POR BEGOÑA MÉNDEZ

«Un cuerpo es lo que puede», afirmó Spinoza en el siglo XVII y es en primera instancia la idea que animó la escritura de Autocienciaficción para el fin de la especie. Pero, ¿cómo se modula lo que puede o no puede un cuerpo? El filósofo holandés también respondió a esto: los cuerpos encuentran su potencia en su capacidad de afectar y de ser afectados; esto es, en el deseo. «Aún no sabemos lo que puede un cuerpo», reza otra sentencia spinoziana. Pues bien, con urgencia autolesiva y curiosidad kamikaze, escribí para explorar los confines de lo que puede mi cuerpo, para saber qué ocurre cuando un cuerpo deseante se hace texto literario, hasta qué lugares llega, si produce corrimientos, si estremece de algún modo, si un ensayo es capaz de dar amor y de morir en manos de sus lectores.

Después de releer El uso de la foto de Annie Ernaux, comprendo que escribir sobre el deseo significa asumirse como estructura del tiempo; si el deseo es potencia de vida y por tanto subterfugio para escapar de la muerte, su ausencia o su cumplimiento le revelan a la carne su condición vulnerable, su carácter inestable, siempre al borde de la ruina. Mortal y rosa, así quise en algún momento terminar mi ensayo. En todo caso, un futuro muy cercano. El horror y el descanso. Una paz insoportable. (Mortal y amarilla, me corregiría ahora si así lo hubiera finalizado porque, esto es algo que antes no sabía, la muerte es amarilla).

Yo ya no sé si escribí para entender el cadáver que llevo dentro de mí o si traté de zafar de un destino irremediable matándome como humana y resurgiendo después como un astro irrelevante, un cúmulo de mujeres y criaturas lisiadas en tercera persona, ni siquiera ya el nosotras, sin ninguna identidad a millones de años luz de mi cuerpo y de mi nombre, de mi experiencia de vida y de toda literatura: «Y las hijas de la Shell resurgían como astros en la locura danzante de un sistema sin sol. Sus cuerpos de basurero gravitaban trayectorias enajenadas. Bailes que celebraban su condición sagrada y despreciable: sus deseos inhumanos, sus pasiones mistéricas, la ideología del hambre y los afectos torcidos. Los hombres asesinados y los niños abortados. Las violencias grabadas en sus cuerpos minerales. Todo lo danzaban. Todo».

Sí sé que escribí para huir de los grilletes del sustantivo «mujer» («mujer, ¿qué es eso?», me pregunté constantemente durante meses y meses) y renegar de lo humano («¿qué es todo este entramado de afectos devastadores, de emociones desgarradas y anhelos impugnados? ¿qué cosa es este mundo, los lugares estragados de nuestro planeta, todas las vidas precarias y que no importan a nadie?, ¿qué es todo esto?», me repetí sin descanso durante un año y medio); escribí para escapar de toda taxonomía estrecha y lacerante (de este lado, feminidades indignas y explotadas, úteros subrogados desgajados de sus cuerpos, putas, brujas, místicas desquiciadas, viejas desmemoriadas, abuelas sin voz; del otro lado, masculinidad sin fisura, la legitimidad del hombre para ejercer violencia y El Niño convertido en ilusión de futuro, ese espejismo vano, mientras quema el presente y nadie apaga los fuegos). Sé que escribí para ser, sin biografía, monstruo de vida y anhelo, para cancelar mi carne y convertirla en lenguaje. Para reventar los discursos que contienen nuestros rostros y fijan identidades. Para amar y señalar todos los cuerpos en crisis, esa grieta permanente. Para denunciar la violencia que las mujeres ejercen sobre otras mujeres. Así es como volqué mis huesos, mis vísceras y mis deseos en la escritura. Y su peso desfondó los moldes que me sujetan, los discursos culturales que llevo sobre los hombros y agarrados a la piel, la mugre que no se va: Begoña, cuerpo de mujer, humana; ficciones consensuadas y asumidas como ciertas. Pero basta hurgar un poco para que cedan las hormas y se generen los rotos. Las palabras apuntalan, sí, pero no es menos verdad que si te abismas en ellas, se abren zanjas, pasadizos, túneles subterráneos que conducen a extramuros de la piel que te contiene, a otros cuerpos y otras sexualidades, a experiencias extranjeras, a otras fragilidades. Rebuscar en las ficciones marcadas como verdad implica abrir una herida que justo porque no cura permite la reinvención. Desentrañarme en la entraña, irradiar la desmesura de las voces y los ecos que llevo sedimentados, habitar en la extrañeza de las vidas de otros cuerpos que vivo o que me viven. Eso me propuse hacer. Eso sentí que podía mi cuerpo.

