Juan Pablo Fussi, en la segunda de las conferencias pronunciadas en la Fundación March en marzo de 2011, bajo el título de «El Escorial, paisaje prometido», señalaba que El Escorial puede ser entendido sucesivamente como un paisaje imperial, como un paisaje filosófico, como un paisaje intimista y como un paisaje falangista, en la medida en que cabe asociarlo, entre otras muchas cosas, con Felipe II, con Ortega, con Azaña y con Falange Española. Pero, sin desarrollar todas esas implicaciones, vayamos con la interpretación orteguiana. «Si todo monumento es un esfuerzo consagrado a la expresión de un ideal, ¿qué ideal se afirma y hieratiza en este fastuoso sacrificio de esfuerzo?», se pregunta (OMT, VII, 413). En realidad, podríamos considerar que a ninguno, excepto al propio esfuerzo, por lo que viene a constituir algo así como un «Tratado del esfuerzo puro». De la arquitectura no se desprende ninguna fórmula que trascienda la piedra:

El Monasterio de El Escorial es un esfuerzo sin nombre, sin dedicatoria, sin trascendencia. Es un esfuerzo enorme que se refleja sobre sí mismo, desdeñando todo lo que fuera de él pueda haber. Satánicamente, este esfuerzo se adora y canta a sí propio. Es un esfuerzo consagrado al esfuerzo (OMT, Temas del Escorial, VII, 414; Meditación del Escorial, II, 556).

 

En él se muestra el alma española:

Un alma toda voluntad, todo esfuerzo, mas exenta de ideas y de sensibilidad. Esta arquitectura es toda querer, acción, ímpetu. Mejor que en parte alguna aprendemos aquí cuál es la substancia española, cuál es el manantial subterráneo de donde ha salido borboteando la historia del pueblo más anormal de Europa. Carlos V, Felipe II, han oído a su pueblo en confesión, y éste les ha dicho en un delirio de franqueza: «Nosotros no entendemos claramente esas preocupaciones a cuyo servicio y fomento se dedican otras razas; no queremos ser sabios, ni ser íntimamente religiosos; no queremos ser justos, y menos que nada nos pide el corazón prudencia. Sólo queremos ser grandes» […]. Hemos querido imponer, no un ideal de virtud o de verdad, sino nuestro propio querer […]. Hemos querido el querer sin querer jamás ninguna cosa. Somos en la historia un estallido de voluntad ciega, difusa, brutal. La mole adusta de San Lorenzo expresa acaso nuestra penuria de ideas, nuestra exuberancia de ímpetus […]. He aquí la genuina potencia española. Sobre el fondo anchísimo de la historia universal fuimos los españoles un ademán de coraje. Ésta es toda nuestra grandeza, ésta es toda nuestra miseria. No le interesa al esforzado la acción, sólo le interesa la hazaña (OMT, VII, 415-416; II, 556-558).

 

Y es este esfuerzo sin más objeto que el propio esfuerzo el que conduce a la melancolía, que Ortega viene a definir precisamente como el resultado del esfuerzo sin resultado: «¿Adónde puede llevar el esfuerzo puro? A ninguna parte, mejor dicho, sólo a una: a la melancolía» (OMT, VII, 417; II, 559), constituyendo para él el Quijote «una crítica del esfuerzo puro».

Recuérdese, en efecto, en este sentido, que, tras más de cien capítulos de empeñada ilusión, don Quijote acaba por morir de melancolía, «porque o ya fuese de la melancolía que le causaba el verse vencido o ya por la disposición del cielo, que así lo ordenaba, se le agarró una calentura que le tuvo seis días en la cama», siendo el parecer del médico que «melancolías y desabrimientos le acabaron» (Cervantes, 2004, 1099). También Sancho percibe que es el desengaño el que mata a su señor, quien, en realidad, se deja morir. Y es entonces Sancho el que parece tomar sobre sí la locura vivificante, proponiéndole una nueva aventura, de tipo pastoril ahora, que se mostrará ya inviable. Y, en un parlamento emocionado —y emocionante—, le dice: «¡Ay! —respondió Sancho llorando—. No se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate ni otras manos le acaben que las de la melancolía» (Ibídem, 1102-1103). Pero parece que, para Cervantes, no es el conocimiento de la realidad el que lleva forzosamente al desengaño, sino más bien el empeño sin objeto. De no ser así, no se comprende que la melancolía no sea alabada en el libro como generadora de virtudes, sino todo lo contrario: es desterrándola como se mejora nuestra condición. Según podemos leer bastante antes: «Vuestra merced créame y, como otra vez le he dicho, lea estos libros, y verá cómo le destierran la melancolía que tuviere y le mejoran la condición, si acaso la tiene mala. De mí sé decir que después que soy caballero andante soy valiente, comedido, liberal, bien criado, generoso, cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor de trabajos, de prisiones, de encantos (ibídem, 511). Como el propio Ortega observa, aun sin detenerse en los textos citados, hemos de oír sobre todo la angustiosa confesión del esforzado: «La verdad es que “yo no sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos”, no sé lo que logro con mi esfuerzo» (OMT, VII, 417; II, 560).

