Empezaré con una conclusión acelerada: todo trastorno mental merece ser contado.
Voy a intentar explicar esto de forma diluida, casi burbujeante, como se habla de fantasmas, espíritus e invisibilidades. Después de muchos meses curada de una depresión que me zarandeó durante tres años y releyendo el libro que escribí sobre ella, Fármaco (Literatura Random House, 2021) con ojos racionales, me he dado cuenta de que las enfermedades mentales se sitúan entre el género de terror y lo fantástico. Entre la imposibilidad y el éxtasis. ¿Cómo no hablar de monstruos, entonces? ¿Cómo no caer, al igual que Alicia en el País de las Maravillas, por un boquete profundo persiguiendo al conejo?
El conejo es la enfermedad mental. Lleva un reloj de pulsera y tiene prisa.
Alicia cae y cae (en esa tubería oscura del inconsciente) y su realidad se distorsiona y se torna surrealista: se vuelve grande, pequeña, conoce a un felino loco y empieza a experimentar un delirio ilimitado que despliega en ella una serie de traumas (que no se nombran, pero la rodean). Partiendo de esa premisa, considero que donde mejor se pronuncia la locura es en el arte:
«Alicia estaba ya tan acostumbrada a que todo cuanto le sucediera fuera algo extraordinario, que le pareció de los más soso y estúpido que la vida siguiera por el camino normal».
Me he dado cuenta de que las enfermedades mentales se sitúan entre el género de terror y lo fantástico. Entre la imposibilidad y el éxtasis
Por tanto: ¿Se hubiera quedado Alicia a vivir en El País de las Maravillas? ¿Estamos sujetos a una normatividad inevitable? ¿El de Lewis Carroll es un final que parece feliz y sin embargo es tristísimo?
La locura posee, al tiempo, algo mágico y tenebroso. Es un concepto que se mueve entre querer y no querer. Ser y no ser. Estar y no estar. Podría decir que es adictiva, aunque posiblemente sea mucho más que eso, puesto que se la echa de menos. Y añorarla, supone haberla amado de forma abrumadora.
La expresión «echar de menos» la inventó un búfalo drogado.
Cuando explosionó una Depresión Mayor en mi cuerpo, acababa de cumplir 32 años mirando abismos y abrazando libros. Ambos actos por igual. Se me iban los ojos directos al vacío y a las ficciones. Experimentaba la misma sensación de orfandad con unos que con otros. Y no entendía nada. ¿Buscaba el peligro y la tabla de salvación? Quizá, lo que sentí al inicio de mi depresión —intentando ser precisa— fue la ruptura de un cristal a la altura del esófago. Pero no un cristal resquebrajado por la vorágine de los años o porque el viento lo golpeara y lo acabara destrozando.
Era, más bien, como si un niño tirara una piedra a mi ventana interior.
La infancia quebrándose.
De hecho, no sabría unificar Fármaco en una temática concreta. No creo que sea un libro que hable enteramente de la depresión, sino que hace un recorrido traumático por los ángulos de mi crecimiento melancólico. Las habitaciones oscuras y el insecto que se desarrolló en sus esquinas, durante mi niñez y adolescencia: Gregor Samsa incubando huevos detrás de mis rodillas.
Fármaco y mi vida se tropezaron en un punto y se han separado en otro. Hemos ido de la mano. Es la primera vez que me sucede: que un libro siga el ritmo de mi vida. Que se ajuste a la temporalidad de mi sufrimiento.
Una relación de pareja químico-atómica.
Sucedió así: realicé la última relectura del manuscrito final ingiriendo una cantidad de 37,5 mg de un antidepresivo. Es una cantidad mínima, casi un placebo. Después, llegó la cubierta (esa niña sombreada con un cuervo en la cabeza) y su publicación entusiasta, junto a la colocación del libro a las librerías, las entrevistas incómodas, la mañana primaveral y jaleosa, y mis respuestas dubitativas acerca de cuestiones sobre salud mental como tema cumbre. Algunos días, me despertaba a las cinco de la mañana y agarraba la escoba y el recogedor. Barría el suelo medio insomne; boxeaba contra el aire y sus malas energías: barría el terror. A medida que la promoción editorial avanzaba, conseguí dejar esa cantidad de 37,5 mg desperdigando el asunto hacia fuera; imitaba a mis gatos. Ellos sacan la comida de su comedero. Desechan su pienso y yo vaciaba así mis penas. Exigía menos enfermedad y más literatura a mis entrevistadores/as. Mis amigas/os y familia me preguntaban qué tal me sentía hablando tanto de la depresión. Y yo les contestaba que bien, aunque siempre actué de manera defensiva ante Fármaco. Me he desdoblado hasta lo imposible. La estrategia no es más que una imitación animal, instintiva y primaria: la tragedia fuera del cuenco.
Ahora entiendo a los niños: esquivan los guisantes del plato y se comen la felicidad. Todavía no son seres tragicómicos anudados a la tristeza. Tampoco suelen ser autodestructivos. Saben dónde está la alegría y el placer y los mastican.
