Coordinado por Valerie Miles
VALERIE MILES
La literatura, como sabemos, es una subversión del lenguaje. Y tener una lengua significa pertenecer a su cosmovisión, a su tradición, aunque se ambicione romper con ella, como tanto les gusta a los jóvenes escritores desde hace siglos. Hay personajes de ficción que son tan familiares, célebres, queridos, que nos cuesta creer que no hayan existido de verdad: ¿cuántas personas buscarían la tumba de Anna Karenina, Aureliano Buendía, Gatsby o el mismo Ulises? No son más que letras juntas para formar palabras, y palabras seleccionadas y reunidas secuencialmente siguiendo una estructura sintáctica. Son una ilusión, un embrujo, magia. Y por eso nos sigue fascinando la anomalía, casi el milagro, de escritores que se expresan en un idioma que quizás no les corresponde por su biografía. Volvemos a indagar en el tema de la identidad anfibia, partida, y de la lengua, en esta ocasión con Dimas Prychyslyy, ucraniano de nacimiento, tinerfeño de formación y sevillano de corazón; y Mariana Travacio, argentina de nacimiento, pero cuyas lenguas biográficas son el portugués y el francés. ¿Cómo decantarse por un idioma como material artístico cuando se tienen varios idiomas al alcance y cómo puede un accidente biográfico abrir las compuertas a un mundo bis?
DIMAS PRYCHYSLYY
Mariana, querida, me vas a perdonar, pero se me ha olvidado cómo debe escribirse correctamente una carta. Quizás porque el olvido, y la incorrección acaso, son una constante, no buscada, en mi vida. Siempre digo que uno es de donde ha hecho el bachillerato, y siempre salen veinte idiotas a contradecirme. Parece que uno es de donde dicen sus papeles. Hace poco una funcionaria me dijo: «si no hay documentos, no hay persona». Y los dos nos quedamos mirando desafiantes (ella con los papeles en las pupilas, yo con la persona sobre los papeles). Qué aburrimiento más grande. Hemos superado las cuestiones del sexo, del género, las cuestiones raciales, las profesionales, las literarias incluso, las familiares, pero no hemos conseguido difuminar las fronteras, no hemos conseguido quemar los mapas. Hablaba Clarice Lispector sobre aquello de «la soledad de no pertenecer», yo siento contradecirla y planteo «la libertad de no pertenecer», te juro que me reconforta infinitamente más que ese reproche absurdo del no pertenecer, ¿quién demonios tiene la culpa? Nos enseñan lo de ser ciudadanos del mundo, pero no nos enseñan a ponerlo en práctica; nos enseñan a viajar, pero no a zambullirnos sin prejuicios en la cultura de ese destino; nos enseñan un idioma para volvernos esdrújulos (tildados por sistema, monócromos): nos enseñaron inglés. Nada tengo contra el inglés más que la rabia de no haber conseguido aprenderlo. Pero, ¿por qué unas lenguas unen y otras separan? ¿Quién rige en eso? Yo no tengo respuesta.
Mis padres me trajeron aquí sin preguntarme, y sin preguntarme olvidé la lengua materna (que es mi segunda lengua) y me hice con otra para hacerme entender y convertirla en primera, en la lengua madrastra que es mi instrumento primero para subsistir, opinar y llevar la contraria. A la pregunta «¿y tú de dónde eres?», suelo contestar «y a usted qué coño le importa, déjeme hablar un poco y luego juzgue». Esa es mi libertad de no pertenecer, Mariana. Un poco agresiva, ¿verdad? Lo sé… Ay, tú perdona, pero me has cogido con la sangre de pie con este tema. Arroja un poco de luz sobre mi ira, haz el favor.
