Hasta hace poco, en España perduraba un complejo de inferioridad fruto no solo de cuarenta años de franquismo, sino también de las heridas de un país donde la Ilustración apenas dejó huella y la pobreza no se fue. Quizás por ello, cuando llegó la democracia y al fin salíamos en la foto como civilizados, no tan pobres y hasta europeos, las ficciones dejaron de hablar de lo que veníamos siendo para empezar a hacerlo de lo que parecíamos ser. El dinero ya no era un problema (al menos para los que escribían), la literatura rural quedaba atrás y todo el mundo vivía en Madrid, Barcelona y hasta en Nueva York (o hacían vivir allí a sus personajes). A la literatura social se le colgó el sambenito de ramplona, provinciana y del pasado, y aunque el realismo de raigambre decimonónica y galdosiana siguió siendo popularísimo, a menudo no encontraba validación crítica porque se aspiraba a que la producción artística no estuviese anclada en el siglo XIX.
Este estado de cosas se perpetuó hasta finales de los noventa y principios de los dos mil. El siglo XXI se abrió con la Generación Nocilla o Afterpop, que recogió, entre otras cosas, las inquietudes por un cambio de paradigma en el que todavía estamos sumidos (uso de internet, globalización, intermedialidad), afrontándolo con un optimismo deudor de la última mitad del siglo XX y de la bonanza económica.
Entonces llegó la crisis, y con ella un giro que es inesperado solo si se miran las últimas décadas y no los últimos siglos. La literatura depende, en primer lugar, de sus condiciones de producción, y en la española la precariedad probablemente haya sido la circunstancia y la conversación más inagotable. Abarca muchas de las obras canónicas desde el Lazarillo hasta hoy (como tema, marco o ambas cosas), y esto sin menoscabo de sus posibilidades formales —La colmena de Camilo José Cela o Tiempo de silencio de Luis Martín-Santos, por poner dos ejemplos de renovación formal del siglo XX, son literatura social—. La vuelta a estos fueros en el siglo XXI ha conllevado el mirar hacia unos autores cuya temática era la corrupción de este país (Rafael Chirbes) o que practicaban una literatura explícitamente política y de denuncia que llegó a ser, durante las vacas gordas, anatema (pienso en Belén Gopegui o Marta Sanz). También trajo aparejada una etiqueta, novela de la crisis, hoy en desuso porque la crisis se ha normalizado.
Antes de seguir, aclaro cuáles son los requisitos de este artículo: partiendo del abandono de las tendencias descritas al principio (motivo por el cual he trazado un arco un poco más amplio, para contextualizar este giro), plantear de qué manera la literatura se ha abierto, en los últimos tiempos, a nuevos espacios, prosas y conflictos para narrar la precariedad actual. Se me pide que no dé una relación interminable de títulos y nombres y cite solo a aquellos que mejor encarnen alguna propuesta valiosa. También que cuente mi experiencia como autora, puesto que me he movido en este terreno (hablaré de La trabajadora al final del texto, que supongo que es la novela por la que se me convoca).
Como, en efecto, la lista de títulos y autores podría ser interminable, estableceré una criba previa y me centraré únicamente en novelas de ficción, aun cuando la autobiografía y la autoficción han dado muchas obras que podrán estar aquí (creo no obstante que el fenómeno de las literaturas del yo requiere un tratamiento propio). Asimismo, me limitaré a autores y autoras que comienzan su andadura en el siglo XXI (nacidos en los setenta, ochenta y noventa, aunque también meto a tres de los sesenta que comienzan a publicar tardíamente). Escogeré una obra por autor y hablaré de ella a través de epígrafes, a sabiendas de que la mayoría podrían figurar en casi todos. Sin embargo, me interesa armar un discurso que recoja lo que creo que es representativo de este momento, y que los libros me sirvan para construir el argumento. Allá voy:
— El cuerpo cuando duele: de lo que el trabajo le hace a los cuerpos trata una de las novelas más emblemáticas de la mencionada novela de la crisis: La mano invisible (2011), de Isaac Rosa. La obra es coral y se despliega como una performance donde se encierra a una serie de trabajadores (un albañil, un mecánico, una costurera o una teleoperadora) en una nave con espectadores sin que nadie sepa muy bien qué hacen allí, por qué unos miran y otros solo trabajan. Reducidos a una identidad laboral que es puramente mecánica, la novela logra que se vea lo que permanece oculto, las manos invisibles y sometidas.
