguimos siendo fieles todos estos años.

JENNIFER CROFT

Te iba a preguntar sobre el griego, muy interesante lo que decís sobre eso y el estado infantil de no entender, el placer tal vez de anticipar la revelación de algún misterio, que, por supuesto, es mayor que el placer de darse cuenta de que Tisch no se refiere a nada más que mesa, que Stuhl significa silla, que en realidad no hay misterio alguno. Por eso la gente le gusta tanto la idea de lo intraducible. ¿A vos qué te parece esa noción de que hay palabras que no se pueden traducir? Circulan varios listados por internet: gumusservi en turco es el resplandor de la luna en el agua; Kviðmágur significa en islandés dos chicos (o chicas) que se acostaron con la misma persona. Más allá de ese tipo de ejemplo, seguramente tuviste que inventar palabras o frases para traducir la filosofía alemana al español, ¿no?

Ahora se me ocurren otras preguntas, tal vez no tan relacionadas: ¿Tenés palabras favoritas en alemán? ¿En francés o inglés? ¿En castellano? ¿Y cuál es tu idioma favorito? ¿Escribís en alemán?

Lo más disfrutable del proceso de traducir para mí sería el primer paso, el borrador rápido que escribo a partir del texto original, sin preocuparme demasiado con la fluidez o incluso la gramaticalidad en inglés. O es antes que eso, el encontrarme con escritores nuevos, leer a alguien por primera vez y enamorarme. Lo más detestable viene justo después del enamoramiento ese: el esfuerzo que tengo que hacer para convencerle a algún editor norteamericano o británico que valdrá la pena publicar a Olga Tokarczuk, escritora que nadie conoce, que viene de un país que nadie conoce, que escribe sobre cosas raras e impronunciables. Me llevó diez años conseguir una editorial para Flights (novela conocida en español como Los errantes, traducida por Agata Orzeszek Sujak), que después ganó el premio Booker. Me agota ese proceso, pero también reconozco que forma parte integral de mi misión.

Con respecto a la relación entre mi escritura y mis traducciones, a mí me gusta la contaminación. Me encanta responder a un libro que traduje con otra obra de ficción. La novela que termino de escribir ahora es una respuesta a Los libros de Jacobo (también de Olga Tokarczuk), inspirada también en Witold Gombrowicz, escritor polaco que vivió 23 años en Argentina. Cuando terminé de traducir Un cementerio perfecto de Federico Falco escribí un cuento propio no exactamente en el estilo de Fede, sino con un núcleo moral que me pareció por lo menos cercano a él en esa colección. Me gusta pensar en la literatura como una conversación a través de varios tiempos e idiomas. Supongo que es una manera de no sentirme tan sola a pesar de que nuestra profesión es bastante solitaria.

Por suerte nos mandamos estas cartas. Y te mando un abrazo

MARIANA DIMÓPULOS

Hola Jenny, qué bien, solo tengo palabras de admiración para el trabajo que describís como parte de tu misión de traductora: descubrir autores, encontrarles un medio para su publicación, y luego ingresar a la tarea propiamente dicha de provocar el transfer entre una lengua y otra, entre el otro texto y el tuyo. Esa es la figura cultural del traductor por excelencia; un ser anfibio y fundamental que hace que las culturas se conozcan y que la literatura se enriquezca. Es notable hasta qué punto, con la idea de las «literaturas nacionales», perdemos la noción de cuánto los libros traducidos, desde la Biblia en adelante, han determinado lo que escribimos en nuestra lengua. El poeta Hölderlin inventó para esto una bella y pequeña dialéctica, que es una maquinita de negar nuestros lugares comunes. Él decía que lo que nos parece lo más propio en realidad nos es ajeno, y lo que nos parece ajeno y lejano, nos es propio y nos constituye. Esta me resulta una de las mejores imágenes para describir el lugar delicado de quien traduce y vive entre lenguas.

Claro, a veces pasa lo contrario, y es cuando el libro o el autor ya están consagrados y nos ordenamos en una larga serie de otros que ya han leído y ya han traducido. Eso pasa con los clásicos, pasa mucho en la filosofía. Ahí el trabajo es otro, estamos en el mundo de lo sacro casi. O con los autores de ficción de larga trayectoria y mucho reconocimiento. A mí me pasó, últimamente, al traducir el más reciente libro de J.M. Coetzee. Había traducido ya alguno de sus ensayos, pero este caso era especial en un doble sentido: no solo porque Coetzee lee bien castellano y se planteó un trabajo conjunto de revisión y comentarios, sino porque este libro –al igual que sus dos anteriores– se edita primero en traducción castellana y luego, más tarde, en la versión original en inglés. Por supuesto, saber que la traducción iba a hacer las veces de original por algún tiempo también determinó el modo de mi trabajo y la forma final del texto, que tuvo algunas modificaciones. Tan interesante resultó la colaboración y la idea de Coetzee de hacer de la traducción un original temporario, que hemos empezado a escribir un libro en conjunto que trata sobre la traducción, las lenguas, y la circulación de libros en un mundo donde los intercambios culturales son todo menos igualitarios y justos. Será bilingüe y dialógico: un conjuro de similitudes y diferencias.

