Jeremy Naydler
El templo del cosmos. La experiencia de lo sagrado en el antiguo Egipto
Traducción de María Tabuyo y Agustín López
Atalanta, Girona, 2019
460 páginas, 27.00 €
POR JULIO SERRANO 

 

Descorrer el velo del tiempo, despejar las ideas preconcebidas o ejercer de revulsivo en aquellas que no revisamos porque las creemos saber —éstas son las más encriptadas— es una tarea reservada para constructores de puentes. Jeremy Naydler, filósofo e historiador de las culturas antiguas, hace una enriquecedora labor con su obra El templo del cosmos. La experiencia de lo sagrado en el antiguo Egipto, un viaje erudito que propone una relación más justa con la antigua cultura egipcia. ¿Por qué más justa si Egipto ha ejercido una gran fascinación en Occidente al menos a partir de las campañas napoleónicas? Porque la comprensión del antiguo Egipto, en opinión de Naydler, se ha visto empañada por dos dificultades. Por un lado, la derivada de sucumbir al anhelo nostálgico de una época con las opacidades que resultan de esa exaltación. Los románticos, que bebieron de las tradiciones hermética y alquímica que reaparecieron durante el Renacimiento y que, en el fondo, nos dice Nayder, procedían de Egipto, exaltaron las maravillas de la cultura del Nilo. Pero la fascinación es una parte, necesaria y posibilitadora, aunque no de por sí suficiente para la comprensión, pues a veces está demasiado ligada al propio deseo. No obstante, no cabe duda de que, una vez comprendido el sistema jeroglífico de escritura descubierto por Champollion en 1822, la puerta estaba abierta, lo que no significa que se pueda entrar. Todos sabemos que la escucha de una obra no es ni inmediata ni general. No basta con publicarla, otro tiene que abrirla. Y no basta con leerla, tiene que producirse el encuentro. Cuanto más, la comprensión de una cultura tan críptica y lejana como la egipcia.

¿A qué época, aparte de la suya propia, alumbra el Libro de los muertos, ese texto místico del Imperio nuevo? ¿O los Textos de las pirámides del Imperio antiguo? ¿Y el Libro del día y de la noche que aparece en enigmáticos papiros y en las tumbas del Valle de los Reyes? No todo tiempo está capacitado para escuchar a otro. Los vasos comunicantes son rastreables, tienen sus razones de ser, pero son misteriosos simultáneamente. Pero al igual que el renacimiento o el neoclasicismo supieron escuchar al mundo clásico o en el romanticismo el medievo fue visto bajo una luz favorecedora, el mundo egipcio, más lejano y opaco, emana también su onda expansiva.

El otro impedimento que señala Naydler a la hora de interpretar el mundo del antiguo Egipto por parte de la egiptología moderna es que ha sucumbido a la dificultad opuesta de la que veníamos hablando propia del siglo anterior: la de sobrevalorar tanto la propia cultura que ha proyectado presupuestos modernos sobre los antiguos. O incluso que ha permeado la comprensión de un recelo derivado en rechazo. Concepciones que merecen una escucha más fina se han simplificado bajo la etiqueta de supersticiones primitivas de las que nos desprendimos hace tiempo, creyendo haber superado un lenguaje que tiene algo o mucho que decir al hombre de hoy. Naydler considera que la historia de Occidente está ligada interiormente al Egipto antiguo y, como ciertos pensadores orientales, piensa el tiempo histórico de modo más cíclico que lineal, recelando de la realidad de la marcha evolutiva siempre adelante de los años y los siglos.

«En gran parte de la egiptología moderna existe tanto una falta de complejidad psicológica como una ignorancia de la metafísica y el esoterismo que tiene como consecuencia inevitable que la espiritualidad de los egipcios se mantenga como un libro cerrado». Su ensayo toma el título de un pasaje de la colección de textos mágicos Corpus hermeticum, atribuidos a Hermes Trimegisto, a quien los egipcios conocían como Thoth, el dios babuino de la escritura, el Señor de la Palabra que pronunció los sonidos primordiales. Traducido por Marsilio Ficino en el siglo xv, trasmitía enseñanzas mágicas supuestamente de origen egipcio y persa. Cada época establece vínculos distintos y abre caminos que tardan siglos, a veces, en ser escuchados. Ficino y Naydler estuvieron más próximos en la lectura del Corpus de lo que Naydler pueda estar nunca, hipotéticamente hablando, con su, por ejemplo, vecino de arriba. Quizá nuestro tiempo contenga ciertas características que permitan emprender un nuevo diálogo con una mentalidad que floreció en una fase anterior de nuestra propia evolución espiritual. «Ahora estamos dispuestos a realinearnos cultural y espiritualmente según un eje que ya no es judeogriego», nos dice, y ojalá lo tuviese delante para preguntarle qué percibe en el hombre de hoy, permeable a una mística aparentemente tan opuesta al mundo que nos rodea.

