«Se reunían los domingos en la Colonia Española de la ciudad para comer paellas indigestas y llorar medio borrachos cantando a coro Asturias, patria querida. Menorquines, navarros, catalanes, vascos, aragoneses… El variado y singular coro español cantando a una sus penas»
POR JUAN GRACIA ARMENDÁRIZ
En 1981 huimos a México. Como los bandidos y asaltabancos de las películas del Oeste, debíamos cruzar la frontera para que no nos alcanzaran los hombres de la Agencia Pinkerton. Todo el mundo sabe cómo acabó Jesse James, así que mejor poner tierra (y mar) de por medio. Quien desee ampliar datos, que consulte las hemerotecas.
Me preparé para la huida con la lectura de El bandido adolescente de Ramón J. Sender, una biografía novelada de Billy el Niño. Como él, entonces yo tenía dieciséis años, pero no era pelirrojo ni había matado al hombre que maltrataba a mi madre. Al contrario, adoraba a mi padre, que dos años antes se había marchado a México con tres cartas de recomendación y unos pocos billetes en el bolsillo. Al tiempo, llamó por teléfono. Su voz reverberaba bajo los cables que cruzaban el océano. Mi madre colgó y dijo: «Creo que ha dicho que está en León…». Consulté un atlas. En efecto, en el centro geográfico de México había un Estado, Guanajuato; y su ciudad industrial más importante, León. Puse el dedo sobre ese punto. Así que desde allí nos había llamado mi padre. Y no sé qué imaginé. Quizá, cactus, lagartos, un asesino de pelo rojo en el paisaje sudoroso de una película de Sergio Leone.
Una vez se hubo asentado en León, Guanajuato, donde según el corrido la vida no vale nada, preparamos las maletas y nos fuimos a un país que entones no era destino turístico, salvo para los gringos. Los españoles que conoceríamos serían republicanos exiliados de la guerra civil o bien compatriotas que buscaban una tierra de promisión porque también huían de algo. Se reunían los domingos en la Colonia Española de la ciudad para comer paellas indigestas y llorar medio borrachos cantando a coro Asturias, patria querida. Menorquines, navarros, catalanes, vascos, aragoneses… El variado y singular coro español cantando a una sus penas.
«México es un hijo de la chingada porque España es su mamá», me dijo un cretino en el patio del instituto. Y a mí qué me cuentas, pensé. Pero no hice oídos sordos a los buenos consejos: «Español, no mires a una mujer que vaya acompañada de otro hombre»; «Español, nunca discutas con otro conductor, no sabes qué fierro lleva». El único fierro que había en casa era una Smith & Weeson del calibre 38 que mi padre compró a mi amigo Chanty, quien con el dinero de la venta adquirió un bajo y un altavoz más alto que él. Fito tuvo más suerte, pues un niño fresa le regaló una Fender arañada por un cachorro de león que en su mansión kitsch tenían por mascota. Con mi batería ya éramos el trío de güeros que amenizarían las fiestas de la prepa.
Recuerdo qué música me llevé: los casetes de The River de Bruce Spreengsten y el primer disco de Dire Straits. Recuerdo qué libros que me traje de vuelta, tres años después: Infierno de Strindberg y El hombre unidimensional de Herbert Marcuse. Los títulos parecían una predicción bibliomántica del consejo que me dio un profesor del colegio del Opus Dei: «Ay, Juanito; si no eres fiel a los principios que te hemos enseñado aquí, cuando regreses de México no va a quedar de ti ni tu chulería simpática». Y no se equivocó. También me traje un cuaderno de canutillo con un librito de poemas, escrito junto a mi amigo Jorge Valencia. Nos creíamos poetas y no soportábamos a Octavio Paz, que en Televisa tenía un programa titulado Conversaciones con Octavio Paz. Sólo le faltaba entrevistarse a sí mismo. Tardaría años en reconciliarme con ese gigante y recuerdo que casi me emocioné cuando una amiga, que sabía de mi devoción por los ensayos de Paz, me comunicó que le habían otorgado el Premio Nobel. Entonces, el PRI y su revolución petrificada llevaban en el poder más de setenta años. Se dice tarde.