MARIANA TRAVACIO
Te he leído anoche muy tarde, en el tren, mientras volvía de La Garriga. Entiendo lo que me planteás: criada en Brasil, en un liceo francés, sigo intentando apropiarme de mi castellano rioplatense: ese español que a ratos se me tiñe de mis lenguas infantiles, como si esas lenguas vinieran a recordarme que acaso en otro tiempo pude pensar de otra manera, o tener otra mirada. ¿Qué otra cosa es una lengua si no una cosmovisión del mundo? Hay cosas que las pienso en portugués y cuando quiero traducirlas a la lengua que he escogido, se me pierden los matices, la cadencia o la música. Entonces desecho la idea y trato de repensarla en castellano y, mientras lo hago, me doy cuenta de que algo se me pierde en esa operación. Pero supongo que a un escritor no le queda más remedio que hacerse de una lengua, como bien decías. El problema es que una vez apropiada, resulta insuficiente: se ve obligado a romperla. Esto me recuerda a Quignard, cuando decía que las palabras se trabajan como las piedras: con el cincel, utilizando un mazo. O incluso, a Deleuze, cuando decía que la literatura supone un doble proceso: la descomposición o destrucción de la lengua materna y, al mismo tiempo, la invención de una nueva lengua en la lengua, por creación sintáctica. Y, en este sentido, hay una parte de tu misiva que me ha generado una profunda curiosidad. Me decías que «olvidaste» tu lengua materna para hacerte de otra: tu lengua «madrastra»: esa lengua que es hoy tu instrumento primero.
Te abrazo desde unos cielos encendidos por los fuegos inagotables de la noche de San Juan.
Nos enseñan a viajar, pero no a zambullirnos sin prejuicios en la cultura de ese destino; nos enseñan un idioma para volvernos esdrújulos (tildados por sistema, monócromos): nos enseñaron inglés. Nada tengo contra el inglés más que la rabia de no haber conseguido aprenderlo. Pero, ¿por qué unas lenguas unen y otras separan? ¿Quién rige en eso? Yo no tengo respuesta
DIMAS PRYCHYSLYY
Me encanta que saques a Deleuze, ese fue un poco mi proceso: el de la descomposición y la invención de la lengua materna en favor de un artefacto lingüístico que algunos han llamado «acento de coctelera». No creo que fuese voluntario ni premeditado, pero sí tuvo un papel importante el entorno. El colegio como metáfora terrible de la vida, la cancha del recreo en concreto, es un infierno en el que te lo juegas todo, hay que defenderse, estar alerta, definirse a riesgo de ser conocido por todos como el extranjero. Supongo que a mis ocho años eso fue lo que pasó, matar la lengua madre y aceptar la impuesta como propia. Y creérmelo. A mi hermano mellizo le pasó lo mismo, y el papel de un padrastro andaluz también mantuvo un papel importante.
Un día decidí no volver a hablar ruso y al cabo de un tiempo comprobé con sorpresa que ya no era capaz de hablarlo con fluidez; luego iría a varios cursos, pero ahora tanto el insulto como el sueño, que son algo primitivo e involuntario, me salen en español.
Con la lengua, como en casi todo, entendí a una edad temprana que si quería vivir aquí y contar historias (lo primero que escribí lo escribí en ruso e iba de una monja encerrada en una celda, y al ver la cara desencajada de mi abuela me di cuenta de que quizás valía para esto) debía hacerme con la lengua, para hacerme luego con el lugar y con la gente. ¿Hay cosas que solo se pueden decir en un idioma y ahí está la magia del asunto?
Te devuelvo los abrazos bajo las pavesas de esos fuegos inagotables.
