(Universidad Loyola Andalucía)
Desde que Rubén Darío publicó Los raros (1896), la fascinación por exhumar la obra de escritores secretos o extravagantes ha llevado a distintos autores a explorar toda suerte de rarezas literarias, como los bohemios reunidos por Juan Manuel de Prada en Desgarrados y excéntricos (2001) o los poetas vanguardistas latinoamericanos que Juan Bonilla y Juan Manuel Bonet antologaron en su fastuosa Tierra negra con alas (2019). Sin embargo, muchas de esas figuras ya deambulaban por las páginas del Pombo (1918) de Ramón Gómez de la Serna, Mi medio siglo se confiesa a medias (1951) de César González Ruano y —sobre todo— en La novela de un literato (1995), los impagables diarios de Rafael Cansinos-Assens.
Ramón J. Sender, por ejemplo, se fijó en los raros suicidas en Nocturno de los 14 (1969) y Enrique Vila-Matas —en Bartleby y compañía (2000)— compartió su debilidad por los raros que amagan con escribir y no escriben nada. A mí, sin ir muy lejos, me dio por buscar peruanos desperdigados por las obras de Julio Verne, Edgar Allan Poe, Marcel Proust o Anaïs Nin y me salió un álbum que publiqué bajo el título de Nabokovia Peruviana (2011).
Las tres mariposas que siguen a continuación no habrían desentonado en mi colección de rarezas.
Canario muerto. José Eufemio Lora y Lora (Chiclayo, 1885 – París, 1908)
Alejandro Sawa fue uno de los tantos «negros literarios» que Rubén Darío reclutó para que le escribieran reseñas, artículos y «postales viajeras» que luego aparecían en periódicos de México, Madrid, Managua y Buenos Aires. Sin embargo, el maestro era mal pagador y por eso, cuando Sawa murió insolvente y acreedor, Valle Inclán instó a Rubén a escribir de gratis el prólogo de Iluminaciones en la sombra (1910), obra póstuma del bohemio sevillano. Mucho menos conocido que Alejandro Sawa fue el chiclayano Eufemio Lora y Lora, a quien Rubén también embaucó para que escribiera sus artículos de La Nación de Buenos Aires a cambio de una mensualidad que el poeta peruano tampoco recibió jamás. Así, en la correspondencia de Rubén Darío encontramos una carta de Eufemio Lora y Lora donde el chiclayano escribió respetuoso y con lápiz: «Ud. me garantizó una mensualidad, a cambio de pequeños servicios que pudiera prestar a Ud. aquí […] ya he mandado mi primer artículo, pero mientras llega a Buenos Aires i viene la contestación i corre la primera mensualidad, pasarán lo menos dos meses i medio. Ese tiempo es el que se me presenta oscuro, mui oscuro» (París, 28 de octubre de 1906). No tenemos constancia de los pagos de Rubén, aunque sí nos constan la miseria y la desesperación de Lora y Lora, quien falleció atropellado por el metro en la estación Quatre-Septembre de París en circunstancias nunca esclarecidas. Cuando Alejandro Sawa murió Valle-Inclán le reconoció a Rubén Darío que «tuvo el final de un rey de tragedia: loco, ciego y furioso». José Eufemio Lora y Lora también tuvo una edición póstuma —Anunciación (París, 1908)— con prólogos y notas de Chocano, Vargas Vila y Ventura García Calderón, todos locos, ciegos y furiosos porque el poeta apenas tenía veintidós años. La última estrofa de su poema «Piedad» fue la cifra de su vida:
Como la flor helada antes del broche,
como el amor extinto antes del beso,
como el canario muerto antes del trino.
La escocesa que fingía el duende. Lola Montez (Sligeach, 1821- Nueva York, 1861)
¿Cómo reprocharle a una creativa aventurera del siglo XIX, que se hubiera hecho pasar por sevillana para triunfar como bailarina y ligar a todo trapo? Elizabeth Rosanna Gilbert tuvo una vida novelesca porque vivió en India y Afganistán; se hizo famosa como bailarina exótica y tuvo innúmeros amantes, desde poetastros inéditos hasta un rey, pasando por banqueros, militares, periodistas y empresarios. No era sevillana, pero llevó a Sevilla por bandera. Y su vida torrente dialogó con las de las grandes leyendas galantes sevillanas: la Carmen (1845) de Merimée y el Don Juan que inspiró a Molière, Goldoni, Mozart y Byron, pues Lola Montez era pura pasión, sensualidad y concupiscencia. Es decir, que muy británica no parecía.
Las obras que dejó escritas acrecentaron todavía más su fama de mujer fatal, pues a su autobiografía amorosa y artística –Lola Montez, Lectures with a Full and Complete Autobiography of Her Life (1858)-, tenemos que agregar un sugestivo manual para seducir caballeros –The Arts of Beauty or Secrets of a Lady’s Toilet: With Hints to Gentlemen on the Art of Fascinating (1858)- y un inventario de sus conquistas eróticas titulado Anecdotes of Love (1858), todas ellas publicadas en Nueva York y traducidas al francés, alemán e italiano, pero jamás al español, a pesar de la publicidad que nos hizo. Existen numerosas biografías y artículos dedicados a Lola Montez, aunque me hace ilusión recomendar la lectura de la semblanza que Rocío Plaza Orellana le dedicó en Bailes de Andalucía en Londres y París (1830-1850) (2005).
