Tenía siete años cuando me di cuenta de que mis padres eran escritores. Ya lo sabía de una manera que podría llamar teórica, pero hizo falta una escena concreta para que lo comprendiera en toda su complejidad: necesité que alguien me lo subrayara para que cayera en la cuenta de que había algo muy infrecuente en el hecho de que tanto tu padre como tu madre se dedicaran a escribir. El hecho ocurrió en el patio de la escuela primaria a la que asistía en aquellos tiempos. Yo jugaba a las figuritas con un amigo; era el año del mundial de Italia 90, de modo que vivíamos obsesionados con Maradona, Caniggia, Goycochea. Completar un álbum era una forma muy primitiva pero muy hermosa de hacer un libro a una edad en la que apenas podíamos leer de corrido. En eso estábamos cuando pasó caminando la directora de la escuela, a la que siempre había visto detrás de un micrófono, el día de inicio del ciclo lectivo, o de lejos, atareada por sus mil ocupaciones burocráticas. Pero esta vez pasó por al lado mío, me acarició el pelo (un niño siempre odia que le toquen el pelo) y dijo, no como si me hablara a mí sino como si lo proclamara ante un vasto auditorio, ante una multitud imaginaria: «Mauro, el hijo de escritores». Quizás se lo dijo a ella misma, porque no esperó mi respuesta y siguió caminando hacia su mundo de directora de escuela. Pero hoy creo que le habló al Mauro que escribe este texto y que escribió ya algunos libros y que va a escribir algunos más. Fue como si me bautizara. Con esa incómoda caricia en el pelo pero sobre todo con esas cinco palabras subrayó una anomalía —tener padres escritores— pero también me hizo parte de una tradición, me proyectó a mi propio linaje.
Apenas un par de años después quise sorprender a mi madre y dediqué una tórrida tarde de verano a copiar a mano las primeras veinte páginas de una novela policial que extraje, al azar, del estante de narrativa extranjera de la biblioteca de mi casa. Jamás sabré de qué libro se trató, pero infiero que fue un policial norteamericano, al que le recuerdo un toque western. Lentamente, como un dibujante, copié letra por letra hasta que la mano me quedó agarrotada, ya completamente rendida. Entonces me acerqué al escritorio donde mi madre trabajaba y le anuncié, con una solemnidad desmedida para un chico de nueve años, que había escrito un libro y que quería que lo leyera. Ya sabía que un autor se completa cuando encuentra a su lector, o ya sabía que un niño siempre quiere impresionar a su madre. Ella recibió el manuscrito, leyó dos o tres páginas en silencio, apoyó el «original» sobre la mesa y me dijo que me felicitaba pero que le gustaría que la próxima vez le llevara un material propio. Usó esa palabra, de adulto pero también de escritor: material. Siempre pensé que esa escena es mi mito de origen, que de ahí salí. Escribir algo que se lea primero en el escritorio familiar, escribir copiando, escribir para una sola persona, querer hacer algo antes de saber cómo hacerlo.
Cuando publiqué mi primer libro, ya muchos años después, Alejandro Zambra escribió una reseña que atesoro en la que en algún momento advertía: «Hijo de Héctor Libertella y de una poeta brillante como es Tamara Kamenszain, Mauro estuvo expuesto desde siempre a la posibilidad de la escritura. Los que crecimos en casas sin libros tendemos a idealizar a las familias literarias. Pero qué difícil debe ser continuar a los padres de esta manera en que incluso contradecirlos es aceptarlos». Un poco por diseño, un poco por azar, Zambra impactó en el blanco de algo que me obsesionó durante mucho tiempo: cómo iba a hacer yo para escribir viniendo de una familia de escritores. Sentía, de manera quizás irracional, pero así son los síntomas, que ellos ya habían escrito. En mi casa ya se había escrito, listo, no había lugar para más palabras impresas. Fantaseaba secretamente con el origen inverso, nacer en una casa sin literatura, libre de esos fantasmas tan densos, donde todo estuviera por inventarse. Creía que eso era la libertad. Tardé mucho en comprender que la libertad no es algo que se hereda sino algo que se construye.
