POR MIGUEL SERRANO LARRAZ
Gabriel García Márquez cuenta con varias novelas cortas en su producción. Fuente: wikicommons

«Todo cabe en lo breve», escribió Alejandro Dumas (hijo), tal vez pensando en la obra de su padre, o en el destino de su padre, o en la imagen desmesurada que las fotografías de su padre han dejado a la posteridad. La cita amputada de Dumas (hijo) pertenece a La dama de las camelias, y en su versión original e igualmente mutilada es aún más breve, aunque tal vez no diga exactamente lo mismo: «tout est dans peu». La frase no impidió que la carrera de Alejandro Dumas (hijo) fuese extensa, ni que estuviese salpicada de novelas, ese mecanismo humano para defenderse de la brevedad.

Se empieza a escribir como un modo de eludir un tema, o de rodearlo: se empieza siempre por otra parte. Al menos si se dispone de espacio. La brevedad no puede definirse en sí misma, sino por contraste. Comienzo a escribir sobre la novela breve con citas que nada tienen que ver con la novela breve, porque tal vez sea la única forma de definir o delimitar un asunto, cercándolo. Antes habría que definir la novela: tarea inalcanzable.

Otra cita célebre (y también amputada) del Oráculo Manual no impidió que Baltasar Gracián escribiera ese monumento ya casi ilegible, El Criticón, donde la prosa se expande y se contrae al mismo tiempo en una marea que todavía nos alcanza y nos desborda: «Lo bueno, si breve, dos veces bueno». No siempre estamos a la altura de nuestros consejos.

El oficio de escritor es muchas veces estrambótico, o al menos conduce a situaciones inesperadas. En cierta ocasión me contrataron para escribir una crónica parlamentaria. Tenía que asistir a un debate, o a una sucesión de debates, y escribir un texto que se publicaría junto a otros textos similares de otras jornadas políticas. A mi llegada al palacio, me recibió una encargada de protocolo o de comunicación, simpatiquísima y eficaz, que me facilitó los materiales necesarios: un plano con la distribución de los diputados, una pequeña biografía de todas las personas que allí participaban (más adelante me enviaría también, por correo, la grabación de la sesión). Asistí al espectáculo fascinado, sin parar de escribir, o de tomar notas. A la salida, aquella misma encargada de protocolo o de comunicación se despidió de mí con la cortesía preventiva con la que me había recibido. En ocasiones la amabilidad es un cortafuegos para la indignación. En mi recuerdo, las intervenciones parlamentarias quedaron ligadas a la persona que me había recibido y orientado. Debo dejar constancia de que hablo de un parlamento autonómico, por supuesto, no del parlamento nacional.

Años después, cuando el partido político en el que trabajaba aquella encargada de protocolo o de comunicación ya no tenía un papel tan destacado en la política aragonesa, volví a encontrarme a la misma mujer en un lugar distinto. Puede que fuera en la presentación de un libro. Se había mudado a otro país y había cambiado la política por la cerámica, pero regresaba de vez en cuando a Zaragoza. Su nuevo destino, o su forma de asumirlo y contarlo, tenía algo de hippy, de renuncia a los protocolos. Fue ella la que se acercó a mí o me saludó y me contó de su vida. Jamás la habría reconocido. Tardé varios segundos en situarla. No fue su rostro lo que me desconcertó, o la forma de vestir, o el cambio de escenario, sino su estatura. En mi recuerdo, era una mujer mucho más alta que yo, una mujer que medía en torno a un metro ochenta, y sin embargo la persona que pronunció mi nombre y me tendió la mano era mucho más pequeña, había menguado casi veinte centímetros. Me llegaba apenas a la altura de los hombros. Su recuerdo se había expandido, y en el reencuentro me topé otra vez con su medida real, con una brevedad que ya no llevaba los zancos institucionales, los tacones de mi servilismo o de la vergüenza con que la había leído aquella primera vez.

