POR BORJA CANO VIDAL

En una carta a Louis Boulanger durante su viaje por los Alpes en 1837, Victor Hugo expresa su fascinación e inquietud por la velocidad con la que ha culminado su trayecto, describiendo cómo las flores del camino ahora son manchas o, si acaso, rayas rojas y blancas: «Les fleurs du bord du chemin ne sont plus des fleurs, ce sont des taches ou plutôt desg raies rouges ou blancs». Las palabras de Hugo reflejan el fracaso perceptivo del paisaje desencadenado a partir del siglo XIX, pues la implementación de las redes de transporte y comunicación, así como la estandarización cronológica que homogeneizó todos los relojes, condujo a la pérdida de la experiencia temporal. Desde entonces, pareciera que el tránsito ya no permite detenerse a sus ociosos practicantes, que hoy observan su recreo desfigurado en el constante bombardeo de imágenes y pestañas en continua interacción cuya velocidad imposibilita el ejercicio reflexivo y su posterior transformación en conocimiento.

A este respecto, recuerdo el cuaderno de viajes Variaciones sobre Budapest (2017) de Sergi Bellver, en el que el narrador impone un deliberado ritmo lento a su trayecto, pues afirma que «esa lentitud no solo implica disponer de más tiempo para ver lo que me rodea, sino sobre todo la posibilidad de la repetición y de la rutina feliz». Sus palabras parecen homenajear al recientemente fallecido Milan Kundera, quien describió en La lentitud (1995) esa desarticulación que la velocidad imprime a la mirada y el irremediable olvido al que nos arrastra la acelerada producción de imágenes. No cabe duda de los efectos devastadores que ha generado el quiebre de la experiencia temporal contemporánea, de lo que parecía ser ya consciente Julio Cortázar al negarse a convertirse en obsequio o esclavo del tiempo en su célebre «Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj», pues la progresiva conversión del tiempo en mercancía propició la desapropiación de nuestro tiempo propio, asediado en nuestros días por el lenguaje financiero: el tiempo se gana, se pierde, se invierte o se ahorra.

En su ensayo Aquí América Latina. Una especulación (2010), Josefina Ludmer se interroga por los vocablos y formas con los que nombrar el nuevo mundo que percibe ante sus ojos. Apunta, en su conclusión inicial, que «podría ser una palabra que sirva para todo, que nos afecte a todos y que atraviese todas las diferencias y divisiones nacionales, de clase, de raza, de sexo. […] Por ejemplo, el tiempo». El tiempo, pues, nos interpela. La ausencia de sinónimos de esta palabra incide en su carácter universal y unívoco y, sin embargo, determina a la vez su imposible definición y todas y cada una de sus aporías. De ello da cuenta Mike Wilson, quien en el artículo «Escritura y tiempo» que integra este volumen confiesa sentirse cada vez más distante de un mundo desmedidamente acelerado y ajeno a toda convención cronológica.

Desde este planteamiento, el escritor apela a la tiranía del presente que, sin embargo, desafía la propia creación literaria a partir de su lenguaje, pues no solo extiende el tiempo, sino que genera uno propio en el que poder habitar frente al descrédito de nuestra experiencia. Su proyecto literario, en este sentido, constituye un ejemplo idóneo, especialmente a partir de la publicación de Leñador (2013), donde un antiguo boxeador se instala en un campamento de leñadores en los bosques del Yukón. Wilson refleja en su texto el empleo de una temporalidad alternativa a partir de una constante demora que suscitan la descripción y la explicación. Así sucede, igualmente, en gran parte de sus títulos posteriores, como Ártico (2017), Ciencias ocultas (2019) o Némesis (2020), en los que el quiebre de la trama narrativa, la reiterada alteración de la temporalidad, el hibridismo genérico o la digresión como base compositiva configuran su personalísima poética. Baste recordar la afirmación del narrador de Leñador: «El tiempo pasa y no me doy cuenta, no me importa».