Después de releer El uso de la foto de Annie Ernaux, comprendo que escribir sobre el deseo significa asumirse como estructura del tiempo; si el deseo es potencia de vida y por tanto subterfugio para escapar de la muerte, su ausencia o su cumplimiento le revelan a la carne su condición vulnerable, su carácter inestable, siempre al borde de la ruina

Del mismo modo que el cuerpo es cultura y convención, también lo son los géneros literarios; ofrecen horizontes de expectativas, dan certezas y agarres a la experiencia lectora, domeñan los cauces escriturales y permiten que las obras encajen y sean parte de la historia y la tradición. Pero a la vez atesoran la posibilidad de un desvío, de la toma de un ramal alternativo que destartale estructuras y desordene las formas. La semilla de un poder disidente: exactamente igual que ocurre con los géneros que nos asignan cuando nacemos. Y yo quería tentar los límites del ensayo, transmutarlo en no-lugar, manipular la ficción y la vida material, mezclar lo existente con lo irreal, otorgarle una textura poética y xenomorfa, refundarlo y amasarlo desde un amor extranjero y una rabia sobrehumana. Hacer de mi escritura un cuerpo extático e ingobernable. Convertir la carne y sus deseos en probatura y error. Digamos que ese fue otro motivo esencial que atraviesa Auto-sci-fi para el fin de la especie: la vocación de indagar en las posibilidades que la cultura ofrece para habitar los deseos de modos no normativos, para ensanchar molduras (tu cuerpo llega hasta aquí; aquí acaba tu deseo) y emborronar dicotomías (cuerpo de mujer, cuerpo de hombre) que recortan y ordenan nuestras carnes anhelantes. Y puesto que todo libro es una colaboración (palabra de Susan Sontag), mi ensayo está lleno de materiales ajenos, de libros, de música y de poemas; de películas, de citas, de personajes monstruosos, de mujeres marginales que nunca existieron, de mujeres en silencio que tuvieron una vida. Todo eso adherido a mi autobiografía y que es parte de mi cuerpo y también de mi escritura. Como mi retina enferma que me tuerce los contornos de las cosas que veo. Llevamos bajo la piel universos enteros. Es hermoso descubrirlos. Es hermoso deformarlos, jugar con la intimidad, manipular esas vidas, secretas e interiores, que acarreamos por dentro. Me apropié de lo extranjero que también me habita para volcarme en un texto desmesurado y obsceno. Ensayo Hybris. Cuerpo informe. Cuerpo extraño. Un texto que fantasea con llegar al grado cero de la experiencia humana o, como dejó dicho la poeta argentina Irene Gruss: «En la ficción ella tiene que morir».

