COORDINADO POR VALERIE MILES
VALERIE MILES
Narrar no solo es contar, también es jugar con la forma, el ritmo y las reglas para reinventar las posibilidades de una historia. Puede que a veces buscamos la lectura de un libro de corte clásico, para adentrarse en las complejidades de la condición humana. Pero cuando queremos una experiencia lúdica, o que desafía los límites del lenguaje y la estructura, buscamos a un Georges Perec, o a un Bolaño, entre otros. O un Stevenson, tan querido por Borges, que exploró formas de narrar que rompió algunas convenciones literarias en su día, por ejemplo, usar el mapa como recurso narrativo, combinando los elementos visuales y textuales de manera innovadora. No era el primero en hacerlo, pero sí los elevó a un elemento central y así renovó el género de una manera que dejó una marca distintiva. Puede un mapa ser también interior: de un cráneo, o de una casa, donde el lector, como viajero, como explorador de un mundo íntimo y fantasmagórico, tiene que “entrar armado hasta los dientes”.
KIM NGUYEN BARALDI
Querido Pablo: ¿Cómo estás? Te escribo recién regresado de un viaje familiar a Matarraña, un hermoso lugar donde hemos pasado los primeros días del año rodeados de piedra y olivo. Al volver a casa, repetí esa frase hecha que todos sentimos después de un viaje: «hogar, dulce hogar». Pero, ¿sabes qué? Esa dulzura duró poco. Bastó con abrir tu libro.
La primera frase, «Esto no es un libro, es una casa», me dio de lleno. Me llevó directo a un recuerdo lejano: aquella tarde de junio, hace ya veinte años, cuando crucé el umbral del inmueble de La vida instrucciones de uso y descubrí a Perec. Mientras avanzaba en la lectura de tu libro, pensé: ¿no será que aquellas personas que habéis tenido que vivir experiencias extremas, traumáticas, habéis recurrido a la estabilidad de la casa? Porque una casa, al fin y al cabo, tiene que ser habitable, aunque sea solo un poco.
Quizá sea vuestra forma de buscar un poco de orden en el caos de la existencia, un buen punto de anclaje para partir y, sobre todo, regresar. Esas cosas tan básicas: la puerta de madera recia, el colchón del dormitorio, el largo pasillo, el parqué del estudio, etc. Y desde ahí, todo puede hervir y derramarse: los sueños plagados de larvas, las dudas persistentes, la superposición de olores y tiempos, la extrañeza de los recuerdos. En el palacio que le has construido a tu padre, se habita. Aunque no sea fácil, se habita. No es un lugar para pantuflas ni comodidades literarias: como diría Valéry, uno debe entrar armado hasta los dientes.
También me devolviste una emoción que no sentía desde hace mucho: la maravilla de encontrar un mapa entre las páginas de un libro. Esas líneas siempre prometen aventuras, misterios por resolver. Stevenson, con su claridad infantil, lo expresó perfecto: «Sé que hay personas a las que no les interesan los mapas, algo que me resulta difícil de creer». ¿Cómo no dejarse llevar por ellos, recorrer sus contornos con la yema de los dedos, imaginar lo que se oculta en sus espacios en blanco? Stevenson dibujó para su hijo el mapa de la isla del tesoro; tú, en cambio, has trazado el mapa del apartamento de tu padre.
No nos conocíamos apenas, pero, en unas pocas horas, he recorrido tu casa interior, tu cámara oscura. La he visto, la he escuchado, la he olido. Me siento afortunado de conocerte a través de un texto tan valiente.
Hogar, dulce hogar. Un fuerte abrazo.
PABLO ACOSTA
Querido Kim: Escribo 2025 por vez primera y me doy cuenta de que a estas alturas del año ya me siento encorvado como un hombre que no ha sabido soltar su saco. También llegué a mi hogar, Barcelona, hace unos días. Hemos estado en mi isla y me encantaría contarte el verde indecible de las montañas que rodean La Laguna, pero la tarea que me ha llevado allí (vaciar la casa de mi madre) ha sido ímproba. En todo caso, está hecho, y ya me encuentro de nuevo en pie a la orilla de este mar.
No sabes lo que te agradezco que aceptaras este intercambio de libros y de cartas. A pesar de que aún no he leído tu Perec (prometo hacerlo en los próximos días), sabía que La casa de mi padre conectaría con tus temas, sobre todo porque cuando se publicó y empecé a hablar de ella reconocí La vida instrucciones de uso como una de sus influencias. Sé que La vida es una de las novelas que más he disfrutado en mi vida, pero como la conozco como mero lector (quiero decir que no la he estudiado), solo contengo algunas imágenes borrosas que me tocaron, seguramente digestiones de ideas que ahora me son afines y que Perec expone allí.