VALERIE MILES
Pensando en mi querido Melville y su Moby Dick, se me viene a la cabeza un párrafo que comparto a modo clandestino: «[…] con los ojos ardiendo como carbones que siguen encendidos en las cenizas de una ruina, el inflexible Ahab permanecía en la claridad de la mañana […] pero el dulce aroma de ese aire encantado […] ese aire feliz , ese cielo seductor por fin le acariciaba […] la tierra madrastra, tanto tiempo cruel y hostil, ahora rodeaba con brazos apasionados su cuello terco y parecía sollozar junto a él de felicidad, como por alguien a quien, por más empedernido y desviado, aún tenía un corazón para salvar y bendecir […] una lágrima cayó al mar desde los ojos de Ahab; el Pacífico nunca contuvo tanta riqueza como esa única gota de dolor». Nada, a seguir…
MARIANA TRAVACIO
Recién regreso de mi despedida de Barcelona. Qué bella experiencia leerte. En efecto, la cancha del recreo es un infierno: el sitio perfecto para que te reconozcan como extranjero. Estamos hablando de la misma edad. Me acuerdo ahora de Paul Celan: en su tiempo, si pronunciabas mal el alemán, en la frontera, acababas deportado. Y, sin embargo, Celan elige la lengua alemana, la del asesino, como acto de resistencia. No la habla con sus hijos, pero la defiende como trabajo poético: como espacio de resistencia, o de memoria. Te leo: «un día decidí no hablar ruso, ya no era capaz de hablarlo con fluidez». Sigo leyendo: «el insulto y el sueño me salen en español». Me traés recuerdos. Se compone de pasar y de puerto. Pienso en el sentido del pasaporte, una salida: lo que te permite cruzar una frontera. Muchas, dice Bolaño, pueden ser las patrias de un escritor, pero uno solo su pasaporte: la calidad de su escritura. Dice esto para agregar en otro texto: la única patria de un escritor es su biblioteca. Me da mucha curiosidad preguntarte por tu biblioteca. ¿Dónde te has detenido? ¿Dónde te has deslumbrado? ¿Cuáles mojones te componen?
Me has preguntado si hay cosas que solo se pueden decir en un idioma. Pienso en la palabra «luar». Esa palabra, en portugués, se compone de cuatro letras. Para trasponerla al castellano necesitamos unas doce palabras: algo así como «la luz de la luna llena en las noches de cielo claro». Necesito una infinidad de palabras para trasponer algo tan sencillo como la maresia, que todo lo enferruja.
Mañana parto a Venecia muy temprano. La noche está calma, por aquí, ya sin fuegos. Hoy nos toca el puro silencio de la madrugada.
DIMAS PRYCHYSLYY
No puedo estar más de acuerdo con esa patria de Bolaño, para mí la lengua ya lo es de por sí, y el paraíso de la biblioteca no deja de ser un personal laberinto en el que se atesoran las muestras de los que mejor la han sabido manejar. Reconozco mi predilección por la literatura hispanoamericana, mi formación filológica en Salamanca ha influido mucho en esto: los cubanos Alejo Carpentier y Virgilio Piñera, Miguel Ángel Asturias o el fango glorioso de Néstor Perlongher en cuyas inmersiones lingüísticas con tanto gusto he naufragado. El mismo Bolaño, Cristina Peri Rossi, María Fernanda Ampuero, Raúl Zurita, qué sé yo, hay tantos… Saltando al lado opuesto, al ruso, ando descubriendo un grupo curioso de autores, más o menos decadentistas, que formaron parte de la Edad de Plata: Zinaida Gippius, Mijaíl Kuzmín, Vyacheslav Ivanov y su esposa Lidia Zinóvieva-Annibal, los Mandelstam, entre otros, que se congregaban en el ático de Ivanov en San Petersburgo, que llamaban La Torre, para hacer fiestas de disfraces, sesiones de espiritismo y compartir sus relajos de promiscuidad. Es un mapa para otear mis baldas.
Me asalta ahora la obra brillante y la vida terrible de la mal apellidada, por influjo francés, deduzco, Irina Némirosvky (debería ser Nemirovska o Nemiróvskaya, si se traduce del ruso). Ella también nació en Ucrania y escribió en francés, tuvo una relación atormentada con la madre, tema que me interesa mucho, y ese desenlace terrible, como tantos otros, solo por el hecho de ser equis.
La dictadura de pertenecer, de nuevo, qué asunto más terrible. También te diré que yo no tengo una sensación de pérdida, no conozco más que España, y su cultura y sus gentes son mis gentes y mi cultura, no me ha supuesto ningún trauma, ni se ha reflejado esto en mis libros. ¿Se ha convertido el exilio en tema literario en tu obra, aunque sea de refilón?
Entiendo que hay algo de involuntario en el exilio. Yo tuve la suerte de haberme criado en Canarias. Más allá de que me llamaran el girufo, o dijeran «mira, mira lo rojo que se pone», no me he sentido fuera de nada, porque casi todos los que vivíamos en esa parte de la isla de Tenerife no éramos de allí y eso suponía una libertad y un enriquecimiento fantástico.
