POR CARLOS GÓMEZ

Quizá pudiera pensarse que el paisaje es tema menor en el conjunto de la producción de Ortega y Gasset. Como hemos de ver, no es así. No sólo está explícitamente tematizado, en diversos sentidos y con diferentes implicaciones, sino que se encuentra además presente, como fondo, como motivo, como incitación, en numerosos otros textos.

El propio Ortega señalaba, al comienzo de su obra, en La pedagogía del paisaje: «Los paisajes me han creado la mitad mejor de mi alma; y si no hubiera perdido largos años viviendo en la hosquedad de las ciudades, sería a la hora de ahora más bueno y más profundo. Dime el paisaje en que vives y te diré quién eres» (OC, I, 55)[1]. Y todavía en 1929, en La Pampa… promesas, manifiesta: «Hay en mi obra bastantes estudios de paisaje. He sentido los campos apasionadamente, he vivido absorto ante ellos, sumido en su textura de gran tapiz botánico y telúrico; he amado, he sufrido en ellos. A la verdad, sólo se ven bien los paisajes cuando han sido fondo y escenario para el dramatismo de nuestro corazón» (II, 635). E incluso en 1942, en el «Prólogo» a Veinte años de caza mayor, del conde de Yebes, declaraba que le parecía «una vergüenza que no exista una historia del paisaje, que significa una de las mayores conquistas y enriquecimientos del hombre histórico» (VI, 486). Estas declaraciones, que abarcan buena parte del arco de su obra, dan una idea de esa importancia que comenzábamos señalando. Sin embargo, la noción de paisaje es en Ortega compleja y no siempre precisa. Necesitaremos perspectivas convergentes, para hacernos una idea más cabal de la misma. Por ello, a una aproximación inicial, seguirán otros apartados que nos permitan aquilatarla.

 
NOCIÓN DE PAISAJE

Para empezar, y a pesar de lo que pudiera dar a entender la primera cita que hemos transcrito, «paisaje» no siempre se refiere a paisaje «natural», el referido al campo frente a la ciudad. Ello se pone bien de manifiesto, entre otros lugares, en «La “razón topográfica” y una variación sobre Toledo», de 1921 (VI, 128-132), donde Ortega compara Sevilla con Toledo, tras apelar a la que denomina «razón geográfica de cada lugar»: «En todo paisaje hallamos preformado un estilo peculiar de vida, que habría de ser como la perfección cósmica de aquel trozo planetario» (VI, 128-129). Frente a la población abierta y asequible, la ciudad ancha de Sevilla, Toledo aparece áspero y hermético, donde la arquitectura se ha ajustado a la razón topográfica del ilustre cerro manchego, siguiendo palmo a palmo los relieves del suelo, de manera que «el perfil de la ciudad parece dibujado por la misma voluntad telúrica que ideó las crestas de la frontera serranía» (ibídem, 130).

Por otra parte, frente a la materialidad geológica, el paisaje es el resultado de la interacción del hombre con ella, es fruto de la historia y de la cultura, que transforman lo inerte en dinamismo espiritual. Por eso, en Notas del vago estío («¡la gran delicia, rodar por los caminitos de Castilla! Como la tierra está tan desnuda, se ve a los caminos en cueros ceñirse a las ondulaciones del planeta», VI, 413), se refiere a los castillos, que, casi siempre rotos, puestos sobre una línea altanera:

Tienen un aspecto molar y dan a los paisajes desnudos, con sierra al fondo, un aire de quijadas calcinadas, donde queda sólo una muela. Después de todo, se comprende el seguro efecto melodramático que los castillos producen en nuestra sensibilidad menos pulida. En la fauna visual que el viajero persigue, representan catedrales y castillos una especie intermedia entre la pura naturaleza y la pura humanidad. El paisaje solitario, sin edificio alguno, es mera geología. El caserío de villa o aldea es demasiado humano; yo diría demasiado civil, artificial. La catedral y el castillo, en cambio, son a la vez naturaleza e historia. Parecen excrecencias naturales del fondo rocoso de las glebas, y, al propio tiempo, sus líneas intencionadas poseen sentido humano. Merced a ellos, el paisaje se intensifica y transforma en escenario. La piedra, sin dejar de serlo, se carga de eléctrico dramatismo espiritual» (VI, 420).

Más explícitamente aún si cabe, en «La estética de “El enano Gregorio el Botero”» (I, 536-545), comentario al cuadro de Zuloaga, el paisaje, a través de los ojos del pintor, dramatiza y espiritualiza la materia opaca e inerte. El grupo de vida orgánica, observa, «destaca sobre un paisaje de tierra desolada, sin árboles, rugosa, dura y frígida. A mano derecha rampan por un collado los cubos de unas murallas rudísimas de una ciudad apenas sugerida —sugerida lo bastante para que se sepa que es una ciudad bárbara y torva y enérgica […]. Encima un cielo que es una guerra rauda entre un ventarrón y unas nubes» (I, 539). Y es ahí donde el dibujo de Zuloaga asume toda la responsabilidad:

Esta tierra de sol, sobre que recorta su bárbara silueta el enano odrero, no es la bestia enorme que nuestros ojos desespiritualizados nos presentan eternamente muerta, inmensamente inerte. Los declives, los hondones, los altozanos, la suave línea ondulada, la pronta elevación, el anfractuoso modelado que a la vista nos ofrece, se han convertido dentro del lienzo en un drama. La tierra se disocia en las tierras, actores de este drama: y todo ese relieve estático despierta súbitamente a una prodigiosa existencia dinámica […]. Así se comprende que casas, castillos, torres, bardas, montes, labrantíos, adquieran en sus cuadros animalidad, reviviscencia y movimiento (VI, 541).

