La primera vez que la vi, Alicia estaba sentada en una mesa corrida junto a otras cuatro o cinco chicas de su edad que hacían tareas escolares; ella hojeaba un libro ilustrado de la Cenicienta. Fui a saludarlas, charlamos un poco, pregunté con torpeza y Alicia fue la única que me hizo una pregunta. Hablé un poco más con ella, mientras sus compañeras volvían a las tareas, y al final me invitó a pasarme por su casa cuando quisiera.
Alicia Quispe tenía entonces 14 años. Después de la primera conversación en su casa, un cubículo de adobe a 4.400 metros de altitud en el Cerro Rico de Potosí, aceptó que la acompañara en su trabajo subterráneo. Vestía un buzo mahón con desgarrones, las mangas le colgaban un palmo más allá de las manos, calzaba unas botas de goma demasiado grandes y un casco de minero: un casco de minera. Llevaba el pelo negro recogido en una coleta, tenía los ojos almendrados y una mirada que siempre huía, como buscando detrás de la gente.
La conocí en mi primer viaje a Bolivia, en 2009, en el que preparé varios reportajes, entre ellos uno dedicado a los niños y las niñas que trabajaban en las minas. Alicia era la protagonista. La mencioné con su nombre real, el reportaje se publicó en tres idiomas y tuvo un cierto eco que rebotó incluso en una televisión latinoamericana: los jefes de la niña minera se enfadaron y la amenazaron con echarlas a ella y a su madre viuda de sus puestos en la mina, empleos peligrosos, precarios, ilegales, imprescindibles para salvarse del hambre. Recuerdo este caso cada vez que me preguntan si el trabajo de un periodista puede cambiar las vidas de las personas sobre las que escribe: sí, y no olvidemos que las puede cambiar a peor. A partir de entonces escribo Alicia Quispe, un nombre falso, para evitarle represalias.
Tras aquel primer reportaje, pensé que me había quedado en la superficie de lo que ocurre en las minas del Cerro Rico de Potosí. En los siguientes años viajé otras dos veces para profundizar en ciertos temas, para conocer mejor el contexto, para hacer más entrevistas y sobre todo para seguir de cerca las vidas de las protagonistas, para acompañarlas sin prisas en sus casas, lugares de trabajos y vidas cotidianas. En 2017 publiqué el libro Potosí (Libros del K.O.) y le añadí un epílogo en la revista 5W (se puede encontrar con el título ‘Potosí, 2018’), porque la historia de Alicia sigue viva.
Los periodistas autónomos tenemos el hábito de quejarnos y lloriquear. No nos faltan razones: el apoyo de los medios es cada vez menor, nos hacen propuestas de trabajo abusivas, cargamos con los gastos de los viajes, dedicamos mucho tiempo a la preparación y a la escritura de los reportajes, a cambio recibimos pagos exiguos…
Pero yo al menos soy autónomo por propia voluntad, lo he sido desde joven, porque me parece la vía más adecuada para trabajar los textos de la mejor manera posible. Para quien quiera viajar largo y tranquilo, profundizar en los temas y escribirlos con mimo, ser autónomo ofrece ventajas cruciales. Se resumen en una palabra: libertad. Libertad para elegir temas, libertad para decidir enfoques, libertad para regresar a las historias y dedicarles la calma que necesitan, algo que a muchos jefes les parecería una pérdida de tiempo.
Y seguramente tendrían razón, porque este modo de trabajar no suele ser muy rentable. Pero ese trabajo más lento y más profundo le sirve al periodista autónomo para descubrir temas que no imaginaba y para recoger la complejidad de la vida.
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Un periodista que viaja a otro país es, de partida, un ignorante. Y por tanto debe ser humilde. Debe saber que no sabe nada
Estas son algunas lecciones que aprendí sobre la marcha, durante los años de escritura lenta del libro Potosí:
-Un periodista que viaja a otro país es, de partida, un ignorante. Y por tanto debe ser humilde. Debe saber que no sabe nada. Su primera tarea consiste en encontrar a la gente que conoce la realidad del territorio, que lleva años trabajando en los temas que el periodista quiere tratar. Conviene reunirse con ellos, hacerles muchas preguntas y sobre todo escucharles. Al principio de un trabajo de reporteo, yo solo puedo avanzar si voy de la mano de los expertos locales. Ellos me dieron los contactos en las minas y me acompañaron a tocar las primeras puertas, detrás de las cuales fui encontrando a quienes serían mis protagonistas.
En este caso hablé en varias ciudades de Bolivia con miembros de asociaciones locales que luchan contra el trabajo infantil minero, representantes de los niños, niñas y adolescentes trabajadores, sindicalistas, funcionarios del Gobierno, directivos de cooperativas mineras, médicos, ecologistas… Para eso hace falta tiempo: el mayor tesoro de un periodista autónomo.
-La primera vez que los periodistas viajamos a un sitio, vemos una cosa: justo aquello que queríamos ver, justo lo que esperábamos ver. Antes de mi primer viaje leí libros y reportajes sobre la minería en Bolivia, vi películas y documentales, estudié informes, y supe qué historia necesitaba: la de un niño o una niña que trabajara en las minas, para contar su vida, recoger su testimonio y situarlo en un contexto político y social. Antes de salir de casa, ya tenía claro el tema. Fui a buscar historias particulares que reflejaran ese tema. Pero esa delimitación nos cierra la mirada, porque no veremos temas que en casa ni siquiera imaginamos. Si pasamos poco tiempo en el terreno, si nos conformamos con rascar un poco en la superficie, no veremos nada que no esperáramos ver.
