Tengo un amigo del colegio con el que me cruzo de vez en cuando por las calles de mi pueblo. Es de esos viejos conocidos a los que guardo en estima a pesar de que nuestros caminos se distanciaron hace más de treinta años. Aun así, él cree saberlo todo sobre mí solo porque me ha leído, como si mis relatos narrasen los momentos más relevantes de mi vida, sus highlights. En el fondo algo de razón tiene: también yo podría afirmar que he vivido en la incesante búsqueda de episodios dignos de ser contados y que lo que no logré escribir es como si no me hubiese ocurrido. Contar para vivirlo, permítanme el retruécano.
En nuestros encuentros esporádicos mi amigo me ha preguntado en varias ocasiones si finalmente me «petaron el ojete» (disculpen el idiolecto, así dice) en aquella cala de Formentera. Su cuestión hace referencia a mi relato “Relecturas de Julio Verne” -publicado en Incertidumbre (Jekyll&Jill)- en el que cuento un encuentro de admiradores de la obra de Verne que resultó ser un pretexto para la práctica del cruising, esto es, un intercambio sexual entre hombres en el espacio público en el que acabé inmiscuido. Siempre le respondo con evasivas, ni afirmo ni desmiento, no considero necesario que él sepa qué sucedió realmente, prefiero que extraiga sus propias conclusiones. «Me gusta dejar mis relatos con los finales abiertos para que cada lector los complete con su interpretación de los hechos», le respondí una tarde en la que me abordó en la estación de metro. Él sonrió, convencido de que con lo de «abierto» le estaba ofreciendo una respuesta encriptada a su pregunta.
En el fondo algo de razón tiene: también yo podría afirmar que he vivido en la incesante búsqueda de episodios dignos de ser contados y que lo que no logré escribir es como si no me hubiese ocurrido. Contar para vivirlo, permítanme el retruécano
El caso es que desde que publico lo que escribo he tenido que responder muchas veces a la pregunta de «cuánto de ficción» y «cuánto de realidad» hay en lo que cuento. Sinceramente, no soy capaz de discernir entre ambas. Supongo que es algo que nos puede pasar a todos: la vida no es tanto lo que nos acontece como el relato que nos hacemos de esos acontecimientos. Una amiga me contó que de pequeña le deseó la muerte a un vecino que había discutido con su padre con la mala suerte de que el señor falleció al día siguiente de un infarto en el rellano de su edificio. Tal fue el impacto que le supuso aquello que no ha vuelto a deseársela a nadie, por si se tratase de un superpoder que prefiere mantener desactivado. Cuando le interrogo por aquel suceso ella no puede asegurarme si ocurrió así realmente o si es un relato construido a partir de un recuerdo que su memoria ha incorporado a posteriori con el paso del tiempo. He leído por ahí que el cerebro es capaz de inventar hechos que no sucedieron. «Para recordar hay que tener imaginación», leí en La memoria del alambre (Tusquets), estupenda novela de Bárbara Blasco.
En mis textos tampoco sitúo realidad y ficción en planos contrapuestos, las concibo dentro de un mismo marco, la brecha que se abre entre lo que sucedió y cómo lo acabé contando. A veces es la ficción la que se incrusta en la realidad para modificarla, amplificarla, incluso mejorarla, y otras es lo que vivo lo que me proporciona jugosas situaciones que encajan perfectamente en lo que estaba imaginando; es entonces cuando cualquier parecido con la ficción es pura coincidencia. Lo entretenido es cómo entrelazar ambas -ficción y realidad- para presentarlas en una misma dimensión, sin cabos sueltos ni inconsistencias narrativas. Ese es el reto, por eso me cuesta tanto terminar lo que escribo. En este proceso de confección no debe pasar desapercibido el hecho de que texto y textil compartan raíz etimológica. Sí, los textos también se hilvanan para urdir una trama en la que no se noten sus costuras. El resto es coser y contar.
[«Vale, sí, entiendo tu rollo, pero, ¿te lo petaron o no?», supongo que me preguntaría mi amigo de la infancia si leyera esto].