¿Sabes que cuando acabé de leerla me compré un puzle cortado a sierra, en la tienda especializada que está cerca de Aribau? La dependienta no se creía que estuviera encargándole tal carísima rareza y miraba a aquel hombre que nunca antes le había comprado puzles, desde detrás del mostrador, con cara de sospecha. Después de muchas tardes y noches dedicado a montarlo confirmé la analogía que trazaba Perec entre ellos y la novela. Su idea de que montar un puzle humano (frente a los cortados por las máquinas industriales) está lleno de trampas porque existe una estrategia previa diseñada por su hacedor que se confirma cuando estás trabajando en él. Es entonces cuando sientes el otro lado del espejo claramente activo: hay un autor que te engaña, pero que también cuenta con que podrías resolver el problema. En La vida instrucciones de uso esta forma de trabajar está llevada al extremo (creo) y me parece que este es uno de los caminos más interesantes que seguir en la construcción de una narración: el de la fragmentación de la trama, el de los callejones sin salida, el de las historias narradas no por un mago que te sorprende al final del truco efectista (como todos los que escriben desde la jaula de los géneros), sino por un autor que desconfía de las historias clásicas y busca (desesperadamente) otras formas de narrar. Me interesaría saber qué piensas de todo esto, aunque sospecho que en tu libro encontraré algunas respuestas.
Se me ha ido la carta respondiéndote a tu primer párrafo. Perdona, pero soy de respuestas largas. Déjame, sin embargo, apuntar algo sobre tu idea de la promesa de aventura en los planos y los mapas. La idea de usar un palacio de la memoria para contener la narración en La casa de mi padre proviene de la necesidad de usar una estructura estable (lo has visto bien) que permitiera ordenar los recuerdos insaciables, que no tenían contornos fijos, que se transformaban y que me invadían. La casa permite narrar en un nivel superior de manera lineal el recorrido que el narrador realiza, mientras que los recuerdos, los sueños y las imágenes (tres elementos que están vivos y que no deseaba disecar al modo de la narración tradicional, asignándoles causas, efectos, moralejas más o menos obvias) son metarrelatos que tienen un tratamiento más subterráneo y experimental. Lo que en realidad hubiera querido hacer con La casa es desvelar su secreto desde el inicio y escribir una novela sobre nada, como decía aquel. Tuve, sin embargo, que tragarme el sapo de la construcción del sentido con un mcguffin bastante evidente. ¿Quién leería este libro áspero, si no lo hubiera hecho así? Aún no sé si se puede huir de eso. Lo dejo aquí, Kim, por ahora. Un abrazo, esperando leerte, Pablo
PD ¿No podríamos mandarnos estas cartas en papel? Desconfío de este medio.
KIM NGUYEN BARALDI
Si pudiera, cogería pluma y papel para escribirte, pero sospecho que a estas alturas sería incapaz de llenar un folio sin que me dieran calambres en la mano. Oye, ¡qué maravilla que, después de leer La vida instrucciones de uso, te hayas puesto a montar un puzle artesanal! Perec tiene ese extraño don de contagiar el juego fuera de sus libros. ¡Siempre lo consigue!
Aprovecho que mi hija ya está dormida para responderte al espinoso asunto de la desconfianza hacia las historias clásicas y la búsqueda de nuevas formas de narrar. Te confieso que, como lector, me gusta alternar placeres. Hay días en los que nada se compara con perderse en un Balzac, un Simenon o una Agatha Christie. Creo en el puro placer narrativo, en esos escritores y escritoras que contaron historias por el simple encanto de contarlas. Precisamente, el otro día me crucé con una frase de Vonnegut: «Cuando excluyes la trama, cuando excluyes el deseo de alguien en relación a algo, excluyes al lector, lo cual es malvado».
Sin embargo, vivir solo entre novelas tradicionales sería obligarse a encontrar en todas partes la misma historia: predecible, cómoda, tediosa. Por eso, la mayor parte del tiempo estoy atrapado por libros llenos de callejones sin salida, como bien dices, esos que expanden la experiencia y nos conducen al descubrimiento de nuevas formas, es decir, otras maneras de sentir. De aquí han surgido las colisiones más importantes de los últimos años.