Morir. En mi libro muere un montón de gente. Mueren los buenos y también los malos. Mueren los hijos que nunca tendré y muere El Niño tan cargado de promesas, de panes bajo el sobaco, y también mueren los hombres que ostentan en sus manos el poder del macho blanco; mueren los seres bellos incapaces de aguantar su condición vulnerable y mueren asesinadas las criaturas inocentes que no pueden, que no saben, formar parte de este mundo. Mueren las brujas ancianas cuando se han asegurado del traspaso de su herencia. (¿Qué es una bruja? Una mujer que no teme la potencia de su cuerpo ni su sagrada alegría.) Y también está el legado de nuestras madres primeras: Lilith (prostituta amancebada con demonios y alimañas) y Eva (hueso callado ante Adán, sierpe deseante en su altísimo secreto). Ellas dos nos enseñaron los afanes del hambre. «Soy una mujer ávida, esa es realmente la única cosa más o menos justa, de mí», escribe Annie Ernaux en Perderse. Y es que el mundo está lleno de mujeres hambreadas. También mi ensayo. El hambre es un hueco que debe colmarse. Vida y sexualidad. El deseo de la carne. Por eso renunciar al hambre implica querer morir.

«Mi estómago lleno de Hot-dogs y de tequilla está con los muertos de Hiroshima; mis senos dulzones están con las palabras hostiles de Margarithe Duras:

“Lloran.

– Y un día moriremos.

-Sí. El amor estará en el ataúd con los cuerpos”.».

He escrito sobre mujeres que han perdido su cuerpo («haber perdido el cuerpo significa que la carne se ha desvinculado del lenguaje del mundo. Es el alma que desiste de todo lo que está fuera del límite de la piel») y sobre cómo el deseo supone la vuelta al cuerpo. Basta que haya un cuerpo que se agite en resonancia con otro cuerpo para irse más allá de las fronteras que erige el tegumento. Si en un cuerpo sin deseo el mundo es indisponible, una mujer deseante es instancia de contacto, superficie de fricciones, bofetadas o caricias, más acá o más allá del envoltorio de piel que nos contiene. Y sentí que ningún otro lugar como en la existencia ciborg se hace tan evidente la caída de fronteras de la experiencia humana: el cuerpo se convierte en dispersión de datos que se vuelca en el afuera y la vida se estira como metal maleable para acercarse a otras vidas. Y esa cosa tan extraña que ocurre y que es real quise escribirla en mi ensayo para entenderla: cómo se toca la gente en el espacio-red, cómo puede un ser viviente desasirse de su carne y sin embargo encontrarse con otros seres que viven. Cómo se ordena el deseo, cómo se ejerce el poder en un espacio sin piel: eso quería saber. Cómo es el juego de fuerzas, cómo el vencimiento y la rendición, cómo la violencia, cómo el tacto y el amor, cómo el sometimiento. Y comprendí que da igual en qué entorno nos movamos, hay que anhelarse siempre con sumo respeto.

¿Me amas? es otra cuestión crucial que atraviesa mi ensayo. Tal vez sea la cosa más importante. Es Hari quien nos recuerda el valor de esa pregunta. Hari es el sueño hecho carne de un hombre desesperado, la mujer extraterrestre que nace en la pesadilla de un hombre bueno. Actividad cerebral que adopta apariencia humana en el océano del planeta Solaris. ¿Me amas? le pregunta constantemente al hombre que la ha soñado. Deseo, amor y también sexo. En Auto-sci-fi hay niñas que se masturban y mujeres que follan porque el goce de la carne es lo más cerca que estamos de la experiencia de muerte mientras tenemos la vida. Acaso es ese encuentro con el futuro cadáver todo cuanto tenemos para vislumbrar la carne, para entender qué es eso. El contacto con la muerte, esa paz, ese placer innombrable. Se tocan bajo las faldas las chiquillas curiosas, sucias y despeinadas; se tocan las escritoras desnudas ante un espejo o tumbadas en la cama. Follan las brujas con sus dulces amadas y también las poetas con sus amantes y esposos. Follo yo con un extraño convertida en dinero; PayPal: pasarela de deseo de mi cuerpo a otro cuerpo. Y María Magdalena penetra la oscuridad de un Cristo Dios hecho carne: «Tu boca fue mi manjar, tu sangre fue mi bebida: alimento sagrado, licor venenoso. Anuncié tu primavera y los frutos exquisitos […] Jamás derramé una lágrima de arrepentimiento. Mi llanto perfumado fue dádiva de amor, mi carne desposeída volcándose en tu persona. Me puse en tus manos, Señor, en señal de sacrificio. Y desistí para siempre de los límites del yo. Por eso entre en tu carne. Convulsión. Río afiebrado. Jamás me eché a tus pies para obtener tu perdón. Yo me arrojé al suelo para atarte los tobillos con mis largos cabellos. Me arrodillé ante ti y te poseí entero».

