No creo pues que mi preferencia se deba únicamente a ser mi lectura inicial de Ortega. Pero como las preferencias son difíciles de justificar, no abundaré ahora en ello. Sí, únicamente, recordar que la versión inicial de este artículo sobre pensamiento y paisaje en Ortega, arrancó de un proyecto con la televisión de la Universidad a Distancia en la que trabajo, muchos de cuyos programas se emiten asimismo por La 2 de RTVE. Tras grabar con Marisa Muñoz (presidenta unos años de la Asociación Psicoanalítica de Madrid y desde hace tiempo del Colegio Mayor Isabel de España, de cuyo patronato formo parte) uno a propósito de mi libro Freud y su obra. Génesis y constitución de la Teoría Psicoanalítica, hablamos con la directora de los medios audiovisuales, Ángeles Ubreva, de la posibilidad de desplazarnos a la sierra de Madrid, para hacer dos programas del mismo título «Pensamiento y paisaje», en los que leeríamos o incidiríamos en algunos textos. Partiríamos de El Escorial (con la evocación, al menos, de Ortega y Azaña) e iríamos recalando en algunos puntos de la sierra: el Mirador de los Poetas, por encima de la ducha de los alemanes, en la subida al puerto de la Fuenfría; la casa de Giner, a la altura de El Ventorrillo («allí el maestro un día / soñaba un nuevo florecer de España»); el camino de Valsaín, desde el cementerio del pueblo (pocas veces los muertos tendrán mejor vista, con el arco que va desde la subida por la Cruz de la Gallega a Siete Picos, la espalda norteña del Peñalara, con sus neveros blancos y rosas al atardecer, la Real Fábrica de vidrio de la Granja y, en el extremo, el promontorio ya pelado de La Atalaya, desde la que se abre la llanura oceánica e infinita de Castilla…, mientras a los pies del espectador se extiende la pradera de Valsaín, con las ruinas del palacio del mismo nombre, primitivamente denominado Casa del Bosque, en tiempos de los Trastámara, que lo utilizaban como pabellón de caza, y donde más tarde nació la hija de Felipe II Isabel Clara Eugenia).[7] En el camino de Valsaín, precisamente, tiene firmado Antonio Machado un poema en honor del Guadarrama («viejo amigo»), el que concluye: «Por tus barrancos hondos / y por tus cumbres agrias, / mil Guadarramas y mil soles vienen, / cabalgando conmigo, a tus entrañas». Y con Machado finalizaríamos en la plaza del Ayuntamiento de Segovia, donde, tras formar con Ortega, Marañón y otros pensadores la Agrupación al Servicio de la República, la proclamó el 14 de abril de 1931. Por diversas circunstancias, ese proyecto, al que se sumarían otros compañeros y amigos de la Facultad (Manuel Fraijó, Antonio García-Santesmases, Javier Muguerza) no llegó a cuajar y me temo que, a estas alturas, quizá nunca lo haga ya. Quede esta evocación y, en cierto sentido, este artículo como testimonio del mismo.

Pero volvamos al de Ortega de 1911. Notemos, para empezar, que si en La pedagogía del paisaje decía estar hablando con Rubín de Cendoya, aquí se identifica ya con él. Ese comienzo es, como tantos otros suyos, hermoso y sereno, con acertadas metáforas, precisos adjetivos: «Por tierras de Sigüenza y Berlanga de Duero, en días de agosto alanceados por el sol, he hecho yo —Rubín de Cendoya, místico español— un viaje sentimental sobre una mula torda de altas orejas inquietas. Son las tierras que el Cid cabalgó. Son, además, las tierras donde se suscitó el primer poeta castellano, el autor del poema llamado Myo Cid» (I, 43).

La expresividad que Ortega logra en muchos momentos es inmensa. Comentando la pobreza de esas tierras, dice que, en tiempos de la recolección, el anillo dorado de las eras provoca «un ademán alucinado de riqueza y esplendor». Pero esa riqueza no es una realidad, es tan sólo una alucinación; ni siquiera eso, simplemente un ademán alucinado:

jEsta pobre tierra de Guadalajara y Soria, esta meseta superior de Castilla!… ¿Habrá algo más pobre en el mundo? Yo la he visto en tiempo de la recolección, cuando el anillo dorado de las eras apretaba los mínimos pueblos en un ademán alucinado de riqueza y esplendor. Y, sin embargo, la miseria, la sordidez triunfaba sobre las campiñas y sobre los rostros como un dios adusto y famélico atado por otro dios más fuerte a las entrañas de esta comarca (I, 44).

