III. CASTILLA, EL PAISAJE CENTRAL. DESCRIPCIONES, INTERPRETACIONES, CONSTRUCCIONES

No se puede decir que Ortega se haya limitado a los paisajes castellanos. Ya hemos citado algún artículo en el que se refería a la Pampa argentina. También hemos indicado el contraste que señala entre la aridez del suelo español y la dulce Francia. Asimismo se refiere en diversas ocasiones a paisajes alemanes, como cuando recuerda su estancia en Alemania y sus conversaciones con diversos profesores («muchas veces a media noche, en paseos sobre el camino nevado, que terminaban junto al paso a nivel, mientras cruzaba monstruoso el expreso de Berlín cuyos faroles rojos ensangrentaban un momento la nieve intacta, VIII, 20), o en «Las fuentecitas de Nuremberga», de 1906, en el que nos habla de su camino hacia la casa de Alberto Durero, «bajo un cielo epicúreo por donde un rabadán invisible va antecogiendo los vellones de una nube blanca…» (I, 426).

Y, dentro de España, hay comentarios que no se circunscriben a Castilla. Así, respecto a Andalucía, además de su temprano artículo sobre «Las ermitas de Córdoba» (I, 421-424), sus referencias a Sevilla, en «Introducción a un “Don Juan”», de 1921 (OC, VI, pp. 121-138), según tuvimos ocasión de apuntar, o su «Teoría de Andalucía» («Lo admirable, lo misterioso, lo profundo de Andalucía está más allá de esa farsa multicolor que sus habitantes ponen ante los ojos de los turistas», VI, 112; «aunque no ha pretendido nunca ser un Estado aparte, es, de todas las regiones españolas, la que posee una cultura más radicalmente suya», VI, 113), con su ideal vegetativo (lo vegetativo como ideal) y su contraste con Castilla: si bien en Castilla no encontramos sino labriegos laborando sus vegas, la cultura castellana no ha sido una cultura campesina, sino simplemente agrícola, que es lo que queda cuando la verdadera cultura desaparece. Y ésta, por lo que a Castilla se refiere, fue bélica.

El castillo agarrado al otero no es, como la alquería o cortijo, lugar para permanecer, sino, como el nido del águila, punto de partida para la cacería y punto de abrigo para la fatiga. La vida del guerrero no es permanente, sino móvil, andariega, inquieta por esencia. Desprecia al labriego, lo considera como un ser inferior, precisamente porque no se mueve, porque es manente —de donde manant—, porque vive adscrito al cortijo o villa —de donde villano. El sentido peyorativo de estos dos vocablos es un precipitado de desdén que mide el antagonismo entre dos culturas, ambas ocurrentes en el área campesina, pero de signo inverso: la bélica y la agraria […]. Al revés que en Castilla, en Andalucía se ha despreciado siempre al guerrero y se ha estimado sobre todo al villano, al manant, al señor del cortijo […]. Consecuencia de este desdén a la guerra es que Andalucía haya intervenido tan poco en la historia cruenta del mundo […]. Andalucía ha caído en poder de todos los violentos mediterráneos, y siempre en veinticuatro horas, por decirlo así, sin ensayar siquiera la resistencia. Su táctica fue ceder y ser blanda. De este modo acabó siempre por embriagar con su delicia el áspero ímpetu del invasor. El olivo bético es símbolo de la paz como norma y principio de cultura (VI, 114-115).

 

En cuanto a Extremadura, por sus tierras hizo un viaje con Pío Baroja, del que nos ha dejado testimonio en «Ideas sobre Pío Baroja» (II, 69-125), de 1910, con algunos comentarios que pueden resultar un tanto chocantes, como el que hace sobre Coria («cuando, hartos de andar y ver, volvíamos a la posada —allá en Coria, ciudad inverosímil, sombría, torva e inmóvil como un susto en medio de un camino—», II, 78), pero también en otros pasajes, como, por ejemplo, en esta bella evocación que figura en nota a pie de página en Meditaciones del Quijote:

Hace poco tiempo —una tarde de primavera, caminando por una galiana de Extremadura, en un ancho paisaje de olivos, a quien daba unción dramática el vuelo solemne de unas águilas, y, al fondo, el azul encorvamiento de la sierra de Gata—, quiso Pío Baroja, mi entrañable amigo […] (I, 339).