Digamos que ese fue otro motivo esencial que atraviesa Auto-sci-fi para el fin de la especie: la vocación de indagar en las posibilidades que la cultura ofrece para habitar los deseos de modos no normativos, para ensanchar molduras (tu cuerpo llega hasta aquí; aquí acaba tu deseo) y emborronar dicotomías (cuerpo de mujer, cuerpo de hombre) que recortan y ordenan nuestras carnes anhelantes

Escribir sobre María Magdalena fue uno de los momentos más hermosos y divertidos del proceso de escritura. Para reescribir su historia, me inspiré en un fragmento de Bluets, de Maggie Nelson: «[…] tuve un sueño y, en este sueño, apareció un ángel y dijo: “Deberías pasar más tiempo pensando en lo divino y menos tiempo pensando en desabrochar los pantalones al príncipe de azul del Hotel Chelsea”. “Pero ¿y si los pantalones desabrochados del príncipe de azul son lo divino?”, supliqué. “Así sea”, contestó, y me abandonó en mi llanto, con mi rostro apoyado contra el suelo de pizarra azul».

Azul. El color de un Cristo tenebroso y animal, un dios cristiano sexuado amante de Magdalena. Azul es también el color de los cuerpos cuarteados de dolor, amoratados por dentro, encerrados en sí mismos. Las heridas que no sangran y se llevan en secreto. Azul es además el color del mar. Y las aguas salobres y los cuerpos tristes son materias esenciales en mi escritura sci-fi. Proyecté en el mar la imagen de un líquido primigenio, un amnios capaz de engendrar criaturas extrañas. Un claustro planetario que transforma los pesares de la existencia humana en otras formas de vida monstruosas y extranjeras. Solo ahora me doy cuenta del enorme desarraigo que emerge de mi escritura. La ruptura radical entre el mundo y mi cuerpo, una distancia insalvable entre vivencia interior y las cosas del afuera, la hendidura desfondada entre el modo en que miro y cómo me mira el mundo; la rajadura insondable entre los otros y yo. De ahí que en mi ensayo me encarne en el dolor de los seres que no pueden sostener más la dureza de la vida en la Tierra. Y me sumerjo en el mar y me transformo en sirena, una sirena lesbiana y enamorada que solo quiere abismarse en su dulce soledad. La dureza de la Tierra es insoportable; por eso en Auto-sci-fi nado la dicha y me ahogo en ella, a millones de años luz de las leyes de los hombres y de las mujeres, porque, como escribí una madrugada con un café y un chal echado sobre los hombros, El mar es la respiración del tiempo eterno. Hablar de cuerpo, de sexo y de deseo es por sobre todas las cosas hablar de tiempo perecedero. Y si tiene razón Annie Ernaux cuando escribe que el cuerpo es tan solo un soplo… Ya no hay mucho que decir después de las palabras de la escritora francesa. Hemos llegado al final. Y entonces ahora sí, me permito la licencia de terminar este texto con aquel otro final que no vi claro en el momento de cerrar Auto-sci-fi para el fin de la especie: «¿Qué quería en este ensayo? Preguntarme qué mujer, no saber qué contestar y escribir mortal y rosa. O acaso descubriré, cuando me mire la muerte y tenga los ojos de un ser querido, que no es rosa la carne que no desea, sino dura y amarilla como arena compactada».