 

En su excelente artículo «Ortega ante el paisaje, o la puesta en práctica de una estética fenomenológica», Arturo Campos Lleó insiste en el giro fenomenológico de la filosofía orteguiana en torno a 1912, cosa que el propio Ortega indicó en diversas ocasiones y en la que han insistido otros autores.[8] Mas, sin detenernos ahora en esa cuestión, el propio Campos Lleó ha señalado que no sólo la expresión «Dios adusto» se encuentra en el poema «El Dios ibero» de Campos de Castilla, de Antonio Machado (al que, como ya sabemos, Ortega citó elogiosamente en diversas ocasiones), sino asimismo esa antítesis entre riqueza y pobreza y la relación contradictoria con un Dios también contradictorio, dadivoso y cruel.

Como en otros lugares, Ortega recurre a metáforas eróticas, en su tiempo no muy abundantes. Siguiendo los pasos de Platón, ya había definido en Meditaciones del Qujote la filosofía como un ejercicio erótico. También en el ya citado «De Madrid a Asturias o los dos paisajes», hacía notar: «Castilla es ancha y plana, como el pecho de un varón; otras tierras, en cambio, están hechas con valles angostos y redondos collados, como el pecho de una mujer» (II, 255). Y ahora se entrega a la voluptuosa fantasía del paisaje virgen en los viajes al amanecer: «Estas salidas, muy de mañana, por los campos fuertes tienen un dejo de voluptuosidad erótica. Nos parece que somos los primeros en hendir a nuestro paso el aire puesto sobre el paisaje» (II, 45).

También, como en otras ocasiones para referirse a Castilla, abunda el lenguaje épico y guerrero: «En el vértice de este recodo, del otro lado de las aguas y vigilando ambos valles, aparece agarrado a una cuesta el caserío de Alcuneza —un pueblo alerta» (II, 47). Asimismo repara en la antítesis entre el guerrero y el intelectual, que en el Doncel de Sigüenza parecen fundidos y a la vez contrapuestos:

Este mozo es guerrero de oficio: lleva cota de malla y piezas de arnés cubren su pecho y sus piernas. No obstante, el cuerpo revela un temperamento débil, nervioso. Las mejillas descarnadas y las pupilas intensamente recogidas declaran sus hábitos intelectuales. Este hombre parece más de pluma que de espada. Y, sin embargo, combatió en Loja, en Mora, en Montefrío bravamente. La historia nos garantiza su coraje varonil. La escultura ha conservado su sonrisa dialéctica (II, 46-47).

 

Pero lo que me interesa ante todo destacar es algo que Ortega practica en muchos lugares, pero aquí encuentra una magnífica muestra. Y es la continua interrelación entre paisaje y pensamiento, su mutua implicación, de modo que si el paisaje es mostrado desde categorías históricas, filosóficas y culturales, éstas a su vez se enriquecen desde el propio paisaje interpretado que las suscita y alienta. En efecto, nada más empezar, y tras el pasaje inicial ya citado en el que recuerda que las tierras por las que viaja son las que vieron nacer el primer poema castellano, se aparta por un momento del paisaje y se adentra en una reflexión, motivada por la circunstancia tal como por él es percibida, acerca de la tradición y el tradicionalismo. La referencia al poema del Cid que surge enseguida no debería llevar a pensar al lector «que soy de temperamento conservador y tradicionalista. Soy un hombre que ama verdaderamente el pasado. Los tradicionalistas, en cambio, no lo aman; quieren que no sea pasado, sino presente» (II, 43), lo que le permite por otra parte diferenciar entre utilidad y valor. Mas, tras esas reflexiones, vuelve enseguida al «texto» del paisaje, que es cuando lo encuentra de una pobreza extrema, aunque a veces nos parezca encontrar en él riqueza y esplendor. Para retornar enseguida de nuevo al poema, pues, dice un tanto enfáticamente, a pesar de esa pobreza, «esta tierra que hoy podría comprarse por treinta dineros, como el evangélico azeldama, ha producido un poema —el Myo Cid que allá en el fin de los tiempos, cuando venga la liquidación del planeta, no podrá pagarse con todo el oro del mundo» (II, 44).Pero, donde quizá se manifieste mejor esa imbricación es al referirse a la catedral de Sigüenza, a la que arriba acompañado de Rodrigálvarez, un vaquero de Sigüenza, cuyo nombre parece sacado del poema del Cid, y que también va sobre una mula, esta castaña, de orejas lacias y andar mohíno. Sigüenza, la viejísima ciudad episcopal, señala Ortega, aparece rampando por una ladera, con su castillo, lleno de heridas, en lo alto, y en el centro del caserío, la catedral, que, como la de Ávila, tuvo que ser a la vez castillo, por ser Sigüenza, durante bastante tiempo, lugar fronterizo, avanzada en tierra de musulmanes. De ahí que las dos torres cuadradas de la catedral, «anchas, recias, brunas, avanzan hacia el firmamento, pero sin huir de la tierra, como acontece con las góticas. No se sabe qué preocupaba más a sus constructores: si ganar el cielo o no perder la tierra» (II, 45). Y ahí Ortega inserta uno de esos textos en los que paisaje y reflexión se retroalimentan y matizan de forma prodigiosa:

Esta indecisión a que me invita el par de torres bárbaras que ahora veo coronar el municipio seguntino es muy de mi sabor. Vivimos entre antítesis: la religión se opone a la ciencia, la virtud al placer, la sensibilidad fina y estudiada al buen vivir espontáneo, la idea a la mujer, el arte al pensamiento… Alguien, al ponernos sobre el planeta, ha tenido el propósito de que sea nuestro corazón una máquina de preferir. Nos pasamos la vida eligiendo entre lo uno o lo otro. ¡Un penoso destino! ¡Prolongada, insistente tragedia! Sí, tragedia: porque preferir supone reconocer ambos términos sometidos a elección como bienes, como valores positivos. Y aunque elijamos lo que nos parece mejor, siempre dejamos en nuestra apetencia un hueco que debió llenarse con aquel otro bien pospuesto […]. Cierto que hasta ahora no se han resuelto las antítesis; pero cada hombre debe pensar que es él el llamado a resolverlas (II, 45-46).

 

Lo de menos, al menos lo de menos desde el punto de vista que ahora nos interesa destacar, es que concordemos o no con las antítesis de las que Ortega habla. Es discutible que la religión se oponga a la ciencia. Cierto que históricamente así ha sido en muchos casos. Pero no tendría por qué suceder, pues se ocupan de temas diversos. La ciencia acota un campo del mundo y trata de estudiar las relaciones fenoménicas que en él se dan. La religión (y en cierto modo la filosofía, aunque de distinta manera) no se plantea tanto problemas del mundo, cuanto pone el mundo mismo en cuestión y se pregunta por su posible sentido y significado. Para excusarnos de otros desarrollos y decirlo con Wittgenstein: «No cómo sea el mundo, sino que sea. Eso es lo místico». En cuanto a la virtud y el placer, cierto es también aquí que, en ocasiones, la virtud no puede seguir la pendiente inmediata del placer. Pero también es prueba de virtud adquirida, el ejecutarla con placer, según ya observara Aristóteles en el libro II de su Ética a Nicómaco. Y en cuanto a la idea y la mujer…, mejor dejarlo.[9] Aun cuando esos desacuerdos no niegan el tema fundamental de la elección y las antítesis entre las que nos desenvolvemos, que Ortega quiere hacer ver a propósito de la catedral de Sigüenza, a la que enseguida, tras la reflexión filosófica, vuelve: «La catedral de Sigüenza, toda oliveña y rosa a la hora de amanecer, parece sobre la tierra quebrada, tormentosa, un bajel secular que llega bogando hacia mí» (II, 46). Para de nuevo retornar a la reflexión y concluir: «La vida cobra sentido cuando se hace de ella una aspiración a no renunciar a nada» (II, 46). Afirmación esta aún más problemática si cabe que las anteriores, pues la vida es en buena medida, por lo mismo que Ortega ha expuesto, elección y renuncia. Quizá, con su tendencia a la exageración «pedagógica», a lo que ahí nos anima Ortega, sabiendo que hemos de renunciar a lo desmesurado, es a no ser conformistas, a «agotar el campo de lo posible», como quería su admirado Píndaro, y a procurar plenificarlo, como él mismo, en tantos campos, sin duda hizo.

El viaje continúa, camino de Medinaceli, con descripciones bellísimas y un tema regenaracionista: cómo sacar a esas tierras de su miseria eterna, la cual parecen dispuestas a prolongar. En cambio, Rodrigálvarez «atribuye la mengua a los hombres: “¡Cuidado que lo hacemos mal. Porque España, don Rubín, es un rosal”» (II, 48).

