Más interés tiene volvernos a otra de las ocasiones en la que Ortega se ocupó del pensamiento hegeliano, como hizo en la conferencia que impartió en el Instituto Internacional de Señoritas de Madrid, en 1931, «En el centenario de Hegel» (V, 411-429). Ahí, Ortega, comentando las Lecciones sobre la filosofía de la historia universal de Hegel, vuelve a insistir en cómo, para éste, la naturaleza es esencialmente prehistoria, preparación o material para la historia, ya que ésta es la lucha del espíritu frente a la naturaleza para encontrarse en ella. Y comenzará a hacerlo en cada uno de los grandes pueblos que han sido capaces de formar un «espíritu nacional» (Volksgeist) y un Estado. Ahora bien, esa multiplicación sobreviene al espíritu, que es por esencia uno, al ser tamizado por la naturaleza, de manera que la historia, con su enjambre de pueblos, brota de la geografía. ¿Quiere decir ello que, para Hegel, el espíritu nacional sea producto del medio?: «Hegel no puede aceptar que el Espíritu “dependa” de la materia, es decir, que las condiciones naturales sean causa de un cierto modo de ser espiritual […]. Se contenta con hablar de “correspondencia” para designar relación entre pueblo y contorno físico» (V, 423-424). Y Ortega observa entonces que, enfrentado al mismo problema, hace años: «Llegué a la conclusión de que las condiciones geográficas no determinan la historia de un pueblo. En un mismo rincón del planeta han acontecido las formas más diversas de historia, es decir, de existencia humana, de ser hombre […]. Con el mismo material geográfico y aun antropológico se producen historias diferentes» (V, 424).

Lo que sucede es que cada pueblo busca el paisaje que le sea más afín. Los pueblos emigran, se desplazan hasta que se detienen y se adscriben a un paisaje, sin que quepa explicar tal fenómeno por consideraciones meramente utilitarias.

«Hay que acabar por reconocer —indica— una afinidad entre el alma de un pueblo y el estilo de su paisaje. Por eso se fija aquél en éste: porque le gusta. Para mí, pues, existe una relación simbólica entre nación y territorio. Los pueblos emigran en busca de su paisaje afín, que en el secreto fondo de su alma les ha sido prometido por Dios. La tierra prometida es el paisaje prometido» (V, 425).

 

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Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que el tema del posible determinismo geográfico, tal como se expresaba en diversos autores, y quizá fundamentalmente en Ratzel, había sido abordado, en efecto, por Ortega —para combatirlo— años antes. Consideraciones muy explícitas al respecto las encontramos en su artículo de 1922, «Temas de viaje» (II, 365-383), a propósito del realizado de Madrid a Hendaya, a través de Burgos y Miranda de Ebro. La idea de la determinación de la historia por la geografía, de la influencia soberana del medio, que remonta con razón a Montesquieu, le parece, a pesar de la popularidad de que gozaba entre muchos de sus contemporáneos, en exceso cómoda y sin valor científico. Frente a la simplista y esquemática simetría entre clima y forma de vida humana, Ortega vuelve a insistir en que «se han visto florecer en un mismo clima las culturas más diferentes, y viceversa, una misma cultura atravesar climas distintos sin sufrir variaciones esenciales en su estilo» (II, 370). Por eso, la aridez climatológica de la Península no justifica la historia de España:

Las condiciones geográficas son una fatalidad sólo en el sentido clásico del fata ducunt, non trahunt: la fatalidad dirige, no arrastra. […]. El «medio» no es causa de nuestros actos, sino sólo un excitante; nuestros actos no son efecto del «medio», sino que son libre respuesta, reacción autónoma […]. La reacción vital es un efecto constantemente desproporcionado a su causa; por tanto, no es un efecto […]. El paisaje no determina casualmente, inexorablemente, los destinos históricos. La geografía no arrastra la historia: solamente la incita (II, 371-373).

 

Y Ortega contrasta entonces el árido dramatismo de la gleba castellana con la insistente apacibilidad de los campos franceses, contraste que, para él, supone la plástica proyección de dos almas que, pese a su cercanía, sienten la vida de manera opuesta, desde el desdén o desde el amor a la vida: «El campo de Castilla no es sólo árido, desértico, áspero; hay en él, además, la huella del abandono. Es un campo desdeñado. La campiña de Francia no es sólo húmeda, grasa, blanda; es una gleba retocada, acariciada, gozada» (II, 374).