—El dinero: todos los libros que nombro en este artículo podrían ir aquí, pero si hay una novela que se ha presentado con este tema como central es Las maravillas (2020), de Elena Medel, muy en la línea de Belén Gopegui o Marta Sanz no solo por apostar explícitamente por una salida colectiva y política, sino también por no desvincular en ningún momento las circunstancias de las protagonistas de sus condiciones materiales. ¿Cuánto dinero cuesta poder mantener los afectos y la propia estructura? La novela recorre un arco temporal amplio a través de dos mujeres: una que emigra en los años sesenta y otra que lo hace en la actualidad. La escritura es precisa y a menudo calculadamente distante porque las protagonistas no pueden permitirse concesiones sentimentales.
—El lenguaje medio de la clase media (y de los aspirantes a ella) se desdibuja: narrar ya no es un asunto de clase media más o menos acomodada (sí lo es de la clase alta, pero este es otro asunto). La clase media fue una conquista que ha durado unas pocas décadas y que está desapareciendo a toda velocidad. Cuando el ascensor social se escacharra y la educación te devuelve al mismo sitio, la literatura deja de ser aspiracional: ya no hay que fingir algo que no se es ni se va a ser nunca. El desparpajo en todos los sentidos, también lingüístico, de Anna Pacheco en Listas, guapas, limpias (2019) apuntala esto. Pacheco narra un desclasamiento real, el de la familia que va del campo a la ciudad, y otro de mentirijilla, el simbólico, que es el territorio que les queda a los descendientes de los que consiguieron piso en un barrio periférico. La protagonista siente un poco de vergüenza cuando hace amigos en la universidad (ella es la primera universitaria de su familia); sin embargo, esa vergüenza por el origen se esfuma en el texto, donde las coplillas que canta la abuela y un viaje a la tierra de los ancestros se cuentan con regocijo y, al mismo tiempo, sin idealización ni nostalgia.
Que los tonos bajos, cuando aciertan, dan lugar a grandes obras es algo archisabido, pues ese lugar de enunciación permite atrevimientos mil y uno y que el texto se abra a una significación múltiple y paradójica. Tal cosa ocurre en Panza de burro (2020), de Andrea Abreu, donde el habla de una niña cuajada de modismos canarios no suena a folclore ni a simple costumbrismo, sino que se eleva para lograr una novela sumamente poética y osada sobre un amor entre dos chiquillas a cargo de abuelas en un entorno pobre del norte de las Islas Canarias, entre barriada y pueblo. Aquí los adultos en edad de producir son fantasmas que trabajan día y noche en el sector turístico sin que eso les procure más que una mínima subsistencia. Las niñas son salvajes y libres, y al mismo tiempo están encerradas y condenadas. Los límites del lugar son muy precisos, asfixiantes; al fondo hay una playa que es el paraíso de los guiris y adonde ellas no pueden ir porque no tienen quien las lleve.
En Lectura fácil (2018), de Cristina Morales, también vemos lo lejos que se puede ir con un lenguaje que solo tiene la apariencia de estar por debajo de un nivel medio a través de cuatro mujeres tildadas por la administración y la medicina como discapacitadas intelectuales. Cada una despliega su habla (una con la técnica de Lectura Fácil) para ensamblar una novela que fragmenta el punto de vista y juega con distintos registros en pugna contra lo normativo.
—Los otros: uno de los mejores acercamientos de la literatura reciente a quienes están absolutamente fuera del sistema es Diario de campo (2013), de Rosario Izquierdo, donde se da cuenta del lenguaje con el que se construyen las identidades y lo que llamamos «conocimiento» a través de una mujer que trabaja en una oficina de asistencia social del extrarradio sevillano, lo que la lleva a escribir, como los antropólogos, un diario de campo que transita por la crónica, el ensayo y la reflexión personal para conformar una novela intergenérica donde la voz íntima se entremezcla con las de unas mujeres analfabetas. Asimismo, en La ciudad (2022), de Lara Moreno, que cuenta la historia de tres féminas acorraladas por la violencia, se encara la historia de dos mujeres migrantes, una colombiana y una marroquí, que experimentan de manera radical lo que significa ser subalternas, especialmente la mujer marroquí, que está de ilegal; con ella se visibiliza una de las situaciones más vergonzantes del país en la actualidad: el trabajo esclavo —literalmente— de las temporeras en los campos de fresas de Huelva.
— Migrando sin parar: La migración del campo a la ciudad que comenzó a finales de los cincuenta del siglo pasado está contada en muchas novelas; también la que puso rumbo a Alemania o Francia. Lo que ya no está tan narrado por ser un fenómeno reciente es la de los españoles hipercualificados yéndose a cualquier parte del mundo donde, en teoría, florecen las oportunidades. En La muela (2021), de Rosario Villajos, una joven se va al Londres pre-Brexit y encadena trabajos infames y alojamientos compartidos con humanas y ratones. En la novela desfilan todas las modalidades de la soledad contemporánea bajo el prisma del humor negro: enfermedad, Tinder, esperanzas delirantes, relaciones siempre cabronas. El libro tiene algo de collage al atravesar la frontera de ese territorio invisible propio de la escritura para componer, además, una obra visual: diferentes tipos de letra, e-mails, imágenes y hasta un coqueteo con la fotonovela.