Y ya, casi en la conclusión, que será también la nuestra, Ortega se hace eco de Rodrigálvarez y comenta: «Este aire mañanero, presuroso, friolento, que me llega entre las largas orejas tordas de la mula, da a mis nervios tirantez cristalina. Y en medio de esta tierra roja, estéril y muda, las palabras estas producen en las cuerdas de mis nervios el mismo efecto que un golpe de arco sobre el alma de un rubio violín. ¡España es un rosal!» (II, 48).

 

BIBLIOGRAFÍA

Sin pretensión de exhaustividad, los principales textos de Ortega respecto al paisaje y sus implicaciones son los siguientes:

· Ortega y Gasset, José. «Las ermitas de Córdoba», 1904, en OC, I, pp. 421-424.

–. «Las fuentecitas de Nuremberga», 1906, en OC, I, pp. 425-429.

–. «La pedagogía del paisaje», 1906, en OC, I, pp. 53-57.

–. «España como posibilidad», 1910, en OC, I, pp. 137-138. (Breve comentario al libro de Meier-Graefe Viaje de España).

–. «Viaje de España», 1910, en OC. I, pp. 527-531. (Continuación del comentario al libro Viaje de España de Meier-Graefe, iniciado en «España como posibilidad”).

–. «Libros de andar y ver», 1911, en OC, I, pp. 170-186.

–. «Tierras de Castilla. Notas de andar y ver», 1911 (publicado en 1916), en OC, II, pp. 43-49.

«Los versos de Antonio Machado», 1912, en OC, I, pp. 470-474.

–. «Meditaciones del Quijote», 1914, en OC, I, pp. 309-400. Cf. especialmente la «Meditación preliminar».

–. «Cuadros de viaje. ¡Se van, se van!», 1915, en OC, I, pp. 407-411.

–. «Notas de andar y ver. De M a d r i d a Asturias o los dos p a i s a j e s», 1915, en OC, II, pp. 247-263.

–. «Meditación del Escorial», 1915, en OC, II, pp. 553-560.

–. «Temas del Escorial», 1915, (OMT, VII, 405-421).

–. «Verdad y perspectiva”, 1916, en OC, II, pp. 15-21.

–. «Muerte y resurrección», 1917, en OC, II, pp. 149-154.

–. «Azorín: primores de lo vulgar», 1917, en OC, II, pp. 157-191.

–. «Paisaje utilitario, paisaje deportivo», 1920, en OC, II, pp. 301-302. (en «El Quijote en la escuela», 1920, en OC, II, 273-306).

«Pepe Tudela vuelve a la Mesta», 1921, en OC, II, pp. 328-333.

«La “razón topográfica” y una variación sobre Toledo», 1921, en OC, VI, pp. 128-132 (en «Introducción a un “Don Juan”», 1921, en OC, VI, pp. 121-138).

«Temas de viaje», 1922, en OC, II, pp. 365-383.

«Notas del vago estío», 1926, en OC, II, pp. 413-450.

«El alpe y la sierra», 1927, en OC, II, pp. 601-605 (en «Cuaderno de Bitácora», 1927, en OC, II, pp. 597-605).

«Hegel y América», 1928, en OC, II, pp. 563-576.

«La Pampa… promesas», 1929, en OC, II, pp. 635-642 (en «Intimidades», 1929, en OC, II, pp. 635-663).

«En el centenario de Hegel», 1931, en OC, V, pp. 411-429.

«Cazador, el hombre alert», 1942, en OC, VI, pp. 488-491 (en «Prólogo a Veinte años de caza mayor del conde de Yebes», 1942, en OC. VI, pp. 419-491).

«Prólogo para alemanes» (publicado por Taurus en 1958), en OC, VIII, pp. 13-58 (Inacabado. Para El tema de nuestro tiempo).

obras consultadas

· Campos Lleó, A., «Ortega ante el paisaje, o la puesta en práctica de una estética fenomenológica», Anales del Seminario de Metafísica, 29 (1995), págs. 201-221.

· Caro Valverde, M. T. y González García, M., «Valor educativo de la pedagogía romántica de la naturaleza en los escritos estéticos de Ortega y Gasset», Cartaphilus, 6 (2009), pp. 33-42.

· Cerezo, P., La voluntad de aventura, Barcelona, Ariel, 1984.

· Cervantes, M. de, Don Quijote de la Mancha, ed. de F. Rico, Madrid, Santillana (ed. del IV Centenario), 2004.