Dicho esto, estoy convencido de que tampoco podría vivir permanentemente entre vanguardias. Aunque deslumbran al principio con la fuerza de la novedad, a menudo faltan de continuidad. O así lo siento. Alguien me dijo una vez que, si una obra se califica como «experimental» es probable que el experimento no funcionó. Por eso, dentro del gran movimiento formalista francés de la segunda mitad del siglo XX, prefiero, como novelistas, a Duras o Modiano antes que a Robbe-Grillet o Sarraute. Con los primeros, todavía hay personajes y retazos de historias que invitan a quedarse.
Todo esto, Pablo, para decirte que, para mí, el ideal de libro sería aquel que mezcla literatura experimental y literatura clásica en proporciones perfectas, obteniendo un sabor que reconocemos sin haberlo probado jamás. Derribar al padre, pero sin rematarlo. Por eso siempre vuelvo a libros como La vida instrucciones de uso, ese baúl lleno de historias que puedes devorar de bruces en la cama y que, al mismo tiempo, es un laboratorio de física cuántica. O libros como Los detectives salvajes. ¿El Quijote?
Ahora es la mañana —mi hija juega en el salón— y vuelvo a dudar. Me cuesta horrores jerarquizar. Al final, tal vez lo más sensato sea ajustar las lecturas a las necesidades del momento.
O salir por la tangente y entregarse al pragmatismo de Chéjov: dividir los libros en dos categorías, los que nos gustan y los que no, y vivir tranquilamente con ello. Pero, ¿no sería esto hacer trampa? Un gran abrazo.
PABLO ACOSTA
Querido Kim: Imagino a tu hija, jugando envuelta en un aura de luz sosegada que reconocí, hace unos días, en el mío. Me siento afortunado cuando él ronda la casa, gateando torpemente y gritando lo único que sabe. Ahora él también duerme, aunque el lugar desde donde escribo es inestable. Llevo ensayando estas líneas algunas horas: ayer por la tarde, desde un tren que cruzaba Collserola; hoy temprano, desde una biblioteca en penumbra; ahora, desde mi salón, nocturno y agotado.
Sobre las manos y el calambre: suelo escribir eléctricamente, como me dijo un viejo profesor un día, pero en los últimos tiempos me veo obligado a cerrar el ordenador y a coger papel y pílot: me pierdo por la pantalla y reconozco cómo la fisicidad me devuelve un pensamiento orgánico. De hecho, últimamente he tenido que escribir capítulos enteros en papel y después pasarlos a ordenador, como si fuera un secretario de mí mismo. Este método funciona, pero también me preocupa.
Me he prometido ser breve en esta cuarta carta, pero no sé si podré cumplirlo, pues acabo de terminar tu Por qué Georges Perec. Ha sido una lectura feliz. Primero, porque al fin me entero de que eres tú la misteriosa persona que regalaba La vida instrucciones de uso una vez al año en La Calders. Leí el rumor el año pasado, pero he tenido que esperar a la solapa de tu libro para saber que eras tú. Estoy hecho un pésimo detective salvaje que, además, se está ganando la fama de que solo le gusta la literatura de vanguardia, cuando, como tú, además, amo el terror, la ciencia ficción y el misterio. De hecho, gracias a tus aforismos he vuelto a leer El asesinato de los peces rojos (capítulo L) y he confirmado mi recuerdo desvaído de que lo detectivesco impregnaba La vida instrucciones de uso (después de leerte, ya no puedo abreviar el título).
Salgo de tu libro con una lista y con un hambre voraz de, al menos, tres cosas: la primera, volver a La vida instrucciones de uso; la segunda, leer todos y cada uno de los títulos que citas (sobre todo su libro de sueños: ¿has visto la recopilación que acaban de sacar de Lovecraft, en el volumen segundo de su correspondencia? Es magnífico); y la tercera, conseguir la biografía de Perec que también mencionas. Cuando comencé la carrera en la universidad aún se propugnaba la idea de que la vida del autor no importaba en la interpretación de un texto. Seguí a pies juntillas el precepto hasta que empecé a estudiar literaturas que, como escribía Michel de Certeau, daban cuenta de la lucha entre la experiencia y el lenguaje. Veo que en tu libro apuntas a la idea de que la vida de Perec se reconstruye en su ficción, de manera sutil, y en otros textos explícitamente. Quisiera entender (entender de verdad) a qué te refieres: seguramente valga la pena hablarlo.