Toda esta historia de vida y todas estas cavilaciones y miedos y pequeños pánicos hicieron metástasis en mi primer libro, donde tenía el inmenso desafío —así lo vivía yo, con gran dramatismo— de tomar la palabra siendo «el hijo de». Escribí Mi libro enterrado cuatro años después de la muerte de mi padre y fue un relato sobre él, sobre nuestra relación, sobre sus últimos días pero también sobre todo eso que él me había dado y todo eso que no me había podido dar. Enfrentado al miedo íntimo y secreto de ser comparado con mi padre (eso vaticinaba: que me iban a comparar), tomé una decisión formal y metodológica que sería uno de mis axiomas para lo que escribí luego: mencionar, en el propio texto, mi miedo a la comparación, el dilema de cómo escribir viniendo de una familia de escritores. Procesarlo en el propio relato, tirarlo al agua hirviendo y que se cocine con todos los otros elementos de la novela. A veces me preguntan si la literatura autobiográfica busca un efecto terapéutico en quien la practica, y si bien es más cool decir que no, creo que sí, pero que en realidad toda la literatura (no solo la autobiográfica) es un poco literatura de autoayuda. No solo para el que la escribe, sino también para el que la lee: autor y lector hacen juntos un camino de transformación y cuando esa alquimia se produce, ninguno de los dos sigue siendo el que era antes de atravesar ese libro. Cuando ese contrabando se produce, es fabuloso.
El hecho de que mi primer libro haya sido un libro sobre mi padre marca, creo, una especie de programa o, más modestamente, un caminito. Si es cierto aquello de que en los primeros libros ya está contenido, de manera latente y en potencia, todo lo que el escritor va a escribir en su vida, mi debut alberga ya mis obsesiones: la familia, la relación entre la literatura y la vida, el registro de la experiencia, el crecimiento. Y sin embargo, creo que «el miedo a la comparación con mi padre» se terminó de desactivar no cuando escribí Mi libro enterrado sino cuando recibí un comentario providencial de Martín Kohan.
Una tarde entré a un bar para tomar un café y Kohan estaba sentado en una mesa, leyendo mi libro. Situación al mismo tiempo halagadora y un poco incómoda; pensé en huir sin que me viera para no importunarlo, pero al final (por suerte) decidí saludarlo. Me dijo que el libro le estaba gustando y me comentó algo muy preciso, quizás una de las lecturas más inspiradas que recibí jamás. En cierto pasaje del libro cuento que cuando murió Syd Barret, el líder fundador de Pink Floyd, escribí un obituario en un diario y se lo llevé a mi padre para leérselo en voz alta. Cuando terminé de leerlo, él lloró. Fue impresionante, por ver a mi padre llorar pero sobre todo porque lloró por efecto de un texto mío. La escena se me grabó con absoluta nitidez en la memoria y fue a parar a mi libro sobre él. Entonces Martín Kohan me dijo que lo que yo había escrito ahí, en realidad, era la escena de mi padre leyendo Mi libro enterrado. Era mi padre leyendo un texto donde su hijo escribe sobre la muerte de un artista un poco reventado que murió antes de lo previsto (Barret tenía 60 años cuando murió; mi viejo, 61), y llora. Llora de emoción pura, pero en ese llanto me estaba diciendo: así tenés que escribir vos, de manera transparente, de manera emocional, bien distinto —completamente opuesto— a mi literatura formalista, hermética, de virtuosos arabescos retóricos. Además, con ese llanto, mi padre me autorizaba a escribir y publicar un libro sobre él. Cuando Kohan me dijo todo esto me quedé mudo y sentí un alivio imposible de poner en palabras.