· Fusi, J. P., «Paisajes prometidos. 1. Ortega y el paisaje. 2. El Escorial, paisaje prometido», Conferencias en la Fundación Juan March, 1 y 3 de marzo de 2011, <https://www.march.es/conferencias/anteriores/voz.aspx?p1=22726&l=1>

· Gómez, C. (ed.), Doce textos fundamentales de la Ética del siglo xx, Madrid, Alianza, 2002.

· Gómez, C. «Amor, ética y justicia», Pensamiento, vol. 74 (2018), nº 280, pp. 349-367

· C. Gómez y J. Muguerza (eds.), La aventura de la moralidad. Paradigmas, fronteras y problemas de la Ética, Madrid, Alianza, 2007 (6ª reimpr. 2016).

· González Alcázar, F., «Los paisajes de Castilla en Ortega y Gasset», Revista Cálamo Faspe, 59 (2012), pp. 67-78.

· Lasaga, J., José Ortega y Gasset (1883-1955). Vida y filosofía, Madrid, Biblioteca Nueva, 2003.

· López-Ocón, L., «El interés de Ortega y Gasset por la geografía y por el concepto de región natural tras un viaje a Asturias en  1915», enero 2015, <https://jaeinnova.wordpress.com/2015/01/06/el-interes-de-ortega-y-gasset-por-la-geografia-y-por-el-concepto-de-region-natural-tras-un-viaje-a-asturias-en-1915/>

. Molino, S. del, La España vacía, Madrid, Turner, 2016.

· Martínez de Pisón, E., Imagen del paisaje. La generación de 98 y Ortega y Gasset, prólogo de H. Carpintero, Madrid, Fórcola, 2012.

· Narbona, R., «La mirada cervantina de Ortega y Gasset», <elcultural.com/blogs/entre-clasicos/2016/05/la-mirada-cervantina-de-ortega-y-gasset/>

· Ortega Cantero, N., «Paisaje e identidad. La visión de Castilla como paisaje nacional (1876-1936)», Boletín de la Asociación de Geógrafos de España, 51 (2009), pp. 25-49.

· Paredes Martín, María del Carmen: «Elementos para una teoría del paisaje en Ortega y Gasset», en Domínguez, A., Muñoz, J. y Salas, J. de, El primado de la vida (Cultura, estética y política en Ortega y Gasset), Cuenca, Universidad de Castilla-La Mancha, 1997, págs. 177-193.

· San Martín, J. (ed.), Ortega y la fenomenología. Actas de la I Semana Española de Fenomenología, Madrid, UNED, 1992.

· San Martín, J., Fenomenología y cultura en Ortega: ensayos de interpretación, Madrid, Tecnos, 1998.

· San Martín, J., La fenomenología de Ortega y Gasset, Madrid, Biblioteca Nueva, 2012.

· Zamora Bonilla, F. J., Ortega y Gasset, Barcelona, Plaza y Janés, 2002.

· Zamora Bonilla, J. (dir.), Guía del Madrid de Ortega, Comunidad de Madrid, 2011.

 

[1] Citamos por: J. Ortega y Gasset, Obras completas, Madrid, Revista de Occidente, 9 vols., 1946-1962, indicando en romanos el volumen, seguido de las páginas en arábigos. Junto a esta referencia se ofrece, sobre todo cuando no aparecen en la anterior, textos de la nueva edición de las Obras completas, llevada a cabo por la Fundación Ortega y Gasset-Gregorio Marañón y la editorial Taurus, en 10 vols., Madrid, 2004-2010., precedida entonces la cita de OMT.

[2] Difícil no recordar a este respecto la primera visión de Castilla y sus habitantes que ofreció Machado en el poema «Por tierras de España»: «Abunda el hombre malo del campo y de la aldea, / capaz de insanos vicios y crímenes bestiales, / que bajo el pardo sayo esconde un alma fea, / esclava de los siete pecados capitales». El propio Ortega comentó esos pasajes en «Los versos de Antonio Machado», 1912 (I, 470-474), sobre cuya influencia tendremos ocasión de volver a hablar.

[3] Un breve texto que condensa buena parte de la inmensa obra del autor puede consultarse en C. Gómez (ed.), Doce textos fundamentales de la Ética del siglo xx, Madrid, Alianza, 2002. También abordé la cuestión en el capítulo sobre «Ética y utopía», en C. Gómez y J. Muguerza (eds.), La aventura de la moralidad. Paradigmas, fronteras y problemas de la Ética, Madrid, Alianza, 2007 (6ª reimpr. 2016).