Lo tremendo es cuando lo que habías imaginado acaba ocurriendo, esas raras ocasiones en las que no cuentas lo que sucede sino que sucede lo que estabas contando. «Tú creas la realidad con una maquinita de sal», me guasea el poeta Nacho Meseguer cuando le explico esto. Sí, sí, tranquilos, no es tan usual ni tampoco estoy tan seguro de que ocurra así exactamente; los tejemanejes creativos de mis textos son tan intrincados que me resulta complicado explicarlos. Lo cierto es que necesito conocer a fondo los lugares y personajes que ya imaginé antes. Tengo pergeñados universos literarios -en Menorca, en Bután, en Bollullos de la Mitación- que todavía no he podido desarrollar a falta de poder confrontarlos con la realidad, que siempre es la base de mis historias. Hace un par de años me enteré del fallecimiento en Chiloé del entrañable señor González -personaje de mi relato “Munificencia” (Incertidumbre) – o, una nota menos trágica, la doctora Remedios Giner, vecina de mis padres, me sigue deteniendo por la calle para preguntarme por el estado de mis hemorroides, tal y como hacía en su papel protagónico en “Cosas que permanecen”, relato publicado en Tantas mentiras (Jekyll&Jill). Esa es para mí la función transformadora de la literatura, si es que tuviere alguna: cuando la ficción se incorpora a esta capa de realidad para extenderla, embellecerla o, al menos, para poder soportarla.
En agosto de 2021 viajé a Granada en busca de una situación que me faltaba para concretar una historia que estaba escribiendo sobre personas a las que con frecuencia se les aparece el número 44. Existen, créanme, o búsquenlos por Internet, hay varios foros de gente hablando sobre esto (quienes me han leído conocerán mi querencia por los asuntos raros). Seguramente tendría otros motivos para visitar Granada, pero el objetivo principal era aplicarle un barniz de realidad a lo que previamente ya me había imaginado. En mi búsqueda, seguí un rastro invisible, diríamos que intuitivo, que me llevó hasta la plaza del Campillo donde conocí a Khadija, una señora hispano-marroquí nacida en Tánger y criada de niña por una tía abuela cordobesa. A sus sesenta años, vivía en el interior de una chabola construida con cartones que cada mañana montaba y desmontaba con sus manos. Pasé varios ratos charlando con ella sobre lo divino y lo mundano. Khadija decía querer dignificar la vida a la intemperie, situación a la que había llegado por disparates del destino. El 15 de septiembre de 2022 regresé a Granada y ella todavía seguía allí, sobreviviendo en su casita de cartón, en la misma plaza, a un costado de la Fuente de las Batallas.
«Ahora nos contarás que a esa señora se le aparecía con frecuencia el número 44, ¿no?», me cuestionará el lector, algo incrédulo. No, no apareció en esta ocasión, aunque también es verdad que me quedé esperándolo. Esta estrategia no responde a un método infalible, hay que dar muchos rodeos -un umbral de aburrimiento alto en imprescindible para estos casos-, poner todo el empeño y asumir que lo normal es que la búsqueda se quede en aguas de borrajas. El instante revelador casi nunca emergerá donde lo andabas buscando, ni siquiera donde en un principio pensabas haberlo encontrado. Hay que estar atento para detectarlo. Surgirá inopinadamente en el momento más inesperado, en el regreso frustrado a casa, donde nadie miraba, en la algarabía de pamemas (y olé), cuando los demás ya se fueron, donde aparentemente no sucedía nada. En el caso que nos ocupa, el número 44 apareció en aquel segundo viaje a Granada. Me lo encontré tatuado con tipografía gótica en el antebrazo izquierdo de una chica turca que estaba leyendo en versión original unos cuentos de Unamuno en una terraza del Albaicín. Se llamaba Nursen. Era de Gaziantep, una ciudad fronteriza con Siria conocida por sus pistachos. Preparaba su tesis de doctorado en arquitectura sobre las ruinas de la civilización íbera. ¿Y por qué llevaba un 44 tatuado en su antebrazo izquierdo? La respuesta es el relato.
No soy yo, es él
Claro que, al igual que realidad y ficción se fusionan en este modo de concebir historias, también puede suceder que autor y narrador acaben confundiéndose, lo cual llegado a un punto requiere de la activación de estrategias personales de discernimiento. «Mi narrador fuma, yo no», le escuché decir al escritor guatemalteco Eduardo Halfon, una sutil licencia literaria que le permite tomar distancia con las historias que cuenta, muchas de ellas vinculadas a sus recuerdos familiares. Sé perfectamente que mi narrador tiene características mías (la torpeza, por ejemplo), pero también a la inversa: la pregunta es cuánto de mí ha acabado devorado por mi propio personaje. Debo reconocer que sin él no hubiera llegado tan lejos. Juntos hemos recorrido lugares como La Habana en busca del chiste que mató al poeta decimonónico Julián del Casal, la embajada de Corea del Norte en México o el principal feudo opositor al gobierno de Obiang en Guinea Ecuatorial. No sé si yo solo me hubiese metido en estos y otros berenjenales. De alguna manera, mi narrador -mis ansías por contar- me ha aportado una fuerza que no hubiera sido capaz de sacar por mí mismo. En los talleres literarios, suelo decir que él es mucho más intrépido y aventurero que yo, que la mayor parte del tiempo suelo aspirar a vivir situaciones de confort en postura horizontal. Imaginando que visito a los rastafaris jamaiquinos de Adís Abeba mientras observo absorto el techo.
De alguna manera, mi narrador -mis ansías por contar- me ha aportado una fuerza que no hubiera sido capaz de sacar por mí mismo. En los talleres literarios, suelo decir que él es mucho más intrépido y aventurero que yo, que la mayor parte del tiempo suelo aspirar a vivir situaciones de confort en postura horizontal
El intríngulis es que ahora que considero superada lo que viene a denominarse «mediana edad», temo no estar a la altura del personaje que he construido durante estos años. Mi narrador sigue disfrutando de las arrebatadoras noches de insomnio, de pláticas descacharradas, de los bares a altas horas; yo no tanto. Sin embargo, algunos de mis últimos viajes los he hecho sin él y lo he echado de menos; su manera de evocar el mundo siempre me aporta alguna revelación que yo solo no habría captado. Sin él la épica no es la misma, aunque activarlo me suponga cada vez mayor esfuerzo. Hasta he pensado en matarlo. O en afeitarle la barba (yo no). Lo cierto es que mientras ensueño con escribir sesudos ensayos sobre el origen del lenguaje y tratados sobre antiguos diccionarios, mi narrador me sigue arrastrando hacia la calle para embadurnar de realidad la ficción y viceversa. Gracias a él mantengo cierta predisposición a la escucha activa, que siempre consideré una imprescindible herramienta de trabajo en la búsqueda de historias. Luego hay que tener paciencia para separar el grano (escaso) de la paja (abundante). Este método me ha llevado a soportar estoicamente la monserga de desconocidos con los que me fui topando en el camino. El último, un muchacho que se sentó a mi lado en el banco de una calle peatonal para contarme que la muerte de la reina Isabel II había abortado su intención de asesinarla con la ayuda de su hermano Matías en un plan orquestado desde el cielo por su madre. Sí, claro, a mí también me sonó extraño. Pero cuando pones la oreja en la calle pueden rescatarse historias de este estilo, que a mi narrador le regocijan tanto. Yo secundo a duras penas su heroico entusiasmo, aunque con crecientes achaques físicos y un espíritu cada vez más refunfuñón que temo que pudiera afectar a su carácter jacarandoso; no quisiera que por mi culpa acabara por renegar de todo.
Mientras concluyo este texto, me preparo para una estancia de cincuenta días en Uruguay. Aún no hemos salido y ya estamos discutiendo sobre cómo nos trasladaremos del aeropuerto al centro de Montevideo; mi narrador prefiere tomar un autobús de línea para empaparse de la atmósfera citadina desde el primer momento; yo en taxi, mucho más cómodo. Supongo que al final me acabará convenciendo. Como siempre. No soy yo, es él, aunque a veces nos fundamos en uno solo. De eso va este juego. A la vuelta les cuento.
[«¿Entonces qué? ¿Eso es que sí?», me preguntaría mi amigo, el del colegio].