—«Bienvenido, Mr. Marshall» en el siglo XXI o ver a los guiris pasar: a la descentralización imperante (ya no se narran mayormente Madrid, Barcelona ni los centros urbanos) se suma el sacar a la palestra una España detenida en un momento preglobalización, que es donde se ha quedado buena parte del país, como una estampa congelada donde sus habitantes desean que llegue el turismo para no perecer o ven cómo este turismo destruye el entorno y genera empleos mal pagados que no compensan los oficios perdidos o a punto de perderse. En Anoxia (2023), de Miguel Ángel Hernández, bajo el telón de fondo del destruido Mar Menor, la propietaria de un viejo estudio fotográfico que se ha quedado sin clientes rescata la práctica de retratar a los muertos, mientras que en La seca (2024), de Txani Rodríguez, la relación entre una madre y una hija se despliega en una localidad andaluza donde se trabaja en la extracción del corcho, otro oficio amenazado. Ambas novelas, muy escénicas, recuerdan a pelis españolas de los noventa.
—El campo que no es rural: el campo sigue siendo precario, si bien incorporando otros modos de vivir en él. Se habla de lo neorrural para englobar novelas cuyos personajes dejan la ciudad, pero es una denominación imprecisa porque buena parte de ellas no tratan de lo rural, sino de una nueva forma de habitar en el campo dependiente económicamente de la urbe. Una casa ruinosa en un núcleo indeterminado y mínimo es el escenario de Un amor (2020), de Sara Mesa, un libro que no va de amor, sino de chivos expiatorios, y en el que el lugar es condición fundamental para que estalle un conflicto a lo Dogville de Lars von Trier después de que la protagonista intercambie sexo por trabajo y acabe en una relación rigurosamente vigilada. La tragedia se reduce aquí al hueso, a lo esencial.
— Desposesión y mística: nos deslizamos hacia un territorio, el de ver en lo espiritual una salida, que no es el tradicional en la literatura social, habitualmente ligada a cosmovisiones materialistas. Sin embargo, la mística fue un asunto muy español (ahí están San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús), y desembocó en un sensualismo que rozaba la herejía. Mucho de esto hay en Ocaso y fascinación (2024), de Eva Baltasar, aunque desligado de toda religión y convertido en una espiritualidad laica. La novela, muy poética, se divide en dos partes: la de la caída de la protagonista en la indigencia —apenas saldrá de ahí limpiando casas—, y el relato simbolista sobre su fascinación por una mujer transformada en una Virgen que supone una ruptura de código. De un modo menos evidente, un impulso espiritual que tampoco tiene que ver con la religión ni con ser creyente late como posibilidad en Los asquerosos (2018), de Santiago Lorenzo, que narra la historia de un hombre que, tras acuchillar a un policía, se refugia en una aldea abandonada. La caída se convierte en renuncia radical al consumismo, y en todos los pasajes donde se describe la adaptación a una vida despojada encontramos el gusto y la elevación de un asceta.
—Más allá del realismo: el realismo y el costumbrismo se integran naturalmente, y desde hace tiempo, con otros géneros. Los guapos (2024), de Esther García Llovet, es una novela picaresca y también de extraterrestres para narrar una España destartalada, cutre y anárquica en la que un buscavidas se va a un camping de El Saler, en Valencia, y trata de sacar pasta organizando un festival de música con regustos marcianos aprovechando la aparición de unos misteriosos círculos en un campo sembrado.
La distopía es lo que usa Luis López Carrasco en El desierto blanco a través de una muy elocuente estructura de narraciones independientes que recorren distintas modalidades de mundos descompuestos que estarían señalando ese montón de añicos, mayormente desértico, en el que parece que va a convertirse el planeta.
Como dije al principio, terminaré este artículo explicando cómo abordé la precariedad en La trabajadora (2014), donde me planteé subvertir el realismo desde dentro aprovechando que sus dos protagonistas, una freelance que trabaja en casa corrigiendo libros y una teleoperadora, sufren problemas mentales ligados a una situación económica miserable. Planteé el asunto de la disolución del sujeto actual por las condiciones laborales, que implican no tejer vínculos y que el trabajo inunde la casa y el día entero. Los barrios del sur Madrid por los que la correctora pasea incansablemente aparecen no como algo sólido y realista, sino como fantasmas: no sabemos si se ven o se alucinan. Aproveché, en fin, los delirios no para contar fielmente qué es un brote psicótico o la ansiedad, sino para hacer una literatura con la que señalar cuánto tiene la realidad de invención. Porque la invención es la mimbre del mundo.