[4] A 1 Cor 1 se refiere precisamente Ortega en «En el tránsito del cristianismo al racionalismo» y en «Sobre el extremismo como forma de vida», En torno a Galileo, v, 13-165.

[5] La observación figura a propósito de los clásicos, a fin de combatir la que considera beatería clasicista: «La beatería no es culto ni entusiasmo, sino la forma indiscreta de ambos. Peralta al “clásico” sobre el nivel de la historia y en vez de intentar derechamente entenderlo como lo que es —como un hombre entre los hombres, y esto quiere decir un “pobre hombre”— parte en su ocupación con él resuelto a admirar, anticipando en su obra perfecciones imaginarias a las que, quiérase o no, adapta los textos», en Prólogo a «Historia de la Filosofía de Émile Bréhiern». (Ideas para una Historia de la Filosofía), vi, 377-418, cit.383.

[6] Como él mismo advierte, «la “salvación” no equivale a loa ni ditirambo; puede haber en ella fuertes censuras. Lo importante es que el tema sea puesto en relación inmediata con las corrientes elementales del espíritu, con los motivos clásicos de la humana preocupación» (Meditaciones del Quijote, en O C, I, 312).

[7] A ese espléndido paisaje, al que después he tenido ocasión de volver por diversos motivos en numerosas ocasiones, fuimos, mientras cursaba la licenciatura de Historia con anterioridad a la de Filosofía, un grupo de amigos, alumnos de Vicente Cacho Viu, buen conocedor de la Institución Libre de Enseñanza y de las ciudades (Segovia, Toledo), en torno a Madrid.

[8] Campos Lleó, A., «Ortega ante el paisaje, o la puesta en práctica de una estética fenomenológica», Anales del Seminario de Metafísica, 29 (1995), 201-221. Entre otros textos donde Ortega incide en la cuestión puede consultarse su «Prólogo para alemanes», donde señala que fue en 1912 cuando estudió en serio la fenomenología (viii, 47), «un prodigioso instrumento», que «por su propia consistencia, es incapaz de llegar a una forma o figura sistemática. Su valor inestimable está en la “fina estructura” de tejidos carnosos que puede ofrecer a la arquitectura de un sistema. Por eso, la fenomenología no fue para nosotros una filosofía: fue… una buena suerte» (viii, 42). Para la influencia fenomenológica en Ortega se pueden consultar, entre otros, P. Cerezo, La voluntad de aventura, Barcelona, Ariel, 1984, y J. San Martín en varias obras como: Ortega y la fenomenología. Actas de la I Semana Española de Fenomenología, Madrid, UNED, 1992; Fenomenología y cultura en Ortega: ensayos de interpretación, Madrid, Tecnos, 1998; La fenomenología de Ortega y Gasset, Madrid, Biblioteca Nueva, 2012.

[9] En esta y muchas otras expresiones, que hoy nos parecen inadmisibles, Ortega es deudor de su época y de la supuesta primacía del varón sobre la mujer. Pero también hay textos en los que supo remontarse sobre esos prejuicios y, sin dejar de valorar la importancia de la diferencia sexual, abrirse a concepciones más plásticas de los géneros y al papel de la fantasía en la constitución sexual. Sin entrar en detalle en la cuestión, dos muestras: En Esquema de Salomé (ii, 370) consigna: «La clasificación que hacemos de los seres humanos en hombres y mujeres es, evidentemente, inexacta; la realidad presenta entre uno y otro término innumerables gradaciones. La biología muestra cómo la sexualidad corporal se cierne indecisa sobre el germen hasta el punto de que sea posible someterlo experimentalmente a un cambio de sexo. Cada individuo vivo representa una peculiar ecuación en que ambos géneros participan, y nada menos frecuente que hallar quien sea “todo un hombre” o “toda una mujer”. Esto que acontece con la sexualidad corporal resulta aún más patente cuando observamos la sexualidad psicológica. El principio masculino y el femenino, el Ying y el Yang de los pensadores chinos, parecen disputarse una a una las almas y venir en ellas a fórmulas diversas de compromiso, que son los tipos varios de hombre y mujer». Y en el Prólogo a «El collar de la paloma» de Ibn Hazm de Córdoba advierte (vi, 51): «El amor es, como antes insinué, una institución, invento y disciplina humanos, no un primo de la digestión o de la hiperclorhidria».[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]

Total
2
Shares