Diría que lo que más cambia en Roma, del invierno al verano, son los pájaros. ¡Qué fue de los estorninos y sus hipnóticas coreografías dibujándose en el cielo y deshaciéndose en perfecta sincronía frente al show de las gaviotas! Acaban de anidar y su graznido de espantasuegras me pone alerta. Igual es porque se me acaba el tiempo que me identifico con su lucha por hacerse un hueco, aquí, en la academia, ya sea en un tramo de jardín o en una de las cubiertas que da la lavandería. Mi dormitorio queda justo debajo y es donde ahora escribo estas líneas sobre lo que aprendí de convivir con creadores de otras disciplinas. No estoy segura de poder responder a esto si no es de manera oblicua o accidental, así que voy a fijar mi atención en otra parte… ¡y a ver si hay suerte! Porque esta clase de cosas se enuncian mejor así, explicando otras, como hicieron Julia y Pablo, que con un simple gesto, transformaron tres cáscaras de mejillón en un baile de mariposas. ¡Clac, clac, clac…! Su aleteo recuerda a unas castañuelas y eso también forma parte del juego. En algún momento, definieron su práctica como una conversación de sobremesa, donde lo escultórico viene de levantar historias con lo que queda sobre el mantel y, en el acto de contarlas, hacer que todo se desvanezca. Esa es su mecánica, la que anima a cada una de sus piezas. Me entusiasma que la expliquen con ese desparpajo que en realidad está en ellos, en el modo de acompañar lo que dicen con las manos, involucrando a las palabras en el espacio y creando un área de entendimiento que queda no mucho más allá de sus brazos o la sombra de un sombrero. Ambos se mueven en esta clase de proximidad, a la que les autoriza la dimensión de su taller donde es difícil no rozarse con alguna tela o el canto de una mesa.
Quizás una manera de reflejar lo que aprendí de los demás, es pensar justo en eso, en cómo fueron ocupando sus espacios. En el de Raquel, el suelo es de moqueta y está impregnado de aquellos elementos que quedaron incrustados al cocinar los consejos de Ovidio sobre cosmética femenina y dar una consistencia material a sus versos para, a continuación, hacer algunas prendas con bulbos de narciso, cáscaras de huevo y miel. Lo curioso es que, en ocasiones, ella descartó el poema y se quedó con sus restos. Sé que en esta mudanza hacia el terreno de lo perecedero intervino su cansancio con la arquitectura y el deseo de aprender de nuestras pieles para construir otra relación más sensible a las transformaciones del entorno, lo que hace que su osadía adquiriese un nuevo porte. Del taller de Itziar, en cambio, ya tengo que hablar en pasado pues su estancia fue algo más breve, pero destaco la frase en celo azul que puso en la pared de un comentario de Deleuze: “Habría que hablar en potencial, como las niñas pequeñas (‘nos habríamos encontrado, habría sucedido tal cosa…’)”. Un día, nos pidió que nos girásemos para escribir en nuestra espalda las primeras palabras del cuento con el que aprendió a leer y, al superponer todas sus letras, recuperamos la dificultad de reconocerlas y revivimos esa curiosidad de los primeros años, cuando el mundo estaba por hacer… De entre los rotuladores que me dio a elegir, yo escogí el de color morado, como las uvas que pinté sobre el mantel de Amelie, siempre según las instrucciones de Mabi, quien otras veces me chivó como alegrar un guiso y, sobre todo, me indicó a dónde ir. Me prestó su entusiasmo por Roma ¡y nos enamoramos de la misma jaula! Es la que hoy puede verse en la segunda planta del Palazzo Massimo y de la que habla Ángel Gonzalez, a raíz de un paseo que le dedicó a los residentes de otra generación y que le sirvió para ilustrar el trágico destino del arte. En su opinión, éste se echó a perder a medida que se iba cayendo de las paredes para acabar acumulándose en los rincones, como objetos o curiosidades: se «bibelotizó». En su argumento, él reconoce el esplendor de nuestra cultura en los jardines de Livia en Prima Porta, por eso es donde empieza su recorrido. Frente a esos pájaros que revolotean sobre los árboles (salvo uno, que está en su jaula) y que identifica con la pintura misma, por su asombrosa capacidad de aunar elementos dispares para hacerlos eclosionar en un sólo espacio y cancelar el tiempo. Quizás esté forzando su interpretación pero pensé que, al describir aquel jardín, en realidad estaba hablando de nosotros.
En breve cerraremos nuestra estancia con una muestra y aunque crea que cada obra tiene derecho a una existencia propia, lo que expongamos para mí solo serán retales de algo mucho más grande, que son las horas que pasamos juntos y lo que tejimos entre todos, tan ilusorio, de gastar suela, jugar con las palabras, transformar la cocina en sala de baile, traer viejas inseguridades y compartirlas (como hizo Juanpe con la mojama de su madre), intercambiar lecturas, rescatar cócteles de otros siglos, ir a un sitio y verlo dos veces: con nuestros ojos y los de Abel, besarse, deberse dinero, escucharse diciendo lo mismo pero con otras palabras, hacer un fanzine en una tarde y sin saberlo perderse el evento más importante, reenviar presupuestos, asombrarse de que en la Domus Aura ya hubiera un falso techo, ir al Ivo y volver al Ivo y quejarse de ir siempre al Ivo, querer ser como Ana Laura, improvisar un delantal con las bolsas de tela de la escuela de idiomas, hacer bordado con las horas muertas, descuidar las puertas o escuchar a Bach fugándose de todas las maneras: con sujeto retrógrado, invertido o en espejo. Hugo, ¡vuélvenoslo a explicar! Emprendido el vuelo, creo que será esto es lo que me lleve de este palacio, nido compartido con verdaderos pájaros, que fue nuestra casa: un tapiz de impresiones que no es visible a los ojos, pero que está en nosotros y nos mejora. ¿Acaso es posible aspirar a más? Que sean los siguientes quienes recojan el testimonio y me digan, si pueden, qué es lo que aprendieron. La trampa está en creer que hay un modo de responder exactamente a esto como quien responde al formulario de una beca. No existe, no se puede.