En efecto, y como se ha encargado de señalar Graciela Speranza en Cronografías. Arte y ficciones de un tiempo sin tiempo (2017), nuestro mundo se encuentra atravesado por la recurrente falta de tiempo. De ello se desprende la indagación de un nuevo orden temporal en ciertas producciones literarias recientes que exploran la suspensión textual para desplazar la trama narrativa en favor, justamente, de la narrativa, problematizando así la experiencia tanto escritural como lectora a partir de rasgos como la digresión, la incertidumbre, el hibridismo formal o la ausencia de linealidad. A este propósito, baste recordar las palabras del cineasta Andréi Tarkovski en su ensayo Esculpir el tiempo, donde al reflexionar acerca de la impresión del sentido del ritmo y de la cronología en su producción cinematográfica, expresa la consideración de que, como parte de su trabajo, está «el crear un flujo de tiempo propio, individual, reproducir en las tomas mi propio sentimiento del tiempo».

A partir de estas consideraciones, el presente dossier reflexiona acerca de este tipo de ejercicios literarios, a los que apelo desde su sentido oblicuo, por oposición a las convenciones de escritura, del mercado literario y, en suma, de la propia experiencia del tiempo. La reiterada digresión que genera un tiempo propio, como el que refiere Wilson, integra de igual manera otras tantas prácticas que no expresan sino la perplejidad ante un presente desarticulado y distorsionado. Ya a mediados del siglo pasado, Hannah Arendt advertía este estado de desorientación en el prefacio de Entre el pasado y el futuro (1954), donde subrayó la condición del presente como una brecha situada entre las dos fuerzas antagónicas del pasado y el futuro, restando así un modo de tiempo intersticial que causa extrañeza en el individuo frente a su propio tiempo histórico.

No cabe duda, entonces, que este presente, volcado sobre sí mismo, continuo e inacabado, constituye la némesis de numerosos ejercicios escriturales contemporáneos que cuestionan nociones de la propia creación artística y cuyo sentido performativo interpela al lector, incomoda al sistema e, indudablemente, pone en tela de juicio al texto literario. Como parte de esta operación de fraude al campo de la escritura aparece también el artículo de Felipe Becerra, «Teoría de la decepción», en el que se centra en una de las acepciones de esta palabra: el extravío y la pérdida del rumbo. El escritor reflexiona acerca de novelas que pierden su solución de continuidad dilatándose en el tiempo y cuyas postergaciones apelan al sentido de inconclusión. Este tipo de ejercicios revelan una experiencia de la temporalidad, de nuevo, anclada en un presente expandido. El mismo Becerra desarrolla, en La próxima novela (2019), un proceso similar, pues recopila cuadernos, notas, fotografías o garabatos a modo de diario del aparente fracasado proceso de escritura de una novela. Este libro en espera o en preparación implica una reiterada negación al libro, así como a cualquier elemento que concluya la escritura, en una infinita práctica de digresión.

En una línea similar se sitúa la producción de Cynthia Rimsky, quien en títulos tan variados como Poste restante (2001), Ramal (2011) o Yomurí (2022) ejerce una continua práctica del desvío. Su condición de viajera deambulante se traslada a su propia escritura, que rodea la trama para vagabundear entre anécdotas o imágenes que no solo captan un instante, sino que desarrollan una experiencia temporal de lectura ralentizada. Prueba de ello resulta, también, el artículo que firma en este dossier bajo el título «Tres versiones»: un ejercicio digresivo por y contra la digresión. La pérdida de la trama y la lectura distorsionada -en el mejor y más digresivo sentido de la distorsión- generan, a diferencia de aquellas condiciones de felicidad del texto que Umberto Eco reclamase para un lector modelo, una lectura salteada.

De este modo, la cooperación textual de quien escribe y de quien lee deja paso al lector salteado que reivindicó Macedonio Fernández, que se enreda entre la trama para asentarse en el intersticio entre la ruptura y el orden. Pero una operación digresiva no solo intercepta la disposición más convencional de un texto, sino que sitúa en jaque al mercado literario y al discurso académico, quebrando la asociación y la secuencialidad. Ciertamente, la mención a Macedonio Fernández no resulta causal, pues resulta difícil no recordar su Museo de la Novela de la Eterna (1967) a propósito de estas líneas, cuyos más de cincuenta prólogos anteceden y retrasan la aparición del texto, en apariencia, principal.