Las familias de artistas son entidades muy singulares, y las familias de escritores son un subgénero con sus propias particularidades. No estoy hablando de las parejas de escritores, que hay muchas, tipo Ted Hughes y Sylvia Plath o Sartre y Beauvoir sino de padres e hijos escritores o mi caso: padre-madre-hijo. Un caso de colección es el de la familia Panero. Se dijo que los Panero tenían una maldición por la cual ninguno pudo llegar a vivir setenta años. El padre, Leopoldo Panero, poeta astorgano, fue una sombra terrible para sus hijos; poeta inspirado pero también alcohólico, colérico, desmedido, dejó una huella en sus hijos pero también una herida. La madre de los hijos fue Felicidad Blanc, también autora. Los tres descendientes de este hombre cruel fueron Leopoldo María, Juan Luis y Michi, y todos eligieron la poesía, que es el más difícil y el más noble de los géneros literarios. Los autores malditos, los suicidas, los extremos de la historia de la literatura han sido poetas y los Panero fueron una familia de poetas salidos de un pueblo de León. Leopoldo María alternó su vida con largas estancias en manicomios, por una afección mental que nunca se terminó de determinar cuál era. Michi no tuvo mejor suerte: lo llamaban «el hermano perdedor» de una familia autodestructiva y se paseaba por las noches de la movida madrileña siempre borrachísimo y encantador. Escribió poco y algunas cosas se publicaron luego de su muerte.
El caso de Kingsley y Martin Amis también es interesante. Kingsley fue muy leído en su época, escribió en casi todos los géneros y fue parte de la generación de «los iracundos». Martin nació cuando su padre tenía 27 años y, cuando se convirtió en escritor, dio la sensación de que el hecho fue más complicado para el padre que para el hijo, como si Martin hubiera venido a arrebatarle un cetro. Alguna vez Kingsley declaró, famosamente: «Mi hijo es demasiado inteligente para resultar tan mediocre como escritor». Su hijo fue más benévolo con él, aunque lo satirizó en varias de sus novelas. Cuando le preguntaron cómo ordena su biblioteca, sin embargo, contó que divide entre ficción y no ficción pero que sus libros están junto a los de su padre.
Yo también guardo mis libros con los de ellos. No están a la vista. Tengo dividida mi biblioteca en bloques que contienen narrativa argentina, narrativa latinoamericana y española, narrativa en traducción, ensayo y poesía. Y al lado de mi escritorio hay un mueble que tiene dos puertas blancas en la parte inferior. Ahí, como a resguardo, no sé si escondidos o protegidos, están los libros que escribieron ellos y los míos, todos apretujados, sin otro orden que el familiar. Conozco decisiones diversas. Autores que ponen sus libros en una pequeña vitrina en el living de su casa. Otros que los van desparramando, separados, entre libros de otros escritores en su biblioteca, como armando parejas soñadas: un libro tuyo con uno de Borges, un libro tuyo con uno de Djuna Barnes, cosas así. Hasta conocí a un querido escritor que ponía sus libros en una pequeña repisa al lado de la cama, para que lo vieran solo las chicas que llegaban hasta ahí.
En ese mueble con puertas donde se amontonan nuestros libros hay tres pequeños volúmenes que deberían estar juntos (hoy los acomodo). Hablo de mi primer libro, del último de mi viejo, La arquitectura del fantasma, y del único libro de narrativa de mi madre, El libro de Tamar. Es alucinante cómo esos tres libros chiquitos fueron dibujando una trilogía involuntaria, o más bien una trilogía inesperada. Del mío ya hablé demasiado, quisiera decir algo sobre los otros dos.
La arquitectura del fantasma es la autobiografía de Héctor Libertella y es también su libro más legible y su texto más gracioso. Es una maravilla. Adoro ese libro por las anécdotas que cuenta —muchas las conocía, otras no— pero sobre todo porque recién al final de su vida mi padre produjo una grieta en el muro de su programa literario, que era muy interesante pero, a mi gusto, demasiado dogmático. Siempre fue un aventurero de la literatura, pero también se construyó a sí mismo una cárcel —la del hermetismo, la del formalismo a ultranza— de la que en algún momento ya no pudo salir. Es el problema tradicional de las vanguardias. Todos nos enamoramos de nuestro estilo, de eso también se trata escribir. Y justo antes de que el referí marcara el final del partido, mi padre despachó este librito tan prístino e inspirado que solo me da pena no haberle leído muchas cosas más así. Fue además el único libro suyo que me dio en estado de original, antes de enviarlo a la editorial y ahora, mientras estas líneas se empiezan a parecer impúdicamente a una sesión de psicoanálisis, creo darme cuenta de que en ese gesto tendió un puente entre su literatura y la mía, que todavía no había empezado pero sería muy parecida a ese libro suyo y muy distinta a todos los otros que él escribió.