Yo era siempre el chingado, claro. Pronto pasé de los niños fresas que conducían coches de lujo y me amigué con quienes tenían inquietudes literarias. Los enfermos siempre se reconocen. Y ahí empezó todo. Quiero decir que empecé a tomarme en serio lo que escribía. Leí sin ton ni son: Bakunin, Carlos Monsiváis, Gorostiza, Jorge Ibargüengoitia, José Emilio Pacheco, Sor Juana Inés de la Cruz, Carlos Castaneda…
Antes de ser arrojado al Nuevo Mundo me despedí de mis amigos y de mi primera novia en el aeropuerto liliputiense de Pamplona. Ni siquiera ella sabía que yo escribía. Novelitas del Oeste, a imitación de Emilio Salgari y Zane Grey; poemitas plagiados de Gustavo Adolfo Bécquer… Mi padre ya me había revelado el fuego sagrado de la poesía en una antología bilingüe de poetas simbolistas franceses. Un día me regaló dos libros: Chacal de Frederick Forsyth y un librito breve, en cuya solapa aparecía la fotografía de un tipo anguloso y con orejas de soplillo que desde la fotografía me miraba con rostro de murciélago centroeuropeo. El título era extraño: La metamorfosis. De ese modo, mi padre me fue inoculando el veneno. Cuando aterrizamos en México yo ya incubaba la enfermedad… literaria, pero fue allí donde las larvas eclosionaron.
Siempre he estado agradecido al país que nos dio cobijo y que fuera tan fácil integrarse, gracias a un español enriquecido por arcaísmos, neologismos, americanismos y una habilidad genial de los hablantes para crear nuevos sintagmas. Sí: los compañeros de la prepa se reían de mi acento, lo imitaban, me albureaban, que es un juego verbal típicamente mexicano, en el que el lenguaje tiene un significado siempre sexual. Se trata de «chingarse» al contrario mostrando una mayor habilidad retórica para manejar el doble sentido del lenguaje. El albur es un juego homosexual, sólo se practica entre hombres. Yo era siempre el chingado, claro. Pronto pasé de los niños fresas que conducían coches de lujo y me amigué con quienes tenían inquietudes literarias. Los enfermos siempre se reconocen. Y ahí empezó todo. Quiero decir que empecé a tomarme en serio lo que escribía. Leí sin ton ni son: Bakunin, Carlos Monsiváis, Gorostiza, Jorge Ibargüengoitia, José Emilio Pacheco, Sor Juana Inés de la Cruz, Carlos Castaneda… Menuda mezcla. Pero todo ello lo pasaba por la batidora y terminaba plasmado en un poema. Escuchábamos a Led Zeppelin y Pink Floyd y, por vez primera, fumábamos marihuana, que a este lado del atlántico traía un aire dizque revolucionario, de cucaracha que no puede caminar. En tanto, Felipe González hacía la uve de la victoria y Tierno Galván animaba a colocarse y estar al loro. Mis amigos españoles, con quienes me carteaba, escuchaban a Joy Division y nosotros, como si acabáramos de volver del Festival de Monterey, a Jimmy Hendrix. Escribí un intento de novela: la historia del último neandertal europeo. Apenas pasé de las veinte páginas, no sabía cómo continuar. No sabía escribir novelas. Tardaría años en adquirir el oficio.
En 1984 regresé a España. Hablaba con acento mexicano, llevaba el pelo por los hombros y calzaba unas botas maravillosas de auténtico cuero mexicano. Ahora quienes se burlaban eran mis amigos españoles. Vestían de negro, querían ser Miquel Barceló y escuchaban a las canciones de Ilegales y Radio Futura. Años de la Movida. Años demasiado movidos para un joven poeta seriamente enfermo, no sólo de literatura, pero ávido de curiosidad
Me sorprendió de México que, frente a la hermosa decadencia europea, es un país que muestra una exuberante efervescencia creativa. También me sobrecogió el olor de la miseria. Supe lo que cuesta arrancarse de la ropa esa pestilencia humana, demasiado humana. Como corresponde a los dieciocho años, me hice revolucionario. Sin embargo, nada de eso se trasladó a mis escritos. Lo mío era la intimidad pequeñoburguesa. Y lo sigue siendo en mi particular preceptiva literaria: prohibido impartir lecciones.
En 1984 regresé a España. Hablaba con acento mexicano, llevaba el pelo por los hombros y calzaba unas botas maravillosas de auténtico cuero mexicano. Ahora quienes se burlaban eran mis amigos españoles. Vestían de negro, querían ser Miquel Barceló y escuchaban a las canciones de Ilegales y Radio Futura. Años de la Movida. Años demasiado movidos para un joven poeta seriamente enfermo, no sólo de literatura, pero ávido de curiosidad. Me costó más readaptarme a mi ciudad natal, fría, oscura, donde las bombas y tiros de ETA caían a plomo, que adaptarme a México.
Como Ulises, debieron pasar más de veinte años para regresar. Fue en 2006. Ya había publicado un poemario, dos libros de relatos, una nouvelle; un exitoso diario; una premiada novela. Mi padre ya llevaba muerto cuatro años. Visité León. Todo estaba igual y, sin embargo, muy distinto. A aquella ciudad fea, donde aprendí a matar alacranes y a no mirar a una mujer guapa que fuera acompañada, debo, en gran medida, ser escritor. Hui a México para encontrarme con la literatura. Y hasta hoy.