A día de hoy, cuando veo de lejos una caja de antidepresivos, corro hacia el pasillo y me escondo bajo una lámpara rebosante de luz. La más deslumbrante de mi hogar. Si analizo la portada de Fármaco, siento escalofríos. Tras responder a preguntas directas sobre el libro, muy centradas y morbosas acerca de mi experiencia, me bebo dos botellines de agua seguidos. En ocasiones, tres o cuatro. He dejado vacío, aniquilado, el compartimento de las máquinas expendedoras más de una vez: PRODUCTO NO DISPONIBLE.
A las instituciones, fundaciones y centros culturales les he demandado tanta agua, que se quedaban sin repuestos en el almacén. Buscaban un botellín en el bazar más cercano. Ahora mismo, podría hacer un emparejamiento de marcas y botellas de agua mineral. Me las sé todas.
Tras esos tragos largos, siento cómo nadan mis órganos. Nunca he bebido tanta agua hablando de ningún libro.
Fármaco, sin embargo, me la ha demandado. Agua a raudales. Soy un ser marino.
De hecho, no sabría unificar Fármaco en una temática concreta. No creo que sea un libro que hable enteramente de la depresión, sino que hace un recorrido traumático por los ángulos de mi crecimiento melancólico. Las habitaciones oscuras y el insecto que se desarrolló en sus esquinas, durante mi niñez y adolescencia: Gregor Samsa incubando huevos detrás de mis rodillas
A finales del año 2021, me asfixié de tanta agua bebida. Fue en un acto importante. Había psiquiatras y psicólogos entre el público. Personas a las que se les había suicidado un familiar cercano. Y yo allí, hablando entrecortadamente sobre salud mental: dignificándola y meciéndola con suavidad. Clavándole agujas a la depresión del demonio. Empujando a la muerte, para que no se meta nunca más en mis bolsillos. ¡Fuera de aquí! Poniendo palabras a un tema sensible e impronunciable. En voz alta es como se dicen las cosas, las que son de verdad. Y yo trataba de alzar la voz todo lo posible: la enfermedad mental está tan tapada que necesita un megáfono. Fue a los 15 minutos de charla cuando me entró un ataque de tos infinita y di vueltas alrededor de una palmera hasta que se me pasó el atragantamiento.
Una piscina en mi estómago.
El miedo me está hidratando correctamente.
Sylvia Plath que sufrió constantes depresiones y que daba paseos largos con botes llenos de somníferos bajo el brazo, afirmaba:
«Duele todo. Es como si ardiera bajo la piel. Cuando estás loca, estás ocupada en estar loca, todo el tiempo. Yo cuando estaba loca, era solo eso, una loca».
La palabra «loca» repetida en una frase 4 veces. La locura como identidad y como nombre propio con apellidos y fecha de nacimiento. Sylvia Plath la analizó con lupa. Se desvistió e hizo todo lo posible para comprenderla. Lo que todavía no me entra en la cabeza, en estos tiempos modernos, es que existan una serie de escritos suyos, secretos, que no se publiquen sobre su depresión. Que los familiares de Sylvia se opongan a ello, después de muerta. Que dé tantísimo temor hablar de una enfermedad, sea la que sea. La locura, el trastorno mental, la creatividad acelerada por la distorsión mental, la química en vena y el cerebro descompensado, atañen a nuestra naturaleza humana. En una frase de Stendhal y resumiendo mis sensaciones:
«Escribir otra cosa que no sea el análisis del corazón humano me aburre».
Bien, la enfermedad mental es una mezcla de multitud de texturas: traumas, carácter, sensibilidad, dolor, éxtasis, pena, desesperación, desequilibrio, abismo, magnitud, ternura, intemperie, desolación y un largo etcétera. Va con nosotras y nosotros. Está por los pasillos y silba canciones religiosas. Viaja junto a nuestro equipaje en la bodega del avión. Vibra junto a las cuerdas de tender. La arrastra una caracola por la orilla del mar. La escupe una nube. La estamos apartando como una mosca en pleno verano, y al pestañear, aparece y desaparece a modo de fantasma.
Ante cualquier enfermedad, te recomiendan que bebas agua. Que el agua es medicinal. Que desatasca. Que debemos tener torrentes en el cuerpo y no arterias comprimidas y sucias. Que sea de mineralización débil y no esté ni muy caliente ni muy fría. Que nos lavemos la cara con agua, por la mañana, por la noche, a todas horas. Que nadar es bueno para la espalda. Que limpiemos la fruta con agua y que llueva en los campos.
Lo que no nos dicen, es que el agua ahuyenta a los fantasmas, esto es: agua para la depresión. Para cada palabra relacionada con ella (la depresión tiene su propia biografía desde hace siglos). Así las cosas; que reluzcan las jarras de agua en las presentaciones literarias para tratar con libros difíciles, espinosos, asmáticos, con una ciénaga en la página 40. Que fluya el agua a borbotones para debatir sobre ellos: un manantial cristalino.
Un iceberg derretido en el desierto.
La alucinación de un oasis en mitad de la nada.
Agua para mantenerme en pie cuando veo al demonio, acercándose otra vez, por exceso o por defecto, hacia mí, con su tridente ardiendo en el puño.