¿A dónde quiero llegar? Escribo o trato de escribir sobre las novelas breves de mi vida, o de esbozar una teoría, y no me queda más remedio que levantarme y acercarme a mi (mutilada, o amputada) biblioteca cada vez que creo que recuerdo una novela que me entusiasmó y que tal vez fuera breve o pudiese encajar en el género, si es que se trata de un género. Si me levanto para comprobarlo es porque quizá la novela no fuera tan breve, tal vez fuese otro tipo de objeto. ¿Cuántas páginas componen Tengo miedo torero, de Pedro Lemebel? No hay ejemplares conmigo, en mi casa. Muchos de los libros que recuerdo y busco han desaparecido de mis estanterías, ya no están en mi biblioteca, o quizá no los localizo debido a su brevedad, porque el lomo no destaca entre los lomos de las grandes novelas, así que me siento de nuevo y me resigno a buscar el número de páginas en internet, pero me cuesta fiarme de los datos si no tengo el libro delante, su volumen, para comprobar la caja, las palabras o los caracteres que hay en cada página, porque a veces nos engañan o nos engañamos. Es la memoria la que declara la extensión, la concentración de la trama. ¿La novela breve lo es en el texto o en la memoria del texto, en su recreación, en el mito o el prejuicio que ha creado en el lector? ¿Ha crecido o ha menguado aquella novela, desde que la leí condicionado por las columnas del palacio, por el ambiente decrépito de sus instituciones, por la encargada institucional que me recibió con una sonrisa?

Las encuestas sobre las mejores obras literarias de la década, o del siglo, o de la historia de una lengua, siempre aparecen encabezadas por objetos inabarcables, por textos extensos y múltiples, como si la inaccesibilidad fuese un mérito superior que tiene, como primera ventaja, la imposibilidad de equivocarse, o al menos la posibilidad de justificar una preferencia. En el caso de nuestra literatura (que son muchas), es imprescindible que se mencione el Quijote, si se habla de España o del idioma, o que se hable de Javier Marías, de Rafael Chirbes (o de Bolaño) si el estudio o la encuesta se centran los últimos veinte o treinta años. Pero tal vez no deberíamos olvidar nunca que nuestra tradición novelística no nace con Cervantes (ni con Javier Marías), sino con el Lazarillo, que es una obra anónima y es también una novela breve, al menos en cuanto a extensión. En el Lazarillo escuchamos, ante todo, una voz, un punto de vista. La trama es anecdótica, pero existe un ritmo, un zumbido de fondo que nos recuerda que todo es burla y desengaño. Las novelas breves tienen dos opciones para enfrentarse al mundo: una única trama o una única voz. Tal vez esa sea la única forma de delimitar la novela breve: es aquella novela que es capaz de sostenerse solamente con el tono o solamente con la anécdota, a diferencia de las novelas extensas, las que aparecen en las listas, que necesitan ramificar los dos ámbitos para sobrevivir, para perpetuarse.

Desde hace menos de un año soy profesor de secundaria. No termino de acostumbrarme. Una alumna me lanza una frase que recibo como un reto: «Mira, Miguel, ahora estoy más lejos de la muerte que ahora». Me recorre un escalofrío y, al mismo tiempo, tengo que mantener el tipo, la compostura, la pedagogía. Me identifico. Lo he vivido antes, aunque no lo recuerde. El resto del grupo mira a su compañera sin comprender, con la mirada vidriosa y esperanzada de la adolescencia. Tienen catorce años. Así que ella repita la frase, con un énfasis particular, gesticulando, marcando las pausas: «Ahora estoy más lejos de la muerte que ahora». En la segunda versión demorada, entre el primer ahora y el segundo ahora transcurren tan solo cuatro o cinco segundos, suficientes para cobrar conciencia de nuestra fragilidad. La frase es poderosa precisamente porque es breve, y porque no se explica a sí misma. Trato de reformular la idea: «Cuando comienzo esta oración estoy más lejos de la muerte que cuando la termino». Ahora el grupo sonríe en su adolescencia herida, todos salvo la alumna, que no parece satisfecha, sabe que no es lo mismo, no es lo que ella dijo o ha dicho. La brevedad es una medida de nuestra decadencia, del paso inexorable del tiempo.

Tengo la sensación de que una novela fragmentada, con independencia de su extensión, no puede considerarse en ningún caso una novela breve, es decir, una novela que pertenece, digamos, a la estirpe de El extranjero, de La muerte de Ivan Ilich o de El corazón en las tinieblas. En la lucha de los géneros, una novela breve y fragmentada será antes fragmentada que breve. La voz y la trama se quiebran. Decido que en la novela breve tiene que haber un hilo de agua, un arroyo que no se detenga.

Pedro Páramo es fragmentaria y sin embargo también es un arroyo, o más bien un torrente, porque es una voz que nos empapa o en la que nos sumergimos. ¿Pero podemos calificarla como una novela breve? Las hortensias, de Felisberto Hernández, es una voz (inescrutable) y es al mismo tiempo una esquirla de esa misma voz multiplicada, y es también un pantano de aguas estancadas, o un charco. Seguramente es una novela breve. El lugar sin límites muestra una voz, la voz de Donoso, que prefigura las voces transportadas de una línea de la narrativa contemporánea en nuestro idioma que nos lleva otra vez a Lemebel, pero también a Camila Sosa Villada y a Giuseppe Caputo y a Copi (aunque Copi escribía en francés, que es otra forma de la brevedad), y antes aún a Manuel Puig. Una apoteosis de la tristeza y de la voluntad. ¿Son novelas breves, las que escribieron y escriben? Son una voz que es una fiesta y un páramo, una belleza y una maldición, pero seguramente no son novelas breves. Otro tipo de palacio. La invención de Morel es su argumento, aunque la voz asome también en la repetición. El pozo, de Onetti, es una voz, pero es una voz masculina, tóxica, lo contrario de la fiesta. Esa sí es una novela breve.

La novela muta, también en el nombre. En Cervantes y Bocaccio la novela es brevísima, equivalente tal vez a nuestro cuento, y por lo tanto no puede despegar ni multiplicarse: el adjetivo que la contenía sobró durante siglos. Después aparecieron otras variantes, la nouvelle, que tiene un encanto exótico y ligero, la novella, que interesó especialmente a los alemanes y se convirtió en Novella. August Schlegel y Goethe escribieron sobre las Novellen, que podían ocupar unas pocas páginas o varios cientos de páginas, y que dependían de un giro en la trama. Goethe escribió que el género trataba de sucesos sin precedentes (o algo similar). Se consideraba que sólo podía haber un conflicto, una acción. También encontramos la novelette, que en lengua inglesa tiene un matiz despectivo, de kiosco y papel barato. En francés surge un género con un giro etimológico inesperado, le récit, que se parece mucho a mi idea de la novela breve, salvo por un detalle: es un género, como la Novella, que no tiene nada que ver con su extensión, al menos en principio, aunque ha ido derivando, como por inercia, a ese terreno intermedio entre el cuento y la novela-novela.

Recuerdo perfectamente la primera vez que leí El pozo, que no fue mi primer Onetti. No recuerdo las circunstancias, no sé si tenía treinta años o veinte, no recuerdo el lugar, no recuerdo si era de noche o de día (o de madrugada), no recuerdo si fue en una época feliz o infeliz de mi vida, pero sí sé que la leí de un tirón y guardo una impresión de lectura que es duradera. Lo mismo podría decir de La hoja roja, aunque en el caso de Delibes sí puedo situar la época, no en términos absolutos, sino en términos relativos. Sé que leí La hoja roja (y La familia de Pascual Duarte, y Réquiem por un campesino español) antes de leer El pozo. Fue también en esa época cuando leí las novelas breves de Unamuno, antes de que llegara el gran deslumbramiento hispanoamericano que aún no termina. Unamuno hizo su propio intento de nombrar lo que hacía, con un término desafortunado, esa nivola que se sigue repitiendo en los libros de texto como si fuera una hazaña o un hallazgo.

¿Qué hacemos con «El perseguidor»? ¿Cómo nos referimos al texto, cómo lo nombramos? ¿Con comillas o en cursiva? ¿Escribimos «El perseguidor» o El perseguidor? En ese matiz tipográfico está la esencia de la discusión, o su forma de entenderlo. ¿Es igual el énfasis de las comillas que el énfasis de la cursiva? ¿Hay una misma entonación, una misma forma de condensar o señalar las palabras, un mismo cambio de voz? También en el cuento o la nouvelle o la novela corta de Cortázar hay una voz, pero no es la voz que narra, la voz interpuesta, sino una voz que no escribe sino que habla o dicta.

¿Y qué hacemos con Aura, de Carlos Fuentes? ¿Escribimos Aura o «Aura»?

Son novelas de voz, seguramente breves, las de Mario Bellatin, Yuri Herrera y Alejandro Zambra (las primeras novelas de Zambra). También Caballo sea la noche, de Alejandro Morellón. Hay algunas novelas breves de Horacio Castellanos Moya que son novelas de voz, y otras que son novelas de argumento.

En El coronel no tiene quien le escriba, la tragedia está en la repetición y en la espera. El tiempo no transcurre porque todo sucede infinitas veces. En Crónica de una muerte anunciada, sin embargo, la tragedia está en un único suceso, tan memorable para los testigos que es como si se repitiera de forma infinita, como si se desplegara en el tiempo y percutiera siempre en mismo fragmento de madera. En los dos casos hay una distorsión del tiempo que funciona porque está acotada. Son dos novelas breves que leí al final de mi adolescencia, y que no me abandonan. ¿Son novelas breves?

No es suficiente con que una novela ocupe poco espacio real, además debe ocupar poco espacio en la memoria, tiene que mantener su capacidad de condensación en el recuerdo. Me cuesta calificar Pedro Páramo como una novela breve, pero tengo la certeza de que las dos de García Márquez que he mencionado merecen pertenecer al género. A la fiesta de la brevedad siempre se suman invitados fugaces. Aunque algunos invitados fugaces acaban viviendo en nuestra casa para siempre.

Es posible que el límite de la novela breve pueda examinarse leyendo a César Aira, o al menos analizando el punto en que las novelas de Aira dejan de ser novelas y se convierten en cuentos, o el punto en que algunas de sus novelas dejan de ser novelas breves y se convierten en novelas. Cómo me hice monja es una novela breve, como lo son Festival, Parménides, Cumpleaños o Las conversaciones. Pero uno no sabe bien qué hacer con Los fantasmas (a pesar de su concentración) o con Varamo (a pesar de su brevedad). Algunas de las novelas brevísimas de Aira son en realidad folletines interminables en los que la trama se dispersa en muchas direcciones distintas. Son lo contrario a la concentración. Ni siquiera la voz las condensa, porque también la voz se abre una y otra vez a posibilidades distintas, contradictorias. He leído veinte o treinta libros de Aira. Algunos no los recuerdo.

Yo he tenido muchas veces la tentación de escribir una novela breve. Un artefacto perfecto cuya idea surge de forma inevitable de una trama, de un argumento. Como escritor, siempre he entendido por novela breve una novela perfecta, un mecanismo sin grasa, lo más parecido a un cuento. En mi imaginario, la novela breve no es la voz sino la trama, la anécdota, una anécdota cerrada. Sin embargo, las novelas breves o brevísimas que he escrito no son esos mecanismos autocontenidos, sino la expansión de una voz, no nacieron como novelas sino como cuentos que se me fueron de las manos y que se perdieron por el camino y no supieron llegar a cuento. Dos de ellas, «La disolución» y «Réplica» (¿o debería escribir La disolución y Réplica?) pudieron haber derivado en algo más, en libros autónomos y absurdos, porque la voz no se apagaba y tuve la sensación, por momentos, de que podía quedarme a vivir en ellos y alargarlos hasta la agonía durante doscientas o trescientas o cuatrocientas páginas.

He llegado a un momento de mi vida en que todo me parece trivial, y tal vez por eso no trato de explicarlo, ni de entenderlo.

Hablando de novelas monstruosas, no está de más recordar al farmacéutico de 2666, que «escogía La metamorfosis en lugar de El proceso, escogía Bartleby en lugar de Moby Dick, escogía Un corazón simple en lugar de Bouvard y Pécuchet, y Un cuento de Navidad en lugar de Historia de dos ciudades o de El Club Pickwick», ante el pasmo de Amalfitano, que concluía que «Ya ni los farmacéuticos ilustrados se atreven con las grandes obras, imperfectas, torrenciales, las que abren camino en lo desconocido. Escogen los ejercicios perfectos de los grandes maestros. O lo que es lo mismo: quieren ver a los grandes maestros en sesiones de esgrima de entrenamiento, pero no quieren saber nada de los combates de verdad, en donde los grandes maestros luchan contra aquello, ese aquello que nos atemoriza a todos, ese aquello que acoquina y encacha, y hay sangre y heridas mortales y fetidez».

Tienes un libro en la mano. Apenas pesa. Lo sostienes en la palma de la mano, le das la vuelta, lees una frase al azar, puede que incluso una página entera, buscas algún indicio, alguna señal que te sugiera qué hacer con él, cómo tratarlo, cómo enfrentarte a él, cómo sobrevivirlo. Ese momento decisivo, en las novelas, marcará varios días. En la novela breve, la lectura ya ha comenzado.

Me pregunto si son novelas breves las novelas de Juan Pablo Villalobos, de Rodrigo Rey Rosa, de Andrés Barba, de Fernanda Melchor, de José Antonio Garriga Vela, de Samanta Schweblin, de Sara Mesa. Me cuesta encontrar una respuesta que no recurra al recuento de palabras o de caracteres. Sin embargo, no tengo ninguna duda de que sí son novelas breves algunas de las obras de Adelaida García Morales, de Roberto Bolaño, de Carmen Laforet, de Teresa de la Parra, de Enrique Vila Matas, de Rosa Chacel, de Elvira Navarro, de Eduardo Halfon. Me pregunto si lograré escribir alguna vez una novela breve.