A veces creo que escribimos con una pala y un pico en la mano: excavamos. Hay algo ahí, al fondo de toda la tierra, al final de la memoria, que no se deja decir. Por suerte. Si pudiéramos decirlo todo, ya no habría escritura. Supongo que no nos quedará más remedio que seguir vagando, acaso en círculos, como si no pudiéramos distinguir si el camino va o vuelve
MARIANA TRAVACIO
Acabo de llegar a Venecia y me encuentro con tu carta. Debe haber llegado mientras estaba en el avión. Tu primera carta me llegó mientras me subía a un tren. Y esta carta, de hoy, me llega mientras estoy en el avión. Pienso en tu pregunta sobre el exilio y se me ocurre que podría contestarte con los trenes y los aviones. Nada podría definir mejor mi infancia: una despedida constante, sin quietud alguna, esa pura errancia entre dos países y en tres lenguas: por la mañana el francés, por la tarde el portugués y la cena en español. Mi padre y mi madre no querían que mi hermana y yo perdiésemos la lengua materna. Hacían esfuerzos ingentes: yo pedía el garfo, en la cena, y no me lo daban, hasta que yo pedía el tenedor. Y si pedía la faca, hacían lo mismo, hasta que yo pedía el cuchillo. Debo agradecerles: eso me permitió reinstalarme en mi lengua materna cuando decidieron volver al país. Me preguntabas, en tu carta, si algo de esto se filtra en mi escritura. Te diría que sí, ¿cómo evitarlo? Creo que escribimos desde todo lo que nos compone. Escribimos -ante todo- porque hemos leído: volvemos a las bibliotecas, hay una relación nupcial, de procreación, entre lectura y escritura. Y, en mi caso, sí, claramente: indago la escritura como una deriva. Porque la escritura no es un puerto, no es una bahía, no nos cobija. Es una navegación a ciegas y es pura intemperie. Y por esas aguas y en esa deriva, cincelando los sonidos de una lengua, vamos navegando. Te dejo un abrazo, mi querido, y que tengas una bella noche.
DIMAS PRYCHYSLYY
A mí también me ha pillado esta correspondencia entre trenes y próximos aviones (de ahí que me diese cuenta de que mi pasaporte llevaba más de un año caducado y tuviese que enfrentarme a la burocracia en pie de guerra). El día de mi primera carta abandonaba Barcelona donde estuve varios meses. Me resulta muy curioso que hables de los cubiertos, fueron las tres primeras palabras que aprendí en español, las cosas más rutinarias y cotidianas son las que más huella dejan. El momento de sentarse a la mesa me resulta una fuente inagotable para mis escritos, porque es fácil que se líe, por las sobremesas que propician la conversación lejos de la burbuja del móvil, y principalmente por ser lugar de confesiones y agresiones. Las sobremesas que recuerdo de crío mezclaban varias lenguas también. Mi padrastro era español, pero había pasado gran parte de su vida en Holanda, solía venir a comer un amigo suyo italiano que no hablaba una palabra en español, mi madre nos advertía en ruso que no asaltáramos la bandeja de langostinos, nosotros replicábamos en español, mi padrastro le exigía a mi madre que hablara en español para que todo el mundo se enterase, mi madre miraba al amigo italiano con cara de reproche y luego nos chillaban en ucraniano y remataba aquello con un par de tacos. Ahora me parece una casa de locos, pero entonces ni le prestaba atención. La casa de locos sigue en pie en mi cabeza y en mi acento de coctelera, qué le vamos a hacer. Cuéntame qué te lleva a Venecia. ¿Qué estás leyendo? ¿Qué comes? ¿Tienes una ventana al lado? ¿Qué ves?