Debo despedirme, por mi promesa, no sin decirte que haber disfrutado Por qué Georges Perec es un alivio. No tener que soltarte ese «me ha gustado bastante» tan de aquí, mirando al tapete de la mesa. Siento en tu escritura esa felicidad, de nuevo, y esa candidez que tú apuntas en la de Perec. Y esos atributos vivos (esa relación con la materia de la escritura, con su forma) es una absoluta rareza hoy en día. Pero no voy a meterme en ese jardín y dejo aquí mi carta. No solo por mi promesa, sino porque mañana defiende su tesis doctoral una amiga y, aunque solo asista como público, debo fingir estar fresco. Te envío un fuerte abrazo, Pablo
KIM NGUYEN BARALDI
¡Qué decirte! ¡Qué decirte salvo gracias por tus palabras! Saber que mi librito despertó en ti el apetito perecquiano me hace inmensamente feliz.
Y qué alegría que hayas percibido la candidez, porque es algo que me importa especialmente. Está vinculada a la propia forma del libro, donde cada fragmento arranca siempre con la misma palabra. Mientras lo escribía, pensaba en mi hija, que en ese preciso momento estaba aprendiendo a hablar, repitiendo siempre los mismos comienzos, como si encontrara en ellos una fórmula estable desde la que lanzarse al mundo. Era una forma perfecta para rendirle homenaje al niño Perec y decir las cosas que pienso y siento sin artificios ni segundas intenciones.
Yo también estudié en una universidad donde hablar de la vida del autor se consideraba casi un sacrilegio, un gesto impropio, incluso vulgar. Es cierto que la muerte del autor trajo consigo una inmensa libertad para el lector, pero quizá no sea necesario ser tan sanguinario, ¿no? Tal vez podríamos permitirnos, de vez en cuando, escuchar su voz. En el caso de Perec, esto se vuelve literal, porque oír su voz —dulce, juguetona— en sus ensayos radiofónicos o en alguna de las entrevistas que concedió es, para mí, una de las mejores puertas de entrada a su literatura.
Y ya que hablamos de la universidad, quería comentarte que mis estudios literarios fueron decepcionantes. Me sigo preguntando, veinte años después, en qué momento la universidad, desorientada por las cuatro esquinas, decidió anestesiar el placer de leer. No sé cómo estarán las cosas ahora —y espero que tú, como profesor, me des alguna esperanza—, pero recuerdo que cuantas más horas pasaba enfrascado en libros de crítica especializada, más lejos me encontraba de la literatura.
Una de las razones principales es la que señalas: que cierta crítica académica parece estar completamente desconectada de la experiencia. El libro parece un cadáver sometido a una autopsia en una sala fría y aséptica, mientras que la experiencia del lector, esa vida transformada por el encuentro con el texto, queda totalmente relegada. Esta desconexión, este alejamiento del libro a la vida, cuando el libro es vida, priva al estudiante de comprender —realmente— el sentido de lo que está haciendo, y de recordar por qué decidió un día dedicarse a aquello que tanto amaba. En esos años universitarios, me olvidé que un libro puede hacernos gritar de alegría o temblar de deseo. Sé que esto te sonará muy dramático, pero qué le vamos a hacer, así fue.
Desde entonces, me gusta repetir esta hermosa frase de Borges: «Creo que uno solo puede enseñar el amor por algo. Yo he enseñado, no literatura inglesa, sino el amor a esa literatura».
Bueno, querido Pablo, es el momento, para mí, de concluir esta correspondencia. Ha sido un placer inmenso intercambiar contigo. Sé que tu pregunta sobre cómo Perec se construye en su ficción quedó sin respuesta, pero es un tema tan amplio que prefiero dejarlo como excusa para que nos veamos en persona, frente a un café. Y que me hables del verde indecible de las montañas que rodean La Laguna y de los proyectos que tienes entre manos. ¿Qué dices, te animas? Un fuerte abrazo, amigo.
PABLO ACOSTA
No tienes que agradecerme nada. Mi lectura ha sido sincera. Ya he pedido La cámara oscura en una librería de segunda mano y la espero con ilusión, la verdad, porque la literatura de sueños me vuelve loco. No tanto lo que un escritor o una escritora pueda hacer con su material onírico (¡que también!), sino los sueños narrados a posteriori, en crudo o literariamente trabajados, incluso clasificados, formando parte de un mosaico. El Tercer Reich de los sueños, por ejemplo (que, como proyecto, va mucho más allá de esto que te comento), o los sueños de Lovecraft a los que aludía en la última carta, por citar dos encuentros últimos, me punzan de una manera que aún no me explico. Hay algo en esa melaza subterránea de las imágenes que me fascina y que, como sabes, también yo utilizo para escribir. Si algún día vuelvo a dar clase (y me dejan) montaré una asignatura que verse solamente sobre literatura y sueño.