–Por eso defiendo el periodismo lento: porque regresar a los lugares y pasar más tiempo con nuestros protagonistas es el modo de descubrir temas, de empezar a ver y entender aspectos que la primera vez ni siquiera imaginábamos. Hace falta un periodismo rápido y hace falta un periodismo lento. En mi segundo viaje a Potosí, las familias mineras ya me conocían de la primera vez, habíamos mantenido el contacto, les pude llevar fotos y ejemplares de las revistas y los periódicos donde había publicado su historia, como pequeña muestra de agradecimiento. Les dije que quería pasar un tiempo con ellos y me abrieron las puertas de sus vidas cotidianas con generosidad. Los acompañé durante varias semanas en sus chabolas de la montaña, en el interior de la mina, en las plazas, en la escuela, en las reuniones comunitarias, en el cine. Entonces empecé a escuchar otras historias. En el primer viaje me había centrado en las terribles condiciones laborales de los mineros y el caso específico de la explotación de niños y niñas: lo que tenía previsto. En el segundo conocí la violencia que padecían en el exterior de la mina, al acabar el trabajo, fuera del escenario habitual de los reportajes y las películas. Conocí la violencia generalizada, permanente y extrema que sufrían sobre todo las mujeres y los niños en sus casas y en sus entornos privados, incluida la violencia sexual, las palizas, los abortos forzosos, la prostitución de menores, por parte de sus padres, maridos, tíos, vecinos. Estas historias abundaban, las pude documentar y confirmar, pero no aparecían en los diarios, en los reportajes, en los documentales. Las instituciones públicas no prestaban ninguna atención a las víctimas más pobres y explotadas de la sociedad, las que vivían en los márgenes, en las chabolas de la montaña, en el territorio de los mineros. Los sindicatos y movimientos que durante años impulsaron con fuerza las luchas políticas y sociales bolivianas tampoco se interesaban por estas violencias, consideradas como problemas domésticos, privados, allá cada cual. Investigué los casos con la ayuda de ciertos médicos que visitaban a las familias de la montaña minera, ciertas trabajadoras sociales, ciertas maestras de Potosí. Casi todas las personas que peleaban contra la impunidad de estas violencias eran mujeres. Algunas víctimas me contaron sus historias solo cuando me tuvieron confianza. No en el primer viaje: en el segundo o en el tercero. No en el primer día del segundo viaje: en el décimo. Son temas muy sensibles que no se cuentan fácilmente a un foráneo. No sirve de nada aterrizar, hacer una entrevista a bocajarro y marcharse. Hay que dedicar tiempo, atención y cariño a los protagonistas, acompañarlos en un tramo de sus vidas, en sus casas, en sus trabajos. Solo entonces, cuando descubrí esos temas de los que no se publicaba casi nada, decidí que tenía sentido escribir un libro.
-Cuando profundizamos en un tema, nos damos cuenta de que la realidad es mucho más compleja. Por ejemplo: una víctima (un minero explotado) también puede ser verdugo (en otro ámbito, cuando sale de la mina, cuando vuelve a su casa o a su barrio). El minero ha sido una figura heroica en las luchas bolivianas por la democracia, una figura idealizada. El periodista debe abordar la complejidad, debe incluir los matices, las complicaciones, las dudas, aunque rompan las ideas previas, las imágenes establecidas. O precisamente para eso: para romperlas.
-Debemos evitar la pornografía de la miseria. A veces nos limitamos a mostrar escenas impactantes, emotivas, desgarradoras, mostramos el sufrimiento sin explicar nada de sus causas. Debemos explicar los mecanismos de la injusticia. Cuáles son las decisiones políticas, económicas y sociales que producen el sufrimiento tan grande de algunas personas. Quiénes son los responsables de esa miseria. Quiénes son sus beneficiarios. Si no, estaremos explotando a nuestros protagonistas para provocar emociones efímeras en el lector o en el espectador, sin contribuir a la comprensión y a la conciencia del problema.
Ya quedamos en que la realidad es compleja. Podríamos sentenciar que detrás de una injusticia está el capitalismo o el machismo, por ejemplo, pero no es suficiente. Debemos mostrar los motivos y los mecanismos, la historia y el contexto, que a veces resultan muy complicados, y debemos ser honestos con los lectores al exponer las dudas, las contradicciones y la debilidad de algunos argumentos. Es importante contar también la duda.
-A menudo reducimos a las personas, las encajamos en algún arquetipo que nos viene bien para la narración. Por ejemplo: la pobre víctima sufriente. Eso también son orejeras que nos impiden ver otras características y otras historias que quedan fuera de esos márgenes. Si pasamos más tiempo con nuestros protagonistas, conoceremos más historias que enriquecerán la narración de su vida y serán más justas con ellos. Una niña minera de catorce años, por ejemplo, es una víctima en una situación terrible pero también una persona que pelea por los derechos de los menores trabajadores, una participante activa en la vida política y comunitaria, alguien con preocupaciones y esperanzas, con opiniones sobre asuntos muy diversos, con una visión del mundo, con aficiones, con experiencias inesperadas para el periodista que llega sabido de casa. Si además de seguirla en el trabajo de la mina compartimos sus paseos, sesiones de cine y cenas con amigas, percibiremos las múltiples facetas que presenta cualquier vida.
-En definitiva, el periodista debe huir de relatos esquemáticos, simplificados, fáciles, y debe estar atento para recoger la complejidad. Es conveniente pasar tiempo con los protagonistas de los relatos, escucharlos con paciencia y conocerlos a fondo. Y para ese trabajo no se me ocurre una manera más adecuada que ser periodista autónomo, uno que prescinde de todos los lujos salvo el de la lentitud.