 

(Obsérvese la precisión de los adjetivos: «ancho», que da idea, frente a lo angosto y la angustia, de amplitud, de serenidad; una serenidad que no se disuelve en lo trivial, pues no está exenta de cierta tensión, como marcan la «unción dramática», el «vuelo solemne». Y finalmente, la hermosa personificación de la sierra «encorvada», aunque su encorvamiento no es suave ni pronunciado, sino, con audaz sinestesia, «azul»: el azul encorvamiento de la sierra de Gata. A todo lo cual se agrega el tono cordial, la compañía del «entrañable amigo…»).

Pero ya que hemos señalado la contraposición entre Castilla y Andalucía, quizá la más amplia que realizó fue la de Castilla con Asturias, en el antes por otros motivos citado «De Madrid a Asturias o los dos paisajes», de 1915 (II, 247-263). Ortega comienza trazando una «geografía sentimental» de la meseta, «donde la vertical es el chopo, y la horizontal, el galgo. —¿Y la oblicua? En la cima tajada de un otero, destacándose en el horizonte, es la oblicua nuestro eterno arador inclinándose sobre la gleba. —¿Y la curva? Con gesto de dignidad ofendida: —¡Caballero, en Castilla no hay curvas!» (II, 251).

Obviamente, esto es lo que Aranguren denominó, en cierta ocasión, una «exageración pedagógica», pues Ortega sabe que sí las hay: «Ondula como en tormento la llanada, y a veces se revuelve sobre sí misma formando barrancadas y torrenteras, chatos cabezos y serrezuelas broncas» (II, 253).

Y abunda en un lenguaje épico, guerrero y militar, que repetirá en otras ocasiones y que le parece muy adecuado para «el dios terrible de Castilla», que «pasa en agosto a horcajadas sobre el sol, recorriendo sus dominios» (Ibídem). Tierra que incita al heroísmo y a crímenes apasionados,[2] en ella, siempre en lugares estratégicos, los pueblos: «Siempre inhóspitos, siempre en ruina, siempre la iglesia en medio, con su brava torre alerta, que parece cansada, pero descansa como buen guerrero, de pie, el montante hincado en tierra y sobre su cruz el codo» (II, 253, cursiva mía).  Y es que, en efecto: «No hay en toda Europa un paisaje que como Castilla exija tan imperativamente la presencia del guerrero» (II, 258).

Siguiendo en ello a Francisco Giner, Ortega insiste en que, sin negar su belleza, la preferencia unilateral por el paisaje verde es un resto de utilitarismo, mientras que la de Castilla reside en buena medida en la intensidad que provoca, casi como una alucinación:

Aquí, en Castilla, encontrarán el paisaje incendiado que no existe en Europa; aquí, los campos rojos y áureos ponen los pulsos al galope. […]. Es un mundo para la pupila, un mundo aéreo e irreal que, como las ciudades fingidas por las nubes crepusculares, parece en cada instante expuesto a desaparecer, borrarse, reabsorberse en la nada. Castilla, sentida como irrealidad visual, es una de las cosas más bellas del universo (II, 253-254).

 

Pues bien, si en Castilla, «mirar suele ser disparar la flecha visual al infinito» (II, 254), en cambio, en el valle asturiano, el vacío no existe:

Robles, sauces, laureles, pinedas, pomares, hayedos, un boscaje sin fin en que se abren senderos recatados […]. Sobre las altas mieses, unas guadañas que avanzan y siegan la luz en reflejos. Y como si el breve valle fuera una copa, se vierte en él la bruma suave, azulada, plomiza, que ocupa todo el ámbito. Porque en este paisaje el vacío no existe; de un extremo a otro todo forma una unidad compacta y tangible (II, 259).