MARIANA TRAVACIO
Qué delicia tu descripción de esa sobremesa infantil. Me la guardaré en el recuerdo. Y es increíble que tus tres primeras palabras en español fueran los cubiertos, y que lo recuerdes. ¿Acaso fueran las primeras que aprendí, yo también, en portugués? Como si lo más elemental nos abriera las puertas de la casa-otra. Los cubiertos como punto de partida. Pero eso no alcanza para llegar al diálogo de la sobremesa: imagino que habremos seguido el viaje, anidando en verbos, desentrañándolos, enhebrándolos, para instalarnos en esta larguísima sobremesa de domingo: allí donde la lengua no alcanza. Me acuerdo ahora de Claire, personaje de Pascal Quignard: era traductora, hablaba dieciséis lenguas, ninguna le alcanzaba. El mismo Quignard decía que escribir es una cacería de lo perdido, una mirada en retrovisión, un camino que en verdad regresa. «La casa de los locos sigue en mi cabeza». A veces creo que escribimos con una pala y un pico en la mano: excavamos. Hay algo ahí, al fondo de toda la tierra, al final de la memoria, que no se deja decir. Por suerte. Si pudiéramos decirlo todo, ya no habría escritura. Supongo que no nos quedará más remedio que seguir vagando, acaso en círculos, como si no pudiéramos distinguir si el camino va o vuelve.
Vine a Venecia a encontrarme con una de mis hijas. Y a ver si me siento a escribir un rato. Ahora mismo, allí afuera, hay un arrebato de palomas, un cielo casi blanco de tanto verano y una señora que cuelga un mantel recién lavado, muy despacio, en su balcón. Usaría ese mantel para tender la mesa y recibirte en casa: ojalá estuviéramos más cerca. Pero descuento que ya la vida se ocupará de cruzarnos y podremos compartir el pan y el vino. Y la sobremesa.
DIMAS PRYCHYSLYY
Combato el sopor de esta hora sexta toledana intentando contestarte a todo, pero como tú bien dices, si fuéramos capaces de expresar ese todo el ejercicio de la escritura, esta correspondencia que hemos mantenido, no podría darse. Esa es la esperanza que me dejan nuestras cartas: un cruce casual o amañado (por Valerie, por ejemplo, que es la artífice de todo esto) en el que darnos cuenta que las palabras, aunque puedan escribirse en dieciséis idiomas, muchas veces no alcanzan.
Desde que empezó el sindiós este de la guerra, muchos se han puesto en contacto conmigo, pidiéndome opiniones sobre el conflicto, sobre literatura ucraniana, sobre la política del país, yo qué sé, sobre todo lo que al periodista desinformado se le pudiese pasar por la cabeza en ese momento. Siempre me ha rondado una pregunta que ellos parecen no hacerse: ¿qué puede saber de todo esto alguien que se ha ido de ese país con siete años? Vuelvo a preguntarme ¿cómo demonios pueden legitimar a una persona su lugar de nacimiento (al que nunca ha vuelto) para despejar estas cuestiones? ¿Por qué no me llaman para hablar de flamenco (del que creo entender un poco)? Estoy convencido de ser sevillano, trianero, concretamente, que por un capricho materno se crio en Canarias… Pero no, la realidad no admite esas ficciones, mis íntimos me llaman apropiacionista.
Cómo me emociona lo del mantel, el mantel colgado lentamente. Me viene el principio de La grande bellezza y aquella frase de Gambardella: «A esa pregunta tan infantil, mis amigos contestaban siempre lo mismo: los coños. Yo en cambio contestaba: el olor de la casa de los viejos», al parecer los japoneses lo llaman kareishu y lo causa el 2-nonenal y es un olor que aparece a partir de los treinta años. Creo que soy adicto a ese olor… Una especie de tecla que me activa las maguas, la soudade. Combatiré esa propensión poniéndome un vino y Las simples cosas de Tejada Gómez, para celebrar tus palabras y homenajear tu escritura (sé que el tinto nos une, aunque yo no sea capaz de escribir bajo su influjo).