La alusión a una escritura en continuo avance, preparación o, en fin, digresión, remite, sin duda alguna, a nombres con los que ojalá el tiempo, ese acérrimo enemigo que aquí se interpela, hubiera hecho coincidir con estas palabras. Pienso, irremediablemente, en Mario Levrero, quien en el prólogo «Diario de la beca» de La novela luminosa (2005) expande a lo largo de más de cuatrocientas páginas un brillante ejercicio de digresión; o, en consonancia con la idea de una obra ubicada en la espera y en la negación de sí misma, recuerdo Peripecias del no. Diario de una novela inconclusa (2009) de Luis Chitarroni, donde se despliega una escritura anárquica e inacabada que conforman todo tipo de registros textuales atravesados por un «NO» que interrumpe, fragmenta y ralentiza la lectura. Esta retórica de la negatividad fue practicada de igual forma por Sergio Chejfec, quien, entre otros tantos títulos posibles, realiza en Teoría del ascensor (2016) un procedimiento de composición signado por el rodeo, la serialidad y la segmentación; todo ello como resultado un tiempo dislocado y en suspensión, del que se enseñorean la duda y la voluntaria ausencia de sentido. Ya en su primera página, el autor advierte: «Terminada la lectura y a punto de cerrar el libro, aún ignoramos de qué se ha tratado. Estas breves líneas no van a aclarar el punto».

A este breve homenaje in memoriam a la inconclusión se adscribe el texto de Mario Aznar presente en este volumen: «Aprender a no leer: ética y estética de lo ilegible». A partir de su elogio al borrador, el escritor reivindica el sentido de obra abierta para reflexionar acerca del texto literario como un espacio en el que la indeterminación no supone un fallo sino una experiencia estética. Este mismo ejercicio de digresión sobre la escritura caracteriza su opera prima, Too late (2021), que inaugura con una nota titulada «Despedida» para comenzar por el final y no llegar del todo tarde a donde todos, de un modo u otro, siempre llegamos tarde. En este texto, inclasificable como todos los aquí mencionados, Aznar ejercita su bolígrafo con agudeza crítica para reflexionar y crear, en la misma franja temporal, un vagabundeo por la literatura contemporánea.

En consonancia con la excursión de Aznar, el conjunto de artículos se clausura por el principio o, como reza el título del artículo de Luigi Amara, por la «Estática del comienzo». En él, reflexiona a partir del complejo ejercicio del inicio de la escritura frente a la hoja en blanco. El tiempo que discurre en esas primeras líneas o en esos primeros párrafos no es sino, de nuevo, un signo de inconclusión, pero lo es también de escritura, de lenguaje y de merodeo. Una práctica digresiva, por cierto, como la que desarrolla en su imprescindible La escuela del aburrimiento (2013), donde en oposición a las lógicas contemporáneas reivindica el bostezo como gesto de inconformismo y el aburrimiento como ejercicio libertario frente a los corsés del sistema literario.

En definitiva, y pese a la heterogeneidad de temas y formas de la creación literaria que este dossier convoca, existe un punto en común: la escritura oblicua. Situada en los márgenes de cualquier convención acerca de la literatura, se trata de una práctica de la digresión, la morosidad, la inconclusión, el desvío o el merodeo. Se trata, también, de una escritura que a veces comienza, pero que en muchos casos no finaliza; o mejor dicho: que permanece en el borrador para inaugurar un tiempo nuevo, propio, que inicia con el propósito de reiniciar. En su ensayo Como un tren sobre el abismo (2019), Carlos Skliar elogiaba la lectura como «un gesto de contra-época: perder un tiempo que no se posee, estar a la deriva […] delante de la mirada ansiosa y vertiginosa de un tiempo acelerado». En el caso de este dossier, es la escritura aquella que, frente a los vanos intentos por remediar el régimen acelerado de nuestros días, se erige como medio para suscitar, expresar o fabricar un chronos alternativo.