Maren Meinhardt
Alexander von Humboldt. El anhelo por lo desconocido
Traducción de Julia Gómez
Turner Noema, Madrid, 2019
320 páginas, 20.90 €
POR JULIO SERRANO
Hay muchas razones para el olvido. Las que afectan al recuerdo del científico ilustrado y romántico a la par, Alexander von Humboldt, nacido, como Napoleón Bonaparte, en 1769, son variadas y algo desdibujadas. Pese a ser considerado por muchos como el último científico universal, el cambio de los criterios de valoración de los tiempos ha hecho mella en su legado, posiblemente por priorizar, hoy en día, más la especialización que el desarrollo intelectual en abanico, los descubrimientos sonoros más que la multiplicidad de hallazgos. Cuánto más, si como en el caso de Humboldt, su mente oscila entre lo riguroso, que lo fue y mucho en sus valoraciones científicas, y lo inacabado. Su inclinación natural hacia lo indefinido y abierto ha permeado la forma que adquiere nuestro recuerdo de él, tocado por cierta nebulosa.
Recordemos dos de sus grandes hitos para comprender mejor esta forma de imperfección. En primer lugar, su ascenso al Chimborazo, en Ecuador, en donde se dio cuenta de la correlación de ecosistemas similares en iguales altitudes en todo el planeta. Todo estaba conectado. Algo obvio, quizá, ahora, pero que no lo era cuando él lo formuló por vez primera con demostraciones científicas. Humboldt entendió así que en la naturaleza no había nada aislado, sino que las múltiples correlaciones naturales formaban un todo orgánico, un cosmos, como llamaría luego a su gran obra. Pues bien, no llegó a la cima, sino que tuvo que dar media vuelta cerca de los cinco mil seiscientos metros y ya no quiso regresar para completar la hazaña. No vio necesaria la culminación del ascenso. Tampoco acabó Cosmos, su gran obra. No llegar a una culminación preestablecida no era para él una merma, era un ser en continuo cambio. Un científico en movimiento. Llegó hasta donde quiso llegar para las averiguaciones que tenía en mente. Lo innecesario para él, pese a poder aportar una pátina de mayor brillo a su hazaña, no pareciera interesarle. Hay en Humboldt un persistente rechazo a lo cerrado, como si lo inacabado contuviera también un mensaje, una certeza. Como si terminar algo y cerrarlo fuese una suerte de quimera. Pero esa tendencia a lo inacabado también menoscaba su recuerdo. Se puede afirmar, no obstante, que la manera en que entendemos hoy la naturaleza fue un legado de su viaje a Ecuador, principalmente durante su ascenso a esta montaña, que él mismo relató de forma épica. Su conocimiento científico, a la vez de amplia variedad y natural simpleza, no tenía precedentes. Pero es un conocimiento que hemos integrado de modo tan natural que hemos olvidado al que lo formuló.
Por otra parte, su personalidad, tan huidiza de definiciones cerradas, tampoco lo hace proclive al recuerdo. Su tendencia —propia del Romanticismo— hacia lo indefinido hace que escape de las reducciones que la memoria suele necesitar para clasificar. El impulso romántico tuvo predilección por lo incompleto, unido a una aversión por lo predecible o delimitado con claridad, y en Humboldt hay algo de esta niebla que le permitió buscar refugios que la nitidez impide. Su orientación sexual fue esquiva, no sabemos el modo que tomaron sus afectos, lo que lo protege de morbosas indagaciones biográficas. Hay terrenos en los que Humboldt parece poner un veto, más íntegro hacia sí y su libertad que hacia satisfacer curiosidades ajenas. Quizá también haya afectado a su olvido la germanofobia posterior a la Gran Guerra que ayudó a borrar a este gran explorador del mapa cultural. Desde luego, en España —pese a su paso por nuestro país y su contacto con los ilustrados de Carlos IV— es, salvo para especialistas, un desconocido. No tanto en otras latitudes, como veremos.