Rocío Plaza Orellana concentra su atención en los años 1843 a 1847, durante los cuales Lola Montez actuó en diversas ciudades europeas como Londres, París, Varsovia y Múnich, con un repertorio que incluía bailes como «El Oleano» [Olé], «La Sevillana», «La Gitana» o «las Boleras de Cádiz», y con los que Lola Montez desplazó incluso a genuinas bailarinas españolas, incluso después de haber sido desenmascarada como falsa sevillana por la crítica inglesa. Pero la Lola era tan guapa y su baile tan dionisíaco, que los espectadores varones rebuznaban cuando entraba en trance coreográfico. Si así los ponía fingiendo el duende, los más seguro es que haya triunfado con todo el abanico de fingimientos.
En 1846 Lola Montez actuó en Múnich y el rey Luis I de Baviera cayó redondo a sus pies, sobre todo cuando le mostró los pechos para que Su Majestad comprobara que los volúmenes se correspondían con su cuerpo serrano. Luis de Baviera le buscó teatro, le puso un castillo y la hizo Condesa de Landsfeld. Un año más tarde el rey tuvo que abdicar y Lola acabó de nuevo en Inglaterra, donde se casó con un joven heredero y oficial de caballería en 1848. Sin embargo, como fue acusada de bigamia por la familia de su segundo marido, se instaló en París hasta que se les rompió el amor y entonces decidió emigrar a Estados Unidos, porque la fiebre del oro prometía emociones intensas. Lola Montez actuó con gran éxito en San Francisco, donde en 1853 contrajo nuevo matrimonio con un periodista que le puso un rancho. Por supuesto, en menos de dos años Lola expectoró al interfecto y se quedó con el cortijo, donde montó el saloon más espectacular de la costa Oeste, mezcla de tablao y cenáculo de conspiraciones políticas, porque la apócrifa sevillana se olía el advenimiento de la guerra civil americana y promovió el secesionismo entre sus influyentes amantes, para separar California de los Estados Unidos y crear un nuevo país llamado «Lolaland». Estoy seguro de que lo habría conseguido, de no haber pillado una mortal neumonía que se la llevó con apenas 39 años.
Rafael de León le dedicó una copla e Ivonne de Carlo encarnó a Lola Montez en un episodio de Bonanza, donde apareció vestida de flamenca.
Del suicidio como antojo de lujo. Max Jiménez (San José de Costa Rica, 1900 – Buenos Aires, 1947)
Preparado por su familia para ser un hombre de negocios dedicado a la exportación cafetalera, Max Jiménez renunció a una vida de comodidades mientras estudiaba en Londres, para consagrarse a la creación artística con la determinación de los conversos. Fue poeta, pintor, novelista, escultor y mecenas de revistas, editoriales y creadores en apuros, como el poeta peruano César Vallejo, a quien cedió generoso su atelier de la rue Vercingétorix de 1924 a 1926.
Obligado a acreditar sus reconocimientos más que sus conocimientos, Max Jiménez desarrolló una intensa actividad plástica y literaria por París, Madrid, La Habana, Nueva York, Santiago de Chile y Buenos Aires, aunque para los negocios familiares nunca significaron nada los elogios de Siqueiros, Benjamín Jarnés, Alfonso Reyes, Miguel Ángel Asturias o Gabriela Mistral, acostumbrados como estaban al arqueo de pérdidas y ganancias. ¿Qué suponía para ellos la publicación de poemarios como Gleba (1929) en París, Sonaja (1930) en Madrid y Revenar (1936) en Santiago de Chile? Únicamente pérdidas, pues —para su familia— Jiménez era un bohemio de ideas radicales. Jamás vieron en él al genio que hoy celebramos.
Instado a rendir cuentas regresó a Costa Rica, donde en 1936 publicó un libro extraordinario —El domador de pulgas (1936)—, una novela en la que es posible advertir un atisbo de autoficción a través del drama del domador que libera en vano a sus pulgas, porque —una vez libres— ellas imitaron todo lo malo de los humanos y ninguna de sus virtudes, convirtiéndose así en vulgares parásitos que sólo querían alimentarse de la sangre del domador. La lectura consiente una reflexión pesimista sobre la condición humana, pero también ilumina con una luz cenital la agonía existencial de un Max Jiménez que terminó suicidándose diez años más tarde.
Al recordarlo, Miguel Ángel Asturias señaló que «a la angustia personal por el reconocimiento, debo resaltar su generosidad, su entrega al arte, el dolor de reflejar en éste su propia vida y la de quienes le acompañamos en sus crisis existenciales. Admito que no se le ha valorado en absoluto». Y Ramón J. Sender fue todavía más rotundo: «vivió una vida llena de placeres legítimos. Pero era un niño con demasiados juguetes. El suicidio era la única experiencia de lujo que le faltaba».