A la memoria de Gastón Recart
Nunca me he considerado medievalista, sino apenas «un poco medievalista», al igual que «un poco» muchas otras cosas más. Mi medievalismo amateur nació cuando era apenas un adolescente y aprendí a tocar la flauta dulce con el repertorio de esa época, y se profundizó cuando aprendí más de afinaciones, organología e iconografía. Más adelante, en mis estudios de doctorado, me interesé por la lírica trovadoresca, la teología negativa y la mística de los siglos XII al XIV. A pesar de mi persistente dispersión de intereses, esa fascinación no se ha agotado jamás.
El año pasado, en el Magister en Arte, Pensamiento y Cultura Latinoamericanos donde enseño, propuse un curso titulado «Problemas medievales contemporáneos» que, en rigor, no tenía nada que ver con el marco del programa. Mi intención, sin embargo, era que los estudiantes establecieran relaciones entre algunos fenómenos característicos de la literatura, arte y música medievales y producciones artísticas actuales. En la primera sesión, de hecho, escuchamos «Otra era», donde Javiera Mena canta enigmáticamente: «Estás en la Edad Media». La cantante chilena, afincada en Madrid, ha confesado en varias ocasiones su atracción por este período: «Estamos muy conectados con la Edad Media, que tiene un lado terrible, oscuro, pero a la vez hubo una conexión muy espiritual y genuina de las personas, con Dios o lo que no sabes que es. (…) Ahí se inventó el concepto del amor cortés, que está muy presente en mi música, que lo abordo desde el siglo 21, que claramente uno está desarmándolo».
A lo largo del semestre revisamos muchas relaciones posibles entre estos contextos culturales tan diversos. A veces había puntos de contacto directo: una sutil alusión a Guillermo de Aquitania por parte de Jorge Teillier en su poema «La pureza de la nada», la reescritura de Margarita Porete por parte de Anne Carson, la influencia de la combinatoria de Ramon Llull para la estructura de la película Combate de amor en sueños de Raúl Ruiz, la musicalización de Pascal Dusapin del «Granum sinapsis» atribuido al Maestro Eckhart y hasta una breve nota de Roberto Bolaño sobre los trovadores: «No sé qué nos dicen, hoy, los trovadores. Parecen lejanos allá en su siglo XII y parecen ingenuos. Pero yo no me fiaría demasiado. Sé que inventaron el amor, y también inventaron o reinventaron el orgullo de ser escritor, siempre y cuando uno sepa meter la cabeza en el pozo».
En otros casos, las propuestas de comparación no se basaban en referencias explícitas, sino en aspectos formales o procedimientos similares. Me interesó mucho pensar las composiciones con sintetizador modular de Caterina Barbieri no sólo a partir de las ideas que ella ha desarrollado en torno a la música hindú y el minimalismo, sino también desde las nociones pitagóricas tan influyentes en la música medieval. También analizamos los poemas de Néstor Perlongher y las pinturas de Pablo Amaringo creadas a partir del consumo ritual de la ayahuasca junto a algunos textos místicos de Matilde de Magdeburgo y Hildegard von Bingen. Esta comparación se inspiraba, ciertamente, en los vínculos propuestos por Victoria Cirlot entre las visiones de Hildegard y el surrealismo. Esta línea de trabajo, que ella ha profundizado y ampliado en múltiples direcciones, había sido, evidentemente, un impulso fundamental para este curso.
Fue también Victoria quien me había sugerido, un año antes, el libro de Alexander Nagel, Medieval Modern. Art out of Time. Su autor lo define como un libro «plagado de anacronismos», que busca demostrar cómo el arte contemporáneo actualiza una serie de operaciones previas a la Ilustración, referentes a la generación y diseminación de las imágenes, el fetichismo y la iconoclasia, o la autoría. En la mayoría de los casos no se trata de influencias directas; lo relevante, sin embargo, es que estos diálogos entre tantos siglos de distancia permiten que «el arte medieval deje su tiempo para hablar al presente» y que, al mismo tiempo, las obras modernas puedan ser leídas «fuera de la mera secuencia histórica».
Un encuentro reciente que refleja muy bien el espíritu de estos empeños que he mencionado fue la exposición Make it New. Conversations avec l’art médiéval. Carte blanche à Jan Dibbets. Su título remite a la célebre consigna de Ezra Pound, que en este caso se transformó en una invitación al artista holandés Jan Dibbets por parte de Charlotte Denoël, conservadora de manuscritos medievales de la Bibliothèque nationale de France. Dibbets confiesa el «amor a primera vista» que sintió frente a De laudibus sanctae crucis, escrito a mediados del siglo IX por el monje Rabanus Maurus (c. 780-865), que le parecía una obra totalmente distinta a todo lo que había visto: «tan moderna, tan original y minimalista, radicalmente contemporánea (…) como si una persona del siglo XXI la hubiera hecho hace 1200 años». Su respuesta a esta provocación consistió en exhibir de manera conjunta los poemas visuales de Rabanus Maurus con algunas de sus propias obras y de otros pintores minimalistas como Franz Erhard Walther, Richard Long, Donald Judd, Sol LeWitt o Carl Andre.
Al revisar las páginas del catálogo, resulta llamativa la cercanía entre todas estas estructuras geométricas tan rigurosas, mecánicas, contenidas. Al mismo tiempo, saltan a la vista algunas diferencias obvias: mientras los textos y algunas figuras de Rabanus dan cuenta del imaginario cristiano, en las piezas contemporáneos no se percibe la intención de comunicar un contenido explícito. Denoël establece el punto de contacto en una cierta intención compartida: «Al hacer de su obra la expresión de un mundo ideal, el enfoque de Rabanus Maurus presenta afinidades con el de artistas conceptuales como los minimalistas que resaltan la idea abstracta –el concepto–, que separan de su ejecución dentro del mundo sensorial». El objetivo del monje, entonces, no se limita al plano emocional y simbólico, sino que también busca «suscitar la meditación».
Acerquémonos un poco más a De laudibus sanctae crucis. Está formado por treinta «carmina cancellata» (poemas cancelados), un tipo de poema visual en el que algunas líneas coloridas o figuras permiten extraer y resaltar algunas letras de las que surge el «intextus» o texto «entretejido», como explica Dick Higgins en su magnífico estudio Pattern Poetry. Este tipo de poema visual fue inventado por Publius Optatianus Porfirius, un poeta latino del siglo IV (a quien Rabanus cita en el prólogo), y practicado también por Venantius Fortunatus y San Bonifacio. A la dimensión geométrica se suma, además, una serie de cálculos numéricos en la cantidad de líneas y letras. Para Jeffrey Hamburguer, desde una mirada contemporánea podríamos definirlo como una mezcla de crucigrama y sudoku, pero desde una perspectiva medieval, esta «densa red de significados expresaba por todos los medios posibles -verbal, visual y numérico- la medida y armonía del cosmos».
Frente a los poemas, ubicados en la página izquierda, se acompaña una explicación escrita en prosa. Me parece interesante esta dualidad, muy recurrente en otras formas de escritura mística: a partir de una experiencia concentrada (como las impresionantes descripciones de las visiones de Hildegard o los intensos poemas de San Juan de la Cruz) luego se desarrolla, de manera más racional y organizada, un discurso teológico.
No se trata aquí de una lectura repetida, como la que realizamos cuando volvemos a abrir un libro para entender mejor algo que no alcanzamos a captar o recordar aquello que nos había agradado. Se trata de un aprendizaje que sólo ocurre cuando asumimos tanto la complementariedad de lo que transmiten ambas dimensiones, como la importancia de respetar e incluso disfrutar el espacio que se abre cuando estos “carmina cancellata” de Rabanus Maurus nos obligan a detenernos. Allí es posible, entonces, la meditación
Rabanus había nacido en Mainz, posteriormente fue a Tours para estudiar con Alcuino, y se convirtió en maestro y abad en Fulda. Su práctica no responde únicamente a un afán formalista, sino que nace de una necesidad pedagógica propia de su contexto religioso. Rafael de Cózar analiza, desde esa perspectiva, el rol alegórico de la pintura y la literatura: «Las imágenes son, como los caracteres escritos, signos vivibles que ayudan a significar la realidad ausente. A través de estos signos imitativos, representativos (la pintura) o abstractos (la literatura), el “lector” accede a la comprensión de esa realidad. En este sentido la pintura es algo ‘legible’ y, de hecho, hasta el Renacimiento, podríamos considerar a la pintura como algo más literario que plástico, debe leerse, interpretar los símbolos que ofrece, decodificar la narración que en ella se encuentra».
Dentro de la estética carolingia, sin embargo, había una clara primacía de la escritura por sobre las imágenes, pues el conocimiento adquirido por los sentidos se consideraba inferior a aquel que provenía, en última instancia, de la Biblia. En uno de los Libri Carolini (c. 1106) se marca esta oposición: «¡Oh, adorador de imágenes…! Recorre tú con la vista las pinturas y sus luces, frecuentemos nosotros la Divina Escritura. Venera tú los colores artificiales, veneremos nosotros y entendamos los sentidos secretos. Deléitate tú con los cuadros pintados, deleitémonos nosotros con las palabras divinas». Otros, sin embargo, reivindican el poder simbólico de la pintura, en especial para apelar a quienes no podían leer.
El propio Rabanus Maurus marca su preferencia por la letra: «aunque la pintura te parezca el arte más agradable, no desdeñes ingratamente, por favor, el trabajo de la escritura, el esfuerzo del canto, el afán y la preocupación por la lectura, pues una letra vale más que la forma vacía de una imagen, es mejor para la belleza del alma que una falsa pintura de colores, que muestra las figuras de las cosas indebidamente. En efecto, la Sagrada Escritura es la norma perfecta para la virtud, tiene mayor valor y es más útil en todo, más evidente para el gusto literario, más perfecta para el espíritu y los sentidos humanos y más perdurable que el arte». ¿Por qué, entonces, opta por el artificio, por la complicación adicional de disponer su mensaje oculto entre colores y figuras?
Es aquí, creo, donde surge un elemento fundamental que nos permite comprender una dimensión más compleja de esta obra, en la que el acto de la mirada y la lectura no se limita a una mera adquisición de formas y significados, sino que incorpora una serie de pasos que tienen un sentido en propio. Giovanni Pozzi lo describe inmejorablemente en La parola dipinta: «el mensaje lingüístico pide ser recorrido progresivamente según las direcciones convencionales de izquierda a derecha y de arriba abajo; pero la línea del dibujo, para captar lo que designa, no debe ser atravesada, sino abarcada como un todo. Los dos aprendizajes se consumen en un lapso diferente de tiempo. El acto de conocer el dibujo termina antes de que pueda concluirse la lectura del texto lingüístico; la mente es informada en consecuencia con una desconcertante falta de sincronicidad. El hecho de que ordinariamente un poema cancelado o un caligrama se lea y mire en dos tiempos depende de la dificultad de sincronizar las dos percepciones».
No se trata aquí de una lectura repetida, como la que realizamos cuando volvemos a abrir un libro para entender mejor algo que no alcanzamos a captar o recordar aquello que nos había agradado. Se trata de un aprendizaje que sólo ocurre cuando asumimos tanto la complementariedad de lo que transmiten ambas dimensiones, como la importancia de respetar e incluso disfrutar el espacio que se abre cuando estos «carmina cancellata» de Rabanus Maurus nos obligan a detenernos. Allí es posible, entonces, la meditación.
Denoël sostiene que, «al utilizar diagramas abstractos como soporte para la escritura, Rabanus multiplica los niveles de lectura del texto para guiar al lector hacia una comprensión profunda del mundo invisible». Y es ahí donde, a su juicio, se reúne con artistas contemporáneos como Walther, cuya intención es «llegar lo más cerca posible del mundo de las ideas, un mundo abstracto, a través del lenguaje y su forma escrita».
Durante estos últimos días me ha aparecido en mi teléfono una propaganda muy desagradable, en la que se ofrece un software que lee en voz alta (y robotizada) los artículos académicos que uno necesita estudiar, mientras realiza otras actividades. Hace un tiempo, ya, que existen también programas que resumen textos, y quizás algunos recuerden el auge de los programas de lectura veloz que prometían aumentar radicalmente la eficiencia de nuestro tiempo dedicado al aprendizaje. Estos poemas tan antiguos me parecen un antídoto perfecto a ese aceleramiento, pues obligan a aguzar la vista y concentrarnos de un modo comparable al de un niño que recién comienza a descifrar las letras y, gracias a la sorpresa, las disfruta de una manera irrepetible.