Por eso son relevantes las indagaciones biográficas como la de Alexander von Humboldt. El anhelo por lo desconocido, de Maren Meinhardt, escritora y editora de literatura alemana e historia natural, quien, por cierto, en 2014, emprendió junto a sus dos hijas el itinerario de Humboldt en Ecuador. El legado de Humboldt en ella se materializó en acción: aventurera y biográfica, combinando el estudio y el trabajo de campo que Humboldt consideró indisociables: la experiencia era necesaria como vehículo del conocimiento. Estamos ante una biografía matizada que equilibra la visión del héroe en el que se convirtió Humboldt, tras su regreso del gran viaje que hizo por las Américas, con la ambigüedad de sus logros y sus contradicciones, ofreciéndonos un acercamiento demasiado humano para los amantes de las biografías que colindan con las hagiografías —puede que el enamoramiento del biógrafo sea una virtud, aunque sobre todo para sí— aunque posiblemente sea más interesante en cuanto a indagar en detalles menos heroicos (sólo en apariencia) de una personalidad que brilla bajo varios prismas. No sólo por el de sus logros, sino también por el esfuerzo que hizo por adecuarse a la idea que tuvo de sí mismo, lo que no coincide a veces con las expectativas de su tiempo y tampoco del todo con el nuestro.
No obstante, no todo es arrinconamiento. Se han incrementado los estudios y biografías en los últimos años sobre este científico de extraordinaria polivalencia, sobre todo por parte de especialistas, y contamos con muchos datos acerca de su vida que no resumiré aquí salvo de forma algo liviana. Estudió, en una época con menor hincapié en la especialización, etnografía, antropología, física, zoología —ornitología principalmente—, climatología, oceanografía, astronomía, geografía, geología, mineralogía, botánica, vulcanología y un etcétera indeterminado, pues su curiosidad fue insaciable. Su nombre está puesto en escuelas y universidades, así como en accidentes geográficos de todo tipo, sobre todo, en aquellos países en los que transitó durante su célebre periplo americano. Basta nombrar la corriente de Humboldt junto a la costa de Chile y Perú, la sierra Humboldt en México, el pico Humboldt en Venezuela, el río Humboldt en Brasil o la bahía Humboldt en Colombia. Son formas de recordar y de rendir homenaje. También, en otros paisajes, el glaciar Humboldt de Groenlandia, hay montañas con su nombre en China, Sudáfrica, Nueva Zelanda y la Antártida, cataratas en Tasmania y Nueva Zelanda, así como cientos de plantas y animales y hasta una de las manchas de la Luna le rinde homenaje: el mar de Humboldt. En su caso, esta forma de recuerdo, integrada en la naturaleza misma y diseminada a lo largo y ancho del planeta (y más allá), es probablemente el modo más cabal de recordar y celebrar su condición de explorador. Fue un hombre transformado por su experiencia de la naturaleza.
Se le suele definir como geógrafo, astrónomo, humanista, naturalista, ingeniero de minas y explorador, hermano menor, por cierto, del lingüista y ministro Wilhelm von Humboldt. Pero fue también, y no cabe olvidarlo, el autor de Cosmos, quizá la tentativa —por inacabada— más ambiciosa de sistematizar el espíritu científico de una época integrándolo en una percepción estética y emocional. En él presentaba la naturaleza como «un gran todo, movido y animado por fuerzas internas». En 1834, en una carta a Karl August Varnhagen von Ense, Humboldt declaraba: «Tengo la disparatada idea de plasmar en una sola obra todo el universo material, todo lo que hoy en día sabemos de los fenómenos de los espacios celestes y de la vida terrestre, desde las nebulosas estelares hasta la geografía de los musgos en las rocas de granito, con un estilo vivo que causará deleite y cautivará la sensibilidad […]. Ahora mi título es Cosmos». Cosmos supone el gran intento del sabio prusiano de hacer una obra general de síntesis de los conocimientos de su época. El apartado que falta, que correspondería al quinto de los cuatro tomos publicados en España, es el que trataría de los seres humanos. Darwin lo leyó con entusiasmo a bordo del Beagle; inspiró Eