«A lo largo de la historia (la historia es el archivo de los hechos cumplidos por el hombre, y todo lo que queda fuera de él pertenece al reino de la conjetura, de la fábula, de la leyenda, de la mentira) la mujer ha sido, más que un fenómeno de la naturaleza, más que un componente de la sociedad, más que una criatura humana, un mito». Con estas palabras comienza Rosario Castellanos «La mujer y su imagen», el artículo que abre el volumen titulado Mujer que sabe latín... (México: FCE, 1973). Leí este libro con veintipocos años y me abrió las puertas a autoras que en aquel entonces eran desconocidas para mí; es el libro con el que comencé a leer la cultura, y especialmente la literatura, en clave feminista, una práctica en la que fui profundizando con más lecturas y formación teórica. Pero fue Rosario Castellanos con la que di mis primeros pasos en ese aprendizaje que continúa todavía hoy.
Tengo muy mala memoria; siempre he sido incapaz de recordar mi biografía con total seguridad y es posible que mi pasado esté lleno de recuerdos inventados, por lo que también es posible que, sin querer, les esté contando alguna ficción, pero no tengo dudas de que la importancia de Rosario Castellanos en los inicios de mi formación intelectual es real. Llegué a Estados Unidos en 1997, con veintitrés años, a la Universidad de North Carolina-Chapel Hill, con una licenciatura en historia de una universidad española ultraconservadora y con un bagaje de lecturas que había ido atesorando, sin ningún tipo de guía ni orden, a lo largo de los años. En mi altar literario y en la maleta con la que llegué a Chapel Hill había libros que hacían su recorrido de vuelta a través de Atlántico: desde Juan Rulfo a Julio Cortázar, pasando por Alejo Carpentier y Gabriel García Márquez. No todo eran escritores —recuerdo haberme llevado Entre visillos de Carmen Martín Gaite y creo que en esa primera maleta estaba también La plaza del diamante de Mercè Rodoreda—, pero lo que no había era ninguna escritora del continente americano. Como es obvio, empecé mi doctorado en literatura con unas lagunas tan enormes como la conciencia de mi ignorancia. Esa conciencia se hizo todavía mayor cuando visité por primera vez Davis Library, la maravillosa biblioteca de UNC-Chapel Hill. Acostumbrada a la biblioteca de mi universidad española, en la que para conseguir un libro había que pedirlo a través de una ficha que se entregaba a un bedel que te miraba con sospecha y fastidio y que te traía el libro horas después para ser leído dentro de ese espacio cerrado y vigilado, lo que me encontré allí fue pura maravilla. El séptimo piso de la Davis Library estaba dedicado a la literatura escrita en castellano. No recuerdo cuántos metros cuadrados tendría pero no exagero si digo que allí se albergaban miles y miles de libros que, por supuesto, yo no había leído, entre ellos las escritoras que iría descubriendo después gracias a grandes profesoras como María Salgado, Rosa Perelmuter, Alicia Rivero Poter y Alejandro Mejías (sirva este artículo, también, de homenaje). La impresión que me causó estar ahí fue de excitación y vértigo: pasear entre esos anaqueles, tocar los libros, extraerlos con cuidado y devoción de la estantería, sentarme en el suelo frío a hojearlos, tener la certeza de que podría encerrarme durante los seis años de doctorado que tenía por delante y aun así no llegar a leerlo todo. Pero me estoy desviando, aunque no del todo. Para la joven que yo era en ese momento el descubrimiento de mi séptimo cielo particular supuso el convencimiento de que ahí mismo comenzaba una nueva tapa donde todo estaba por descubrir y conocer, por leer y aprender. Y no estaba equivocada.
La negación de lo convencional, el estigma que resulta de ir a la contra, la escritura como legitimación, la ruptura con los arquetipos femeninos impuestos, el lenguaje como cárcel y como instrumento de liberación, escribir el cuerpo y sus opresiones, la sexualidad, la maternidad compulsiva. Cada una de las escritoras a las que se acerca le sirve para hacer una reflexión profunda: la literatura como materia donde entender la vida
En esos inicios que ahora recuerdo como casi mágicos, con la nostalgia justa de quien evoca momentos en los que el aprendizaje es radical, conocí la obra de Rosario Castellanos. El primer párrafo que he citado más arriba de «La mujer y su imagen» me hizo pensar, inmediatamente, en mis años de formación como historiadora, en los que la ausencia de mujeres como sujetos activos de la historia era clamorosa. Y seguí leyendo el análisis de Castellanos, de clara inspiración beauvoiriana, y me encontré con la idea de mujer como mito, producto de la mirada y el verbo masculinos. La autora lo explica como una antítesis del mito de Pigmalión: en vez de convertir la estatua en mujer, se pretende convertir la mujer en estatua, un ente sin voluntad propia que es pura proyección del deseo del varón. Es decir, la mujer como encarnación de un principio: ya sea virgen o puta, deidad o bruja diabólica. Yo leía (y releía) este texto y ante mí se concretaban intuiciones e ideas que llevaba tiempo rumiando pero que no tenía la capacidad de definir. Si se exalta a la mujer por su belleza, me explicaba Castellanos, es una belleza que compone e impone el hombre, así es sometida a tremendas torturas: el pie vendado o apretujado en zapatos que deforman e impiden a andar, la obesidad enfermiza o la delgadez extrema, los corsés y ropajes farragosos, las uñas largas que hacen inútiles sus manos, los peinados y maquillajes elaborados que hacen de la lluvia y el viento verdaderos enemigos. La belleza femenina en todas las culturas que repasa Castellanos está diseñada para constreñir el movimiento de la mujer, su libertad. (Un inciso: Esta idea la desarrollaría después, con un humor paródico maravilloso en su obra de teatro El eterno femenino, que el FCE publicó póstumamente, en 1975). También analiza Castellanos cómo se impone otra cárcel, además de la del cuerpo: la del espíritu y la inteligencia. A la mujer en la historia se le ha reducido a la impotencia a través de la ignorancia, de mantener cerrado su acceso a la educación, incluida la educación sexual. La mujer solo adquiere conciencia de sí misma y de su cuerpo a través del varón. Castellanos da un buen repaso, con una ironía que recuerda a aquella que usaba su admirada Sor Juana en su «Respuesta a Sor Filotea» (a esto volveré luego), a los prohombres que escribieron sobre el oscuro continente, es decir, la mujer, como aquel Moebius, empeñado en demostrar que la mujer es una «débil mental fisiológica» o el insigne Luis Vives, que aseguraba que «en la mujer nadie busca primores de ingenio, memoria o liberalidad», en ella solo se encuentran extravagancias, o la idea tan freudiana de Santo Tomás según la cual la mujer es un varón mutilado. Y yo, leyendo estas citas, no podía más que recordar algunos comentarios de mi profesor de Teología en esa universidad de la que acababa de salir. Y llega el momento en el que Castellanos me habla de la rebeldía y de sus consecuencias para las mujeres que desafían todas estas imposiciones y que toman la palabra, porque de ellas va a versar, precisamente, Mujer que sabe latín…. «Cada una a su manera y en sus circunstancias niega lo convencional, hace estremecerse los cimientos de lo establecido, para de cabeza las jerarquías y logra la realización de lo auténtico». Aunque siempre habrá un precio: «desde la soledad más estricta hasta el total aniquilamiento». Todas estas ideas nos resultan obvias a las feministas de hoy, pero durante mis años como profesora de literatura en EEUU (estoy hablando ya del siglo XXI), usaba este texto como introducción a una clase sobre escritoras y feminismo. Y fui testigo de cómo muchas alumnas tenían la misma revelación que yo tuve a su edad al leerlo.
Hasta ahora he hablado solo del primer capítulo de Mujer que sabe latín porque fue mi entrada al universo de Castellanos, pero en realidad el libro entero fue para mí un descubrimiento tras otro, tanto de autoras como de formas de leerlas. Algunas de las escritoras que analiza Castellanos son Sor Juana, Santa Teresa, Clarice Lispector, Mercè Rodoreda, Maria Luisa Bombal, Simone Weil, Violette Leduc, Virginia Woolf, Doris Lessing y un largo etcétera. Cada una de estas mujeres que saben latín da pie a un análisis de las cuestiones que se plantean en «La mujer y su imagen»: la negación de lo convencional, el estigma que resulta de ir a la contra, la escritura como legitimación, la ruptura con los arquetipos femeninos impuestos, el lenguaje como cárcel y como instrumento de liberación, escribir el cuerpo y sus opresiones, la sexualidad, la maternidad compulsiva. Cada una de las escritoras a las que se acerca le sirve para hacer una reflexión profunda: la literatura como materia donde entender la vida.
Podría hablar de varias de las autoras que menciona Castellanos, pero me centraré en Sor Juana Inés de la Cruz por el descubrimiento personal que también supuso leerla. Confieso que al principio me acerqué a ella con cierta desconfianza: habiendo sido educada en un colegio de Carmelitas, no tenía yo especial simpatía por las monjas, ni siquiera por Santa Teresa, a quien le debo —¡todavía!— una relectura. Pero la poesía de Sor Juana, desde las divertidas redondillas como «Hombres necios que acusáis» al difícil Primero sueño, me encandiló. Aunque uno de sus textos que más aprecio es su «Respuesta a sor Filotea de la Cruz» (1691), un escrito distante en el tiempo pero muy cercano a la Castellanos de Mujer que sabe latín. Esta carta de Sor Juana al arzobispo de Puebla, a quien se dirige como Sor Filotea, es un testimonio valiosísimo de la subjetividad de una mujer como Sor Juana —instruida, monja a su pesar, rebelde con causa— en el México colonial del siglo XVII; una texto en el que, además, hace un retrato autobiográfico que nos ayuda a conocer su figura mejor; también es una demonstración inteligentísima de eso que James C. Scott llamó «las armas del débil»: maestra de la retórica, Sor Juana defiende su derecho al conocimiento y a expresarlo, pero bajo la apariencia de sumisión y humildad. No era la primera carta en la que defendía sus derechos al mismo tiempo que intentaba excusar su actitud, tan poco apropiada para una monja. En 1981 se descubrió una carta de 1682 a su confesor, que se titula «autodefensa espiritual», indicando que ya entonces tenía un conflicto con la Iglesia por sus actividades intelectuales. Después vino la «Carta atenagórica» (1690) donde criticaba un antiguo sermón del jesuita portugués Antonio de Vieyra. ¡Cómo se atrevía una mujer, encima monja! El mismo arzobispo de Puebla, preocupado por la avalancha de ataques contra ella, le escribe una carta bajo el pseudónimo «Sor Filotea de la Cruz» en el que le insta a ocuparse de la salvación de su alma y dejarse de escritos y cuestiones del intelecto. La Respuesta es el último alegato de Sor Juana. Hay mucha sorna en sus palabras, pero también mucho dolor. Insiste en que ella ha pedido a Dios: «que apague la luz de mi entendimiento dejando sólo lo que baste para guardar su Ley, pues lo demás, sobra, según algunos, en una mujer». (Atención al «según algunos»). Pobre Sor Juana, que solo quería estudiar, que se mete a monja cuando lo que hubiera querido era «vivir sola. De no querer tener ocupación obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros». «Un monstruo devorador», la llama Rosario Castellanos, a quien «no habrá manera ni de clasificarla ni de asimilarla ni de colocarla». Así es. La única manera de acabar con ella fue matar la fuente que le daba vida: «llega a su hora final reducida a la última desnudez: la de no poseer ni un libro». Murió en 1695.
«El mundo que para mí está cerrado tiene un nombre: se llama cultura. Sus habitantes todos ellos son del sexo masculino», escribía Castellanos en 1950, dos siglos y medio después de que Sor Juana se dejara morir en una celda sin libros. En Mujer que sabe latín Castellanos escribe también sobre sus contemporáneas americanas, como Clarice Lispector y sobre autoras anglosajonas que le interesan. Es el caso de Betty Friedan, que había publicado La mística de la feminidad en 1963. Castellanos introduce su capítulo comentando las reacciones que produjo la publicación de El segundo sexo de Simone de Beauvior, desde un rechazo violento al principio, a una aceptación paulatina de sus tesis por parte de la intelectualidad masculina; aunque, señala Castellanos, muchas mujeres no acaban de aceptar a Beauvior porque temen contemplarse bajo su prisma. No lo señala como algo desalentador sino algo inevitable en la evolución del feminismo. Y dentro de esa evolución, la autora admira el esfuerzo de Friedan por analizar el malestar que provoca la reducción de la mujer a eso que Virginia Woolf llamó «el hada del hogar», pero en versión americana post Segunda Guerra Mundial. Para Castellanos, La mística de la feminidad «es una levadura que fermenta en muchas inteligencias, que incuba muchas inconformidades, que orienta muchos proyectos de vida, que sirve de base, en fin, a un movimiento emancipador». Fue una de las bases, sin duda, a las que pronto se sumó Política Sexual de Kate Millet, en 1970. No sé si Rosario Castellanos lo llegó a leer, aunque imagino que sí, dada su voracidad lectora y su interés en el tema. Castellanos tuvo una muerte absurda: se electrocutó con 49 años, en 1974. Además de las dos obras mencionadas, dejó una extensa obra poética, numerosos artículos y varias novelas, entre las que destaca Balún Canán. Me pregunto cómo habría evolucionado su feminismo, cómo habría reaccionado frente a las lecturas con las que fui completando mi formación, si hubiera aceptado bien ese feminismo que irrumpe a partir de los años 80 con fuerza arrolladora, el de las más disidentes, desfavorecidas, racializadas, queer, como Gloria Anzaldúa.
Según escribo estas líneas a principios de abril de 2023 y recuerdo el impacto que en mí tuvo Rosario Castellanos hace más de veinte años, me apena que en España se conozca tan poco su obra. Y me entero de que la editorial Lumen ha publicado hace unos pocos días en México Materia que arde de la escritora Sara Uribe con ilustraciones de Verónica Gerber, en la que analizan vida y obra de la autora. ¿Serían tan amables, queridas editoras de Lumen, de publicarlo también en España? Su publicación a este lado del Atlántico se uniría a otras recuperaciones muy necesarias, como la de la obra de Armonía Sommers por la editorial Páginas de Espuma, la de Diamela Eltit por Periférica, María Luisa Bombal por Seix Barral o Josefina Vicens, contemporánea mexicana de Castellanos, por Tránsito.