POR  ANDRÉS BARBA

Se han propuesto muchas fórmulas de autobiografía. Autobiografías sentimentales, políticas, literarias… Hermann Broch instauró una vez el género de las autobiografías médicas enumerando minuciosamente todas las patologías que había tenido (Damián Tabarosky hizo una versión privada de esa fórmula), pero creo que no sería mala idea hacer una autobiografía de escritores contemporáneos admirados: se verían sucederse allí no solo todas las fascinaciones literarias que hemos tenido, sino también los modelos sociales de la literatura que hemos deseado adoptar, todos los «tipos» de escritores que hemos pretendido ser en alguna ocasión. En mi caso, si hiciera una autobiografía de esa naturaleza, la autora que correspondería a mi primera larga etapa en Argentina sería sin duda Hebe Uhart.

Descubrí a Hebe por recomendación de Carmen Cáceres y porque conocí a Eduardo Muslip, uno de sus mejores amigos (y hoy albacea de su obra). Era 2011 y en España nadie sabía de su existencia. En Argentina pasaba por ser una escritora de culto, pero no muy popular. Se acababan de publicar sus cuentos completos en Alfaguara y, como sucede a veces con ese tipo de escritores tan literarios, aquella edición había supuesto el paso de la no-existencia a la existencia. Fogwill decía en la contraportada que nadie escribía cuentos en toda la Argentina como Hebe Uhart. ¿Exageraba Fogwill? Podía ser, pero tampoco se disparaba una bala así solo para hacer ruido.

Hebe era una profesora de filosofía de secundaria jubilada, tenía aspecto de señora apacible, parecía la tía de cualquiera. Una de esas tías de la que uno podría esperar tardes aburridas, tés larguísimos, preguntas sobre novias. Algo así debían de pensar de Flannery O´Connor quienes la conocieron, sin sospechar que bajo la enfermiza solterona amante de los pavos reales había una conciencia más dura que las piedras. El primer texto que leí de Hebe fue una novelita poco conocida, recogida en ese libro, Memorias de un pigmeo. En cierto modo se pareció a la experiencia de cortarse con un vidrio, a esas situaciones en las que ni siquiera se siente la herida, sino que solo se percibe la extrañeza, para luego asombrarse de cómo gotea la sangre. Los textos de Hebe eran afilados como los de Flannery, los de Natalia Ginzburg, pero sin dejar de ser domésticos. Compartía también con esas grandes damas de la literatura un sentido del humor fino, un poco hiriente, como son hirientes las bromas de un hermano, pero también amorosas, como es amoroso el rencor de una madre, pero también devastador. Lo primero que me sorprendió fue el bajo perfil de su sabiduría, exenta siempre de frases retóricas, su falta de deseo de asombrar (como si asombrar fuese en realidad un poco de mal gusto), sus tramas invisibles, sus personajes densísimos y descritos con solo una frase o un giro lingüístico. Los adjetivos casi se contaban con los dedos. El vocabulario literario de Hebe no debía de tener más de dos mil palabras, todas ellas comunes y corrientes. Los libros parecían ir inexorablemente hacia su final desde la primera línea, como seguramente también vamos nosotros inexorablemente a nuestro final, sin darnos cuenta, o dándonos cuenta, qué sé yo. Hebe era el epítome de lo anticool y sin embargo era todo lo que yo quería ser y escribir. Hablaba como yo quería hablar. Era segura sin ser pretenciosa. No tenía miedo de que no la quisieran. Era sabia sin ser petulante. Era literaria sin ser florida. Tenía un estilo despojado, al hueso, pero confortable. Y a la vez, de un modo maravilloso, era tan dura, no sé cómo, no hacía ni media concesión. Era como si Hebe Uhart se hubiese inventado un género llamado realismo. Realismo uhartiano. A la manera en que también lo hicieron Alice Munro. O, también, Pavese. O Chejov.

Por fin conseguí su número. La llamé después de que Eduardo Muslip la pusiera de sobreaviso. Que si me gustaba el té, preguntó por teléfono. ¿No me importaba ir a su casa?, no le apetecía salir. Le llevé un libro mío que dejó sin mirar sobre una mesilla. Había una salita con una mesa larga, donde luego me dijo que daba sus talleres. Parecía la tía de cualquiera. Parecía la casa de la tía de cualquiera. Que si me gustaban las plantas, preguntó. Que si el té lo quería negro o cómo. Yo intenté hablar sin éxito de Memorias de un pigmeo. Ella no tenía ganas de hablar de Memorias de un pigmeo. Yo insistí. Le dije que era un libro maravilloso, le dije que me parecía un clásico y ella chasqueó la lengua y dijo bah mientras ponía el saquito de té en la tetera. Que qué plantas me gustaban, preguntó. Yo no sabía nada de plantas. Los geranios, dije. Mirá vos, dijo ella. Tenía ganas de enseñarme sus plantas. Estaban todas en la terraza, en macetas chicas. Tenía una hiedra verde, pequeña. Es la planta que más quiero, dijo, yo comprendo para dónde quiere ir y ella entiende para dónde yo la quiero guiar. Apenas recuerdo nada de esa tarde. Solo que apenas conseguimos hablar de literatura. Recuerdo que me hacía preguntas desconcertantes: ¿Me parecían maleducados los niños de Buenos Aires? ¿Pensaba yo que tendría que poner las plantas en mazos más estructurados, más compactos? Me dio la sensación de que me había olvidado antes incluso de que saliera de su casa, que me decía querido solo por no tener que volver a preguntarme cómo le había dicho me llamaba.

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