El libro de Tamar, de Tamara Kamenszain, es otro texto inclasificable y uno de mis preferidos de todas las épocas, si la sentencia no sonara tan edípica. Ahí cuenta que, cuando se separó de mi padre, en 1998, él tuvo un sueño en forma de poema donde cada línea era una interpretación del nombre de mi madre. Entonces lo volcó al papel y se lo deslizó por debajo de su puerta (de nuestra puerta, de la casa de los muchos libros donde crecí y de la que él se fue cuando se separaron). Ella estaba aún muy dolida por la separación y guardó la carta-poema en un cajón. Veinte años después la encontró y fue como un rayo que partió en dos lo que estaba haciendo hasta entonces y la empujó a escribir este, un libro de narrativa (aunque es también ensayo, aunque es también poesía). Ella escribió entonces su libro sobre Héctor Libertella, yo también. El mío, el suyo, el de mi viejo son tres libros muy breves, muy distintos en su origen (uno es un primer libro, ¡otro es un libro final!) pero muy cercanos en su forma final. Eso debe ser el famoso «aire de familia» del que tanto se habla. Me emociona y me parece un milagro que algo así haya ocurrido.
Decía antes que cuando estaba por publicar mi primer libro temía que me compararan con mi padre, pero tardé varios años en darme cuenta de que en realidad mi mayor influencia literaria fue mi madre, y que si a alguien traté de copiarle y de robarle ideas, formas, proyectos, tonos, fue a ella. En sus últimos años hubo un contrabando mutuo de libros, de influencias, de lecturas que para mí fue muy nutritivo (y espero que para ella también). Me pedía que le prestara libros —como siempre trabajé en periodismo cultural, me llegaban muchos— y yo preparaba una pila pensando qué podía interesarle, pero sobre todo qué podía filtrarse en su trabajo, en su literatura. Levrero, Zambra, Ernaux, María Gainza, Knausgard, Carrère, cosas así. Literaturas híbridas, libros chiquitos, cositas amorfas y semi autobiográficas. Algo que hacía mi madre y en lo que también me reconozco es ir acompañando la vida con libros. Escribir la vida como una manera de transitarla, de entenderla, incluso de modificarla. Escribió un libro sobre su padre (El ghetto), sobre su madre (El eco de mi madre), sobre sus sesiones de psicoanálisis (El libro de los divanes), dos sobre su divorcio (Solos y solas; El libro de Tamar). ¿Hasta dónde hubiera llegado? ¿Se acaban los temas de la vida, o siempre hay más? Es una pregunta que me inquieta, que me hago para mi propio trayecto literario, y para el que mi vieja hubiera sido un modelo a observar, del que seguir aprendiendo. Cuando murió, en julio de 2021, estaba escribiendo un libro sobre un hermano suyo que murió cuando él tenía tres años y ella también era muy chica, un episodio terrible que fue el origen de un asma que la acompañó toda la vida hasta que, a los 74 años, murió por falta de respiración. Hay algo ahí también para leer: a los 74 años se puede estar escribiendo un «libro pendiente» sobre algo que ocurrió hace más de seis décadas. Siempre queda algo para decir y hasta se puede escribir más de un libro, por qué no, sobre el mismo tema.
Ignoro si alguno de mis hijos se inclinará, también, por la escritura. Ya sería una epidemia de escritores. Alguna vez le preguntaron a Roberto Bolaño si su hijo Lautaro sería escritor y contestó: «Yo sólo espero que sea feliz. Así que mejor que sea otra cosa. Piloto de avión, por ejemplo, o cirujano plástico, o editor». También alguien dijo que la literatura no se transmite de padres a hijos sino de tíos a sobrinos o de abuelos a nietos. Supongo que se refería a que las letras circulan de manera más alocada u oblicua de lo que imaginamos, y no de manera horizontal o vertical. Quién sabe. Mi caso al mismo tiempo desmiente y confirma todo lo que yo creía.