 

De ahí que, al pasar Pajares, la mirada haya de cambiar, dejar de ser castellana, esto es, «de ser asceta y guerrera», para adaptarse a un paisaje «que pide ser mirado con ojos de propietario» (II, 258). Y es como si ambos paisajes se increparan: en los valles cantábricos siempre resuenan canciones de mil años, mientras que en Castilla el campo es mudo: «Yo imagino que uno y otro paisaje se increpan mutuamente. “¡Campo sin soledad y sin olores!”, dice al de Asturias el castellano, ebrio de aislamiento y de agudos perfumes: tomillo, cantueso, mejorana. “¡Campo sin canciones!”, responde desdeñosamente el vallecito astur a la imperial lontananza de la meseta» (II, 260).

Mas, sin proseguir ahora con ese contraste ni abundar en temas —como el de las regiones naturales, en él inserto— a los que ya hemos hecho referencia, no querría yo abandonar Asturias sin aludir a un artículo dedicado a Gijón y Cudillero. A este le describe como «un terrible nido hincado en la peña, apto sólo para que de él se lancen al mar sus hombres, como recios cormoranes, “el cuello tendido, el ala silbando”» (I, 409; Ortega entrecomilla la última expresión, dado que, aunque no lo cita, pertenece al Genio del cristianismo de Chateaubriand). Tal artículo, «Cuadros de viaje. ¡Se van, se van!», 1915 (I, 407-411), menos frecuentemente citado, merece sin embargo recordarse, pues, con independencia de los acuerdos o desacuerdos que en determinados momentos o aspectos pudiéramos mantener, está, como en tantas otras ocasiones, lleno de aciertos literarios, de los que bastarán unas pocas muestras. Ya el comienzo, desde su serenidad y —pese a su elaboración— aparente sencillez, es hermosísimo:

Debe haber en mi corazón algo así como una nao con las velas rotas y los obenques segados, porque de otro modo no acierto a explicarme la atracción que sobre mí ejercen los puertos. Sentado en uno de estos norays de hierro donde se amarran los vapores y que llevan impresa en relieve la marca de fábrica, yo me estaría unos cuantos siglos, como dicen que oyendo a un jilguero se estuvo cierto santo eremita. Y más que en ningunos otros, hallo complacencia en estos puertos españoles, que son todos un poco tristes, porque son todos un mucho pobres (I, 407).

 

Pasaje que no puede dejar de recordarme a ese peculiar filósofo marxista que fue Ernst Bloch, cuando, entre las experiencias de sentido de su vida, enumeraba la de ver a un barco entrando en un puerto. Quizá porque, para Bloch, frente al mundo como lugar roto, desfigurado y enajenado, lo que siempre andamos buscando es la patria de la identidad, hacer del mundo nuestro hogar, llegar a puerto, llegar a casa. «¿Adónde vamos? Siempre a casa».[3]

Pero, volviendo a Ortega, éste comenta su preferencia, frente al nuevo y petulante del Musel que estaban construyendo, por el puerto viejo de Gijón, que, a su entender, estaba sufriendo una humillación económica y administrativa, una preterición y mengua de orden civil, lo que le da pie a expresar su valoración de lo superfluo:

A un temperamento delicado y digno, con vitalidad recogida e íntima, le trae un poco sin cuidado todo lo civil y administrativo. Los hombres más finos han sentido siempre un secreto placer en verse pobres y ser nadies. Los rangos económicos y los sociales se fundan en un principio de utilidad, y el hombre exquisito sabe desde hace dos mil años que a las cosas óptimas del universo les acontece ser inútiles (I, 409).

 

En esa valoración de lo superfluo insistirá en diversas ocasiones. Desde luego en El origen deportivo del Estado, 1924 (II, 607-623), pero también, desde el ámbito que estamos abordando, en «Paisaje utilitario, paisaje deportivo», 1920 (II, 301-302), donde anota que «cuanto vale algo sobre la tierra no es obra del trabajo. Al contrario, ha nacido como espontánea eflorescencia del esfuerzo superfluo y desinteresado en que toda naturaleza pletórica suele buscar esparcimiento. La cultura no es hija del trabajo, sino del deporte», lo que habría de provocar «un viraje de la historia hacia un sentido deportivo y festival de la vida» (II, 302).

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