Con respecto a las palabras, creo que vivimos ilusionados por la palabra perfecta y reverenciamos –demasiado– la concisión de decir algo con un solo término. Creemos que, porque no hay en castellano, por ejemplo, una palabra con todas las resonancias de Gemütlichkeit o de saudade, entonces estamos convencidos de que no se puede traducir. Para mí es el caso contrario. La traducción empieza ahí donde termina todo automatismo, donde ya no vale poner «casa» en lugar de «Haus». De modo que, por principio, no hay intraducibles; lo que sí hay es más o menos trabajo para decir de nuevo otra vez lo mismo, pero para otros, y siguiendo las reglas de otro juego.

Por último, siempre pensé que, en condiciones de privilegio, las lenguas se aprenden simplemente por enamoramiento. Mi idilio con el alemán continúa, aunque lo hablo muy bien lo sigo cortejando y deseando, como una amante a su amado. ¡Que sigan las cartas!

PD: ¿Cómo es, en tu caso, la influencia contraria, es decir, de la escritura sobre la traducción? Y en general, ¿cuándo empezaste a traducir? ¿Estaba ligado a un proyecto de escritura en general?

JENNIFER CROFT

Perdón por la demora en contestarte, a veces a los mellizos no les gusta que no les preste atención. A veces, en general a la noche, tampoco les gusta dormir. Recién ahora, cuatro días después, leo lo que escribiste sobre tu nuevo proyecto con Coetzee. No hay manera de decir, en ningún idioma, cuánto me encanta esa idea. También tengo muchas preguntas sobre eso. Había leído hace un par de años un artículo en Clarín sobre la relación de Coetzee con las traducciones al castellano argentino de sus libros. (Si bien recuerdo, es importante para él que sus traductores sean argentinos, ¿o no?) Él decía ahí que él ve esas traducciones como las originales verdaderas de sus libros. Que, por varios motivos, entre ellos la hegemonía del inglés en el mundo, el prefería las versiones en castellano a las que él escribió. ¿No es única esa filosofía de escritura y traducción? Siempre me pregunté por qué Coetzee no empezó a escribir en castellano directamente, como sabemos eso sí pasa (tantos angloparlantes no tienen idea de que Conrad era polaco, por ejemplo, pero hay muchos ejemplos y me quiero limitar a ese). ¿Será porque el inglés todavía le da ternura? Yo siento eso, a veces, como si las palabras en inglés fueran mis amigos de siempre, no como las palabras en otros idiomas, que acabo de conocer. ¿O será porque él quiere colaborar con alguien? El libro que están escribiendo en conjunto a mí me sugiere esa posibilidad. Yo siempre quise escribir una novela con alguien, bilingüe o no, porque me parece que el formato del dueto funcionaría muy bien en la literatura. En todo caso leeré el libro Coetzee-Dimópulos tan pronto como salga a la venta (no importa lo que digan los mellizos).

Uno de los libros que estoy escribiendo ahora se trata de las postales, que fueron inventadas a finales del siglo XIX por un berlinés cuya meta era facilitar la «bare communication», o esa es la traducción del alemán que yo leí (lamentablemente no había nombre del traductor así que no sé a quién atribuir la frase). ¿Qué sería la forma de comunicación más pura, más original, más directa, incluso más desnuda? Y si desnudamos la comunicación, ¿no le tenemos que sacar las palabras?) También pienso que es una creación bastante rara, híbrida (palabras + imágenes), ahora más que nunca íntima, pero a la vez muy expuesta a la mirada de los demás.

MARIANA DIMÓPULOS

No sabía nada y nunca me había preguntado por el origen de las tarjetas postales. Me parece un gran tema para un libro. Desde la ficción o el ensayo, se me ocurre que nosotros, que somos contemporáneos de una revolución de la comunicación, hemos desarrollado un especial interés por las formas que ahora ya casi no nos resultan válidas. Antes de que se pierdan, hay que mirarlas bien para despedirlas mejor. Pienso en Walter Benjamin y en sus reflexiones sobre la relación entre las imágenes y las palabras. El tema me apasiona, y también tengo un proyecto de escritura sobre eso, pero todavía está muy verde. En su primera forma, fue en respuesta a un pedido de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires para dar una conferencia sobre una escritora que pintaba, Alejandra Pizarnik, y una pintora que escribía, Remedios Varo. Pero el asunto sobrepasa en mucho el caso de ese cruce, digamos, biográfico entre representar con imágenes y decir con palabras.

Con respecto al libro con Coetzee, la verdad es que nació un poco del entusiasmo que me causó su gesto y de las coincidencias que encontramos al evaluar cómo funcionan las estructuras de poder en el mundo del libro. Sí, su gesto es por un lado sutil y por el otro rotundamente político. Así que el librito conjunto debe cubrir desde la descripción, si se quiere, un poco más general sobre la traducción y su naturaleza, hasta cómo circulan los libros en este mundo, quién determina qué se edita y qué se traduce, cuál es el papel de las editoriales del Norte, pero también quién tiene derecho a enunciar qué cosa en qué lengua, y en general qué significa hablar una lengua y cuánto eso nos determina. Estamos en plena etapa de producción; será un libro dialógico. El working title es Subverting the order of things. Lo interesante es que lo estamos escribiendo en inglés y luego será traducido por una tercera persona al castellano. Una vez más, ahí me veo cruzando fronteras lingüísticas, con esa mezcla de temor y candor que para mí está siempre en la base de cualquier proyecto de escritura – no únicamente, claro, porque lo que empuja son la convicción y la pasión, pero siempre hay ahí merodeando una sana pizca de ingenuidad.

Espero que los mellizos hayan querido dormir estos últimos días. Qué aventura y qué desafío. Un saludo muy cálido desde la nieve.

JENNIFER CROFT

Otra vez te tengo que pedir disculpas, entre tu última carta y ahora me fui a Los Ángeles a recuperar a mis gatos mellizos, me quemé el brazo preparando comida de Navidad mientras lloraban los mellizos humanos y entregué a la editorial la novela-respuesta a Los libros de Jacobo de Olga Tokarczuk, que también es un libro sobre la traducción. También un intento de entender cómo circulan los libros en este mundo, acá en la novela es como si fueran micelio, o sea, algo omnipresente y necesario que no vemos, o que no queremos ver. Me encanta el título Subverting the order of things.  Y el proyecto sobre la relación entre las imágenes y las palabras también. Una vez escribí algo sobre Alejandra Pizarnik. Me asombran los artistas multidisciplinarios, me pregunto si vos también pintás o tocás algún instrumento o si tu relación con la(s) lengua(s) es más bien exclusiva, como la mía, aunque a veces experimento un poco con la fotografía. Te mando una foto de una tarjeta postal que compré hace años en LA, del Berlín de la infancia de Walter. No tengo ni idea qué dice y no sé si quiero saber.

Postales de Berlín de la época de la infancia de Walter Benjamin

Valerie Miles. Nacida en Estados Unidos y radicada en Barcelona, Valerie Miles es escritora, editora, y traductora. Dirige Granta en español desde 2003 y fundó la colección de clásicos contemporáneos en español de The New York Review of Books durante su periodo como subdirectora de Alfaguara. Es colaboradora de The New Yorker, The New York Times, El PaísThe Paris Review, y Fellow del Fondo Nacional de las Artes de Estados Unidos, por su traducción de Crematorio de Rafael Chirbes. Fue comisaria de la exposición Archivo Bolaño, 1977-2003, con el equipo del CCCB de Barcelona, fruto de una larga investigación en los archivos privados del escritor. Su primer libro, Mil bosques en una bellota, fue publicado con el título A Thousand Forests in One Acorn en inglés. 

Mariana Dimópulos. es una narradora, ensayista y traductora argentina. Como narradora publicó las novelas Anís (2008), Cada despedida (2010), Pendiente (2013) y Quemar el cielo (2019). Ha editado y traducido a Walter Benjamin y a Theodor W. Adorno, y cuenta entre sus otras traducciones a autores como Robert Musil, Martin Heidegger y J.M. Coetzee. Como investigadora, se dedica a la tradición de la filosofía alemana y a la filosofía del lenguaje. Es autora del libro de ensayo Carrusel Benjamin (2017). Ha dictado seminarios de grado y de posgrado en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y es actualmente profesora invitada de la Universidad de Saarland. Colabora con medios gráficos y revistas especializadas. Vive en Berlín.

Jennifer Croft. ganó una beca Guggenheim en 2022 por su novela Amadou, el Premio Internacional de Escritura William Saroyan 2020 por su novela Homesick y el Premio Internacional Man Booker 2018 por su traducción del polaco de Flights (conocido en español como Los errantes), de la premio Nobel Olga Tokarczuk. También es autora de Serpientes y escaleras (la versión original de Homesick) y Notes on Postcards (Apuntes sobre las postales), así como traductora de Un cementerio perfecto de Federico Falco, Agosto de Romina Paula, La uruguaya de Pedro Mairal, Los libros de Jacobo de Olga Tokarczuk, Desarticulaciones, de Sylvia Molloy, y Dos sherpas, de Sebastián Martínez Daniell. Tiene una MFA de la Universidad de Iowa y un doctorado de la Universidad Northwestern. 

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