Sobre la universidad… La conversación sería ardua y, la verdad, no sé si este es el medio adecuado para sostenerla, pero sí: no es difícil encontrarte con monstruos (o con robots o con loros) en las aulas. Yo, por suerte, tuve muy buenos profesores de literatura desde mi educación secundaria. Fui a un instituto público de mala fama en mi ciudad (puede elegir entre dos centros y, conscientemente, elegí el otro) y allí encontré a unos humanistas convencidos que me enseñaron a leer sin dejar de amar los libros. Como bien expresa Borges en esa maravillosa frase que citas, esas son las únicas maestras posibles: por tu libro sé que a ti te dio clase, al menos, una de ellas.
En todo caso, sí, sin duda es un misterio insoluble es porqué algunas personas se han dedicado a la enseñanza. Personas a las que no les interesa su materia, ni la relación con el estudiantado, ni la vida universitaria general. Sé que hablar de amor, como hiciste tú en tu carta o como acabo de hacer hace unas líneas, podría ser tachado de cursi o incluso de simplón en muchos foros, pero de verdad creo (créeme) que es la única forma posible de vivir dignamente una profesión como esta, basada en adquirir saber y en darlo a otros.
Sobre el papel del autor en la interpretación del texto te diré, aunque tan solo sea por apuntar hacia los temas de una conversación futura (acepto ese café si lo cambiamos por un vino), que al menos en lo que se refiere a la Literatura mística de la Edad Media, que ha sido mi tema de estudio principal desde hace ya muchos años, no es posible ni recomendable prescindir de lo que sabemos de la «autora» en una interpretación, porque en estos textos la experiencia vivida es central y necesitamos la mayor información posible para poder comprender el relato adecuadamente. Como te decía en mi carta anterior, la de los místicos es una lucha (cito mejor hoy a Certeau, seguramente porque estoy más descansado) entre la experiencia y el lenguaje, a la que solo podemos acceder, de nuevo como detectives un poco desharrapados, a las huellas que ha dejado. No te miento cuando te digo que no me he arrepentido nunca de haber escogido convivir con estos textos. Es un día a día intenso, que siento como un privilegio que choca contra el mundo, pero que también me ayuda a comprenderlo.
Hay más, pero creo que debemos dejarlo aquí. Esta breve correspondencia, Kim, ha sido un placer acelerado, otro fruto de esta vida en la que tenemos que hacer diez cosas a la vez y en la que todo corre y corre y, con todo, corremos nosotros. ¡Los tiempos hubieran sido distintos con cartas de papel, te lo aseguro, a pesar de los calambres! Pero no me arrepiento. Intercambiar ideas contigo ha sido enriquecedor. Eres un maestro de la cita adecuada y del florilegio, un arte muy del Antiguo Régimen que yo desconozco. A mí se me diluyen dentro las cosas que leo y me es muy difícil recuperarlas en su forma original. Ignoro si esta transformación es una forma de amor, pero sí sé que es mi forma.
Te abrazo desde el otro lado del espejo. Pronto más, compañero, Pablo
Valerie Miles. Nacida en Estados Unidos y radicada en Barcelona, Valerie Miles es escritora, editora, y traductora. Dirige Granta en español desde 2003 y fundó la colección de clásicos contemporáneos en español de The New York Review of Books durante su periodo como subdirectora de Alfaguara. Es colaboradora de The New Yorker, The New York Times, El País, The Paris Review, y Fellow del Fondo Nacional de las Artes de Estados Unidos, por su traducción de Crematorio de Rafael Chirbes. Fue comisaria de la exposición Archivo Bolaño, 1977-2003, con el equipo del CCCB de Barcelona, fruto de una larga investigación en los archivos privados del escritor. Su primer libro, Mil bosques en una bellota, fue publicado con el título A Thousand Forests in One Acorn en inglés.
Pablo Acosta (La Laguna, Tenerife, 1981) es investigador universitario, experto en Literatura mística medieval, en particular, en aquella compuesta por o sobre mujeres. En este ámbito le interesa el estudio de la materialidad, la voz, la experiencia y la memoria, temas sobre los que ha escrito largamente para la academia y que impregnan la obra literaria que ha publicado más allá de la misma. La casa de mi padre, que tardó en construir más de diecisiete años, fue finalmente publicada por H&O en 2022.
Kim Nguyen Baraldi (Bruselas, 1985) es ensayista y autor de Por qué Georges Perec (La uÑa RoTa, 2024). Ha colaborado con diversos medios culturales y, desde 2011, edita la página literaria Calle del Orco. Es promotor del Bartleboothsday, una celebración anual que, cada 23 de junio, poco antes de las ocho de la tarde, conmemora la muerte de Percival Bartlebooth, protagonista de La vida instrucciones de uso.