Lo que sí nos cuenta es que Occidente ha crecido, por una parte, sobre la base de la civilización griega, a quienes debemos la ciencia, el valor central del logos, la democracia —y un largo etcétera— y sobre la tradición israelita por otra, de quienes heredamos el monoteísmo. De paso también nos llevamos la antipatía hacia la superstición irracional y el paganismo desenfrenado. Ya los griegos, pese a su politeísmo, se desprendieron del ordenamiento divino anterior, no estaban interesados en ese modo de conciencia antiguo. Pero lo que nos recuerda este ensayo es que las raíces de nuestra cultura son más antiguas, no sólo históricamente, sino también espiritualmente, de lo que se nos ha hecho creer, porque incluyen aquello de lo que griegos e israelitas se apartaron. Lo que rechazaron también nos constituye. «Egipto nos llama como una parte perdida de nosotros mismos», nos dice Naydler.

Este estudio de lo sagrado en el antiguo Egipto amplía —a legos en la materia, pero también a eruditos— la complejidad de una cosmogonía portadora de una sublime metafísica imaginativa, comparable, quizá, a la de las Upanishads. Pero emprender el viaje que propone este libro conlleva un desafío no menor que el que experimentamos cuando queremos situar lógicamente los postulados de la física cuántica. Hay demasiadas barreras mentales entre la conciencia moderna y la antigua. Naydler señala como una diferencia clave entre ellos y nosotros el que: «mientras que la conciencia moderna contiene en sí misma un mundo interior, la conciencia antigua se sentía rodeada por un mundo interior». La conciencia antigua percibía que los objetos contenían y podían revelar un interior metafísico y sobre esta dimensión interior del mundo se sustentó su cosmovisión simbólica. Para nosotros los objetos son opacos e incapaces de trasmitir valor trascendente, por lo que es necesario aparcar en la medida de lo posible el materialismo impregnado en nuestra cultura para atender a su lenguaje, así como adoptar una manera de pensar más orgánica y fluida porque los contenidos del pensamiento egipcio fluyen unos en otros en lugar de permanecer separados de modo rígido. El sonido era universo que se ha hecho sustancia, «el tiempo respiraba como un organismo vivo», lo sagrado era lo real y no lo fenoménico, los mitos eran menos ficción que el hecho. Mircea Eliade decía: «El mito está ligado a la ontología; habla sólo de realidades». La experiencia de lo que era real y lo que no era real era diferente de la nuestra. Por otra parte, cuanto más atrás miraban, más «interior» les parecía el universo: «el estado original del universo era esencialmente interior», por tanto, el tiempo era intrínsecamente degenerativo. En este aspecto deseamos que no estuviesen muy finos por la cuenta que nos trae como especie. Además, todo animal, planta, estrella, río, roca, forma o sustancia, percepción o ausencia, signo o trazo eran dioses o expresiones de los dioses o podían llenarse de poderes divinos. Todo tenía un «dentro», pero ese lenguaje no siempre ha podido ser escuchado. El concepto de idolatría nos hizo durante mucho tiempo sordos a ese animismo o magia.

A partir de ahí, hay toda una compleja sucesión de estados como, por ejemplo, Atum, que es el acto por lo que todo lo que es viene al ser, espacios físico-temporales, rituales, estados psíquicos, mapas, sortilegios y manifestaciones de una gran complejidad simbólica e intensamente imaginativa. Si bien en las Upanishads predomina el pensamiento abstracto, en el mundo egipcio lo abstracto tiene una correlación imaginativo-simbólica de gran magnetismo. Las ilustraciones de los papiros y los sarcófagos tienen un poder hipnótico sobre nosotros hoy. Por mucho que las miremos son inaccesibles en última instancia. Naydler propone interpretaciones, sabiendo que son una entre las posibles, invitándonos a «redescubrir a nuestra manera esa otra mitad de la realidad de la que los egipcios eran tan intensamente conscientes». Como en el Libro de los dos caminos del Imperio antiguo, siempre hay otra posibilidad que nos recuerda que somos parte de una realidad más amplia que nuestras circunstancias.