Pero, dejando estas consideraciones, Ortega continúa, en la conferencia citada, adentrándose en Castilla, imaginada desde el Jardín de los Frailes, hasta que la vista alcanza, en el último confín, «las cuestas rojas, arañadas por las aguas como por uñas, las cuestas donde la Alcarria comienza» (OMT, VII, 418). Ello nos da pie a nosotros a abordar, en el último apartado de este trabajo, uno de los más bellos artículos que a Castilla le dedicó y en el que esa relación entre pensamiento y paisaje de la que venimos hablando se pone bien de manifiesto.

 
PENSAMIENTO Y PAISAJE. NOTAS DE ANDAR Y VER

El artículo al que me refiero, «Tierras de Castilla», de 1911, lleva como subtítulo «Notas de andar y ver», una expresión repetidamente usada por Ortega. Así por ejemplo antecediendo al artículo «De Madrid a Asturias o los dos paisajes» o en «Libros de andar y ver», de 1911 (OC, I, 170-186). Ahí aclara que la expresión era la utilizada por los árabes para sus libros de viaje (I, 173), observación que ya había consignado en «Viaje de España», 1910 (I, 527-531), continuación del comentario al libro El viaje de España de Meier-Graefe, iniciado en «España como posibilidad», 1910 (I, 137-138), en el que asimismo anota: «[A los libros de viaje] los árabes los han llamado, delicadamente, “libros de andar y ver”» (I, 528).

Decía que el artículo «Tierras de Castilla» de 1911 es uno de los que estimo más bellos (cada cual tiene sus preferencias), y quizá contribuya a ello el ser el primero que, en mi primera adolescencia, leí de Ortega. En algún otro momento he tenido ocasión de evocar la circunstancia de esa lectura, que se ha grabado fiel y nítida en mi memoria. Tenía entonces trece años, con la reválida de cuarto de bachillerato recién superada y dedicando buenos ratos de las vacaciones a la lectura de un montón de libros que algún familiar había puesto a mi disposición. Una tarde del estío, en la casa de un pueblo del sur al que íbamos a pasar el verano, a la hora de la siesta, para protegerme del calor abrasador y del blanco refulgente de las casas encaladas, que impedía incluso mirarlas si uno no quería quedar cegado, me encontraba en la umbría de una amplia sala, a la que sólo llegaba la luz a través de una claraboya, que la derramaba sobre el brazo de un sofá en el que yo me encontraba tendido boca abajo, sosteniendo el libro en el brazo iluminado. Abrí Notas de Ortega y Gasset y comencé a leer el citado artículo. Y si no fuera porque el lenguaje sexual hoy lo inunda todo hasta la extrema banalización, podría decir con rigor que esa lectura constituyó para mí una experiencia erótica. No, no es que la lectura de Ortega me excitara sexualmente. Obviamente, no me refiero a eso. Pero sí que, a las pocas páginas, sobre las que volví una y otra vez, aquella lectura me tenía como flotando, arrobado, en volandas. «¿Cómo es posible escribir con tal precisión, con tanta belleza, tan maravillosamente?», me preguntaba. Y Ortega hizo mucho en mi amor por la literatura y la filosofía, que no haría sino acrecentarse. Es verdad que, poco después, también, en parte, me decepcionó. El artículo «Musicalia», incluido en la compilación de Notas me pareció elitista y hoy diría incluso que un tanto esnob. Se le ocurre ahí a Ortega comparar la Sinfonía pastoral de Beethoven con el Preludio a la siesta de un fauno de Debussy (que yo no conocía, pero que en cuanto volví a Madrid escuché). Lo malo no estriba en las preferencias, sino en las razones que da para ellas. La Sinfonía pastoral, tan fácilmente asequible, que llega a todo el mundo, como por ejemplo a las señoritas del comptoir, se le antojaba muy inferior al impresionismo de Debussy. Allá cada cual con sus gustos, pero las razones de Ortega en ese caso no me parecen justificables. El alcance de una obra no la descalifica, sino que la engrandece, sin que se pueda estimar sólo valioso aquello a lo que pocos se alzan. No me detendré en esta discusión. Baste recordar que alguien como Th. W. Adorno, por cierto, también en extremo elitista, además de excelente teórico musical, y músico él mismo además de filósofo, no duda en los reconocimientos que la obra de Beethoven merece, sin un tipo de descalificación, a la que sólo un cierto esnobismo (por Ortega tan criticado, en otros lugares) puede dar lugar. Pero esa decepción, y otras que más adelante sobrevendrían a propósito de diferentes cuestiones, no iban a conseguir negar ni arrancar la admiración que sus textos me provocaban y siguen, muchos años después, suscitando, pese a las diferencias y críticas que, en diversos momentos, pueda mantener. Y en cuanto a su lenguaje —quizá, con todo, en exceso preciosista en algunos momentos—, es ya un tópico decir que, gracias a él, se ofreció a los españoles la posibilidad de expresarse filosóficamente, y, en conjunto, me sigue pareciendo de una inmensa riqueza y en muchos momentos, incluso, deslumbrante.

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