Al otro lado de mi ventana hay una pareja que ha adoptado un Beagle, andan medio desnudos por la casa; sobre un aparador turquesa de motivos moriscos, una foto de sus hijos. Voy a hacer un pollo al ajillo. Y a seguir manteniendo en silencio esta correspondencia nuestra, en la sobremesa que me propones. Ya me contarás cómo es la luz de Venecia a esta hora, cómo se llama tu hija, cómo eres capaz de escribir de seis de la tarde a seis de la madrugada. Gracias por tus palabras, y por hacerme sentir menos solo en esta telaraña lingüística, similar a la urbe Octavia de Calvino.
MARIANA TRAVACIO
Dimas del alma: me llega esta misiva tuya, tan bella, y es imposible no enviarte unas breves líneas, casi como de quien busca extender la sobremesa del domingo. Quiero agradecerte ese plural: que nos señalen del color que quieran: anidaremos en un olor, en un mantel o en esos vecinos que andan, como se anda en la literatura, medio desnudos por la casa. Es de noche y no corre una gota de aire. Venecia parece suspendida, como en espera de algo. Acaso nos ande esperando, con el mantel tendido, en una plaza de palomas que no saben de fronteras. Ya nos encontraremos, verás. Será de noche, como ahora. Llegarás como el sevillano que sos. Yo te esperaré con un pollo al ajillo y una copa de tinto. Te prometo que solo hablaremos de flamenco. Y de literatura.
Valerie Miles. Nacida en Estados Unidos y radicada en Barcelona, Valerie Miles es escritora, editora, y traductora. Dirige Granta en español desde 2003 y fundó la colección de clásicos contemporáneos en español de The New York Review of Books durante su periodo como subdirectora de Alfaguara. Es colaboradora de The New Yorker, The New York Times, El País, The Paris Review, y Fellow del Fondo Nacional de las Artes de Estados Unidos, por su traducción de Crematorio de Rafael Chirbes. Fue comisaria de la exposición Archivo Bolaño, 1977-2003, con el equipo del CCCB de Barcelona, fruto de una larga investigación en los archivos privados del escritor. Su primer libro, Mil bosques en una bellota, fue publicado con el título A Thousand Forests in One Acorn en inglés.
Mariana Travacio. Mariana Travacio (Argentina, 1967), nació en Rosario, creció en São Paulo y actualmente reside en Buenos Aires. Es Licenciada en psicología por la Universidad de Buenos Aires, Magister en Escritura Creativa por la Universidad Nacional de Tres de Febrero y traductora de francés y portugués. Se desempeñó como docente de Psicología Forense en la Universidad de Buenos Aires y publicó diversos trabajos en su órbita profesional. Sus textos han recibido numerosos premios nacionales e internacionales. Es autora de Manual de psicología forense, (Eudeba, 1996); Cotidiano (Baltasara Editora, 2015); Como si existiese el perdón (Metalúcida editora, 2016; Las afueras, 2020; Tusquets Editores, 2021); Cenizas de carnaval (Tusquets Editores, 2018), Figuras infinitas (Omashu editora, 2021) y Quebrada (Tusquets Editores, 2022; Las afueras, 2022). Ha sido traducida al inglés, sueco, alemán, italiano y portugués.
Dimas Prychyslyy. Dimas Prychyslyy (Ucrania, 1992) es graduado en Filología Hispánica por la Universidad de Salamanca y Máster en Escritura Creativa por la Universidad Complutense de Madrid. Ha publicado el poemario Mudocinética (Ediciones Idea, 2010) y ha sido galardonado con el Premio València Nova en su categoría de poesía en castellano por Molly House (Hiperión, 2017). Ha participado en las antologías Piel Fina, poesía joven española (Maremagnum, 2019) y De la intimidad (Renacimiento, 2019). En 2019 obtuvo el V Premio Logroño de Narrativa para Jóvenes Escritores por su libro de relatos Tres en raya. En 2020 publica Con la frente marchita en la editorial dos Bigotes. Durante el curso 2016-2017 recibió una beca en la Fundación Antonio Gala. En 2021 obtuvo el Premio 25 Primaveras por su libro No hay gacelas en Finlandia. Sus publicaciones más recientes son el libro de poemas La cirugía del escombro de la editorial malagueña El toro celeste y la traducción Canciones de Alejandría de Mijaíl Kuzmín (Visor 2022).