El artículo, en efecto, había comenzado con el contraste entre el viaje de Madrid a Hendaya, donde todo es dramático, y el de Hendaya a París, donde todo es apacible y nada es dramático. Lo cual suscita una preciosa descripción de los campos franceses:

Francia es, ante todo, Francia la bien labrada. Verdor dondequiera, llanura blanda, a lo sumo voluptuosa ondulación. No hay un palmo de tierra que no sonría satisfecho y donde no aparezca la huella de un exquisito cuidado. De trecho en trecho, los boscajes húmedos, sonando al viento, y la capota de pizarras pulidas que cubre el château. Por todas partes los caminos bruñidos van y vienen, esos caminitos perfectos, únicos, que se alargan como caricias morosas sobre el cuerpo de Francia, todo él botánicamente vestido, sin dejar ver por roto alguno su carne cálida o lívida (II, 368).

 

Claro que, dentro de los límites de España, aparece el desdén castellano rodeado de voluptuosidades por todas partes: la festival y decorativa de Levante, la de la comilona y el hogar confortable cantábricos, la del perfume y el aire blando andaluces, el embriagarse gallego en la melancolía atlántica… de manera que «en medio de esta varia delicia, Castilla, recluida en su desierto, toma el aire de un enjuto San Antonio asediado por una periferia de tentaciones» (II, 380).

 

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Esto nos da pie a esbozar, brevemente, el tema de las regiones naturales, al que Ortega no dejó de prestarle atención. En «De Madrid a Asturias o los dos paisajes», de 1915 (II, 247-263), y remitiendo a J. Dantín Cereceda (Concepto de la región natural en geografía, 1913; Evolución y concepto de la geografía, 1915), señala Ortega que la geografía de su época iba concediendo más importancia a la idea de «región natural». Mientras que España es una construcción política e histórica, una construcción mental en la que influimos más que ella en nosotros, la región natural «se nos mete por los ojos»: «De la región podemos tener una imagen visual adecuada, y viceversa, sólo es región, sólo es unidad geográfica real aquella parte del planeta cuyos caracteres típicos pueden hallarse presentes en una sola visión […]. Sólo bajo la especie de región influye de un modo vital la tierra sobre el hombre» (II, 259).

Como señala Eduardo Martínez de Pisón comentando estos pasajes, en realidad Ortega, «más que de la región está hablando de la comarca» (Martínez de Pisón, 2012, 167). En cualquier caso, el tema provocó una honda preocupación social y política en Ortega, al menos en dos sentidos: sobre la unidad política de esa variedad, uno de cuyos exponentes máximos será su España invertebrada de 1921, y la cuestión de los desequilibrios entre el campo y la ciudad, que le llevaría en 1927-1928 a escribir La redención de las provincias. Por el momento, bástenos indicar que, ya en 1915, en el artículo que comentamos, Ortega no sólo no se oponía, sino que demandaba un nuevo tipo de unidad en la que se recogiera la variedad peninsular: «Si hace nueve centurias fue la misión de Castilla reducir a unidad las variedades peninsulares, acaso sea su menester de hogaño hacer que la vida española retorne de esa unidad a una variedad más fuerte y fecunda que la primitiva» (II, 255).

En cuanto al contraste entre ciudad y campo, ese desequilibrio es fatal. Es la oposición entre «unas cuantas ficciones de urbes octocentistas, como islas de modernidad rodeadas de desierto por todas partes. Al espíritu de esas ciudades, que eran la excepción, hemos entregado el gobierno moral y material de España […]. Y para esta inmensidad española, para el campo, para los hombres del campo, para los pensamientos y los nervios del campo, nada. Semejante desequilibrio es fatal» (II, 261). Pese a ello, Ortega no deja de advertir frente a «los peligros que trae consigo el ruralismo» (II, 262), cuestión sobre la que volverá en otras ocasiones, como en su artículo de 1921, «Pepe Tudela vuelve a la Mesta» (II, 328-333). Hoy el tema vuelve con insistencia en la despoblación progresiva y masiva del campo español, como, entre otros, ha abordado Sergio del Molino en su reciente La España vacía (Molino, 2016).

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