 

Por eso, el paisaje no es la simple materialidad que puede alzarse ante nosotros, sino síntesis entre las sensaciones que advienen de los elementos territoriales y las ideas —a veces ya encarnadas en ellos a través de los cultivos, la distribución, los edificios— que los interpretan. En «Temas del Escorial» (OMT, VII, 405-421), Ortega se planteó explícitamente qué es un paisaje y ofreció una definición apurada y breve de ello, como síntesis «entre las cosas y las ideas, entre la materia y el espíritu», para relatar a continuación una conversación que había mantenido al respecto con Francisco Giner, en la que el fundador de la Institución Libre de Enseñanza, le habría dicho: «Yo no pienso como usted, pero como usted pensaba aquella admirable mujer, doña Concepción Arenal. No olvidaré nunca que en cierta ocasión me decía: Desengáñese usted, con los paisajes ocurre lo que en las posadas de aldea. Cuando llega el viajero y pregunta a la posadera: ¿qué hay para cenar?, la posadera contesta: «Señor, lo que usted traiga». Pues esto es el paisaje: lo que cada cual traiga» (OMT, VII, 407-408).

Frente a la concepción de organismos que han de adaptarse a un medio único, Ortega, basándose en Jakob von Uexküll y otros biólogos de su época, defiende que el mundo, el medio, el entorno de cada animal es diferente, de modo que ambos se encuentran en una relación insustituible.

El individuo y el medio nacen el uno para el otro: más aún, el individuo no es sino la mitad de sí mismo; su otra mitad es su medio propio, con él forma la verdadera unidad superior que llamamos organismo. De él recibe las excitaciones frente a las cuales reacciona. La vida es precisamente este esencial diálogo entre el cuerpo y su contorno. Pues bien, señores, en lugar de «medio» digamos «paisaje». El paisaje es aquello del mundo que existe realmente para cada individuo, es su realidad, es su vida misma […]. No hay un yo sin un paisaje, y no hay paisaje que no sea mi paisaje o el tuyo o el de él. No hay un paisaje en general (OMT, VII, 409).

 

Y dos años más tarde, en «Muerte y resurrección», de 1917 (II, 149-154), artículo dedicado sobre todo a comentar el San Mauricio del Greco, insistiría: «Nuestra vida es un diálogo, donde es el individuo sólo un interlocutor: el otro es el paisaje, lo circunstante […]. A veces, hallamos en nuestra acción una como zozobra y titubeo, como inquietud y torpeza. El idioma francés expresa esta situación muy finamente con la palabra dépaysé. Estamos despaisados, hemos perdido el contacto con nuestro paisaje» (II, 149).

Imposible no ver en todo ello una nueva formulación de una de sus tesis mayores, la de que «yo soy yo y mi circunstancia», enunciada un año antes en Meditaciones del Quijote, haciendo una precisa —y bella— referencia al Guadarrama: «Mi salida natural hacia el universo se abre por los puertos del Guadarrama o el campo de Ontígola. Este sector de realidad circunstante forma la otra mitad de mi persona: sólo al través de él puedo integrarme y ser plenamente yo mismo […]. Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo» (I, 322). Esa es, por cierto, según Ortega, «la manera cervantina de acercarse a las cosas: tomar a cada individuo con su paisaje» (OMT, VII, 410). Pero el comentario al famoso dictum orteguiano en su amplitud, y no sólo en el tema que nos hemos propuesto, desbordaría con mucho los límites de este artículo y habremos de dejarlo ahora así.

AFINIDADES, PAISAJES PROMETIDOS. DETERMINISMO Y LIBERTAD. LAS REGIONES NATURALES

No obstante, ya en lo anterior se prefigura uno de los temas mayores de Ortega en relación con el paisaje: su insistencia en la afinidad entre el paisaje y el hombre, o, como él dice en diversos lugares, la raza. La cuestión la aborda en diferentes ocasiones y en contextos distintos.

En el «Prólogo para alemanes», que habría de anteceder a la edición alemana de El tema de nuestro tiempo, declara Ortega que «todo pueblo lleva dentro de sí un “paisaje prometido” y yerra peregrino por el haz de la tierra hasta que lo encuentra (VIII, 55). «Paisajes prometidos» es precisamente el título elegido por Juan Pablo Fusi para sus excelentes conferencias en la Fundación Juan March sobre «Ortega y el paisaje». La expresión la utilizó Ortega en otras ocasiones, en las que volvió al tema de la afinidad entre el paisaje y el hombre.

En 1928, en «Hegel y América» (II, 563-576), Ortega denuncia «la enorme limitación del pensamiento hegeliano: su ceguera para el futuro» (II, 573), según muestra el ver «en todo lo americano el carácter de inmadurez» (II, 569). Los pueblos primitivos (los alemanes llaman al salvaje o primitivo Naturmensch) viven instalados en la naturaleza. Pero «en la naturaleza propiamente no pasa nada, por la sencilla razón de que siempre pasa lo mismo […]. En la naturaleza, la variación es pura repetición. Por eso —dice Hegel— la naturaleza es aburrida» (II, 568). Por tanto, «la prehistoria es geografía» (II, 569). Por qué la situación no varía sustancialmente pese a los procesos de colonización no es cuestión que ahora nos interese desarrollar.

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