«Y, entonces, ¿a qué ibas con 25 años a perderte tan lejos de casa? Buscaba el temblor. El volcán. La vida. Y la encontré. Y era tan luminosa como el manto eléctrico que cubre Buenos Aires a las 4 de la madrugada, dato de aterrizaje del vuelo de Aerolíneas Argentinas que salía de Madrid doce horas antes»

POR VIOLETA SERRANO

Lo que me impresionó fue la claridad eléctrica. El manto de luces que cubría un espacio que jamás pensé que iba a concebir. Y sin embargo, ahí estaba. Buenos Aires se presentaba bajo mis pies como un mar de luminarias espasmódicas que me amenazaban y, a la vez, me hacían sentir lo que casi siempre me provoca Latinoamérica: pura vida.

No diré que aquello fue sencillo. Mentiría. Pero sí fue hermoso. Sigue siéndolo. Sé, sin embargo, que es bello siempre y cuando sea posible salir y tomar aire. Sacar la cabeza de las burbujas para llenarse de aire los pulmones y entonces sí, volver a sumergirse en el lodo que hace, a la vez, que la vida sea lo único importante. La paradoja. Digo esto y pienso en Chimamanda Ngozi Adichie, que vive entre Nigeria y EEUU y, en ese contraste de sentidos erige su obra. Ese privilegio difícil es el que yo también elegí y ese movimiento estratégico es el que me hace ser la escritora que soy, la persona que duda, la que reflexiona siempre con un crisol de perspectivas muy por encima de las posibilidades de quien nunca abandonó su casa. Escribir, en el fondo, es eso: dudar hasta el extremo y, a partir de ahí, tomar decisiones.

Vengo de un país en el que durante casi 40 años hubo estabilidad económica. Social, sí, también, aunque podríamos poner algún pero, por supuesto. Pero la democracia, sí. La Constitución, también. El estado del bienestar. O sea, la sanidad pública. O sea, la educación. O sea, la seguridad. Música de violines. El funcionariado: esa clase española que, por mucho que lo negásemos iba a acabar concretando no sólo el método de subsistencia más cabal de nuestra lógica cotidiana sino de toda la cultura de un país. Porque en España, en general, casi todos pensamos como funcionarios aunque no seamos funcionarios. Permanente de peluquería y sueldo a fin de mes tan excelso como para ser eterna clase media y que no desees nada más. Satisfacción justa. Sobremesa sosegada y buena siesta después. O sea, vivir bien, sin que te falte de nada, pero tampoco deseando nada más allá de lo suficiente para consumir el engranaje preciso que te mantiene en pie. La cultura del funcionariado. La de la obediencia. La de la tranquilidad. La de la nómina fija. La de la seguridad total. La antítesis de la pura vida.

Y, entonces, ¿a qué ibas con 25 años a perderte tan lejos de casa? Buscaba el temblor. El volcán. La vida. Y la encontré. Y era tan luminosa como el manto eléctrico que cubre Buenos Aires a las 4 de la madrugada, dato de aterrizaje del vuelo de Aerolíneas Argentinas que salía de Madrid doce horas antes.

Y ahora, 10 años después de haber tomado ese avión transoceánico, ese vuelo largo como medio día enfrascado de noche oscura del alma, ese abismo de agua salada e islas e islotes e incluso selvas impenetrables, vuelvo al origen y pienso que tampoco estábamos tan mal y, a la vez, sí, carajo, qué mal que estábamos. ¿Y ahora, cómo vamos a decidir estar?, ¿tenemos margen de maniobra?, ¿algún despertador va a sonar a tiempo?

Dediqué los últimos años a reflexionar sobre mi movimiento migratorio. No tiene ningún sentido pensarlo en base a mi caso particular. Sólo sirve si esa experiencia personal tiene una lección intrínseca que valga como revulsivo, que desborde y penetre en un pensamiento social. Eso hice. Escribí Poder migrante (Ariel) y Flores en la basura (Ariel) como antídoto al desencanto. Y funciona: quienes los leen admiten que salen de sus páginas con energía y esperanza. Ojalá suceda más. Ojalá se expanda ese sentimiento que tanta falta nos hace.

Yo soy una de tantas que se fue cuando la estabilidad española empezaba a hacer aguas. Una de esas jóvenes que había nacido con la promesa de conseguirlo todo y, sin embargo, ay, apenas había nada cuando en 2013 terminé tres carreras con premio extraordinario, un máster y un frío en los huesos que aún recuerdo como un broche de silencio y dudas. Mi decisión, es cierto, no fue la más común. La mayoría de los míos, esa especie que se pasó varios años en la universidad con la supuesta garantía de salir de allí con herramientas para tener, por lo menos, un sueldo digno, decidieron escapar hacia lugares más auspiciosos. El norte de Europa, fundamentalmente. Yo, sin embargo, decidí tomar el rumbo más inesperado, el más camicace, tal vez: Latinoamérica. No, ojo, ni siquiera eso. Todavía peor: la Argentina. El país de la turbulencia económica por excelencia. El país que, sin embargo, me permitió hacerme adulta cuando me tocaba y me dijo sí a cosas que en España me estaban vedadas. Ningún contacto en las altas esferas, ningún camino diferente, ninguna grieta por la que colarse cuando la estabilidad se rompió y era necesario conocer la excepción para lograr la dignidad. Así que huí allí donde mis tres carreras fueran apreciadas por contraste. Y lo fueron. Argentina es un país que valora la cultura como pocos. Y su lengua. Y yo tuve que arremangar mi castellano perfecto y ponerlo al servicio del cantito del Río de la Plata. Y lo hice. Ya lo había hecho en Barcelona cuando una leonesa como yo decidió estudiar casi en la frontera con Francia. Siempre lo mismo, siempre al límite para encontrarle la vuelta al fracaso, la más común de las realidades si no te mueves, si sólo respiras con el aire que te cae y no con el que te inventas.

Mi decisión de hacer camino en la Argentina fue, ahora lo sé, crucial. Aprendí a creer en mí y, sobre todo, a trabajar y vivir en contexto de incertidumbre. Justo lo que este siglo XXI propone ya con una fuerza inusitada. Cuando en 2017 decidí estar más tiempo en España, no lo logré. Casi nadie confiaba en una trabajadora que sí, oh, había triunfado pero no en Londres, no en París, no en Berlín, no en Nueva York. Lo mío era de cuarta. Haber triunfado en Buenos Aires, qué tontería. Sin embargo conocí la inflación más desmesurada, lideré equipos con personas que no sabían cuánto iban a ganar mañana, con reglas del juego que se modificaban cada día y había que reinventarlas. Eso que llaman ahora resiliencia. Eso que llaman creatividad. Eso, amigos, es la Argentina. Y por eso, en el fondo, mis dos ensayos son una defensa a ultranza de ese pueblo tan maestro en naufragar y salir a flote construyendo botes con astillas.

Es ya 2022 y sigo escuchando llantos a mi alrededor. Ahora sí puedo vivir más tiempo en España que en Argentina. Ahora sí, alguien confió en mí y me ofreció trabajo. Lo celebro. No porque no extrañe cada día la pura vida que allí dejo siempre que tomo el vuelo inverso, sino porque todavía en España tenemos lo suficiente para crear una cotidianeidad sostenible a pesar de que creamos que no tenemos con qué hacerlo. Y de ahí el llanto. Un llanto que me preocupo por calmar en cada obra. Tengo amigos que son hermanos al otro lado del océano. Amigos con los que también sigo trabajando. Y digo así porque eso me enseñó también la otra orilla: que la amistad va más allá de lo que podemos concebir aquí. Y es, también, porque cuando todo se tambalea urge crear una red, una contención, una lona de brazos que no te van a dejar rozar el suelo cuando la turbulencia te alcance. Nadie se salva solo. Estamos a tiempo de entenderlo. Pero hace demasiados años que pensábamos que aquí sí, que podríamos hacer camino sin mirar alrededor. Y no es cierto. Que pensábamos que esa democracia y esos derechos y ese bienestar venían incluidos en el precio. Pero resultó que no. Resultó que había que pelearlo cada día, había que entender que los derechos traían aparejadas obligaciones y que la democracia sostenida no era lo normal, sino la excepción, y que, por eso mismo, urgía defenderla. Y claro, hay desconcierto y hay lágrimas y mucho dolor. La economía se desbanda y los miedos se acogotan en los dedos de quienes teclean su presente tratando de no pensar en el futuro. Hacen bien. El futuro no existe y el dinero, por cierto, es ficción. Eso también lo sabe la Argentina y aquel que, alguna vez, ha tenido el valor de empezar de cero, de perderlo todo. Quien lo probó, lo sabe. Pura vida es lo que importa: lo demás son zarandajas.

Estamos ante un abismo transversal y por eso mi experiencia particular aquí tiene un recorrido útil para otros. Por eso la cuento en esos ensayos que tratan de poner en valor una decisión mínima, como la de todo ser humano, pero que puede ser a la vez universal. Nos toca ser valientes y aprender de quienes llevan décadas naufragando. No nos gusta admitirlo pero en Europa el barco se está hundiendo y a veces no sé si el capitán registra la catástrofe. El bienestar se diluye y va a hacer falta que la cultura del funcionariado también lo haga, porque ahora toca tener el coraje de imaginar un mundo nuevo y ponerlo en marcha.

En Flores en la basura me fijo en la situación de los jóvenes que, como yo, sienten que fueron defraudados: no se cumplió el trato que firmaron cuando nacieron en la acolchada comodidad de finales de los ochenta. Viviremos peor que nuestros padres: el pacto social se ha roto. Pero no todo está perdido. Este momento de cambio de rumbo es la gran oportunidad para repensarnos. Para imaginar todo otra vez. Para volver a las míticas frases del París del 68 y creernos eso de que hay que soñar lo imposible. Es tan urgente que da calambre. Pero hoy, en el 2022, la vida que habíamos diseñado no va más. La de nuestros padres es una, la nuestra, sin duda, debe ser otra. Distinta, muy distinta a la que habíamos soñado. El deseo de desarrollarnos en grandes núcleos urbanos y obtener estabilidad y una rutina de confort, se acaba. El lujo de la inconsciencia no tiene cabida para la mayoría de nosotros. Toca imaginar un mundo nuevo y, para eso, nada más útil que mirar a quienes deben reinventarse cada día en condiciones diferentes.

Tomé decisiones difíciles y las tomé desde el momento que bajé de ese avión transoceánico. No sabía, entonces, que incluso estaba poniendo mi herramienta de trabajo en juego: mi lenguaje ya nunca volvería a ser el mismo. Ni mi cabeza. Mi pensamiento mutó. El privilegio de ser sobre el tener se fue clarificando cada día, cada mes, y la Argentina me enseñó que debía ser libre. Eso hacen los amantes de verdad, dejar ir al otro, dejarlo marchar para que el amor siga intacto.

Así que en 2022 regresé para hacerme un refugio en el único lugar seguro para alguien que está convencida de que las turbulencias y el caos se llevan mejor cuando hay tierra cerca, y agua, y silencio, y animales comestibles. Volví al lugar del que me marché, al terreno que describo en el poemario que publiqué en el año pandémico por excelencia, ese 2020 que se pintaba exótico y capicúa y que fue, sin embargo, un bofetón de la Naturaleza. Publiqué Antes del fuego (Índigo) y pensé en los campos de trigo y cebada que peinan las laderas del valle en el que me crie. Decidí que quería levantarme cada día viendo la montaña del Teleno y que, para apreciar ese nuevo deseo, sí, fue necesario el dolor. Sentir miedo, soledad, frío y pura vida. Sentirlo todo para quedármelo dentro y escribir, desde aquí, el nuevo capítulo de mi vida. No estamos tan mal entonces. Sólo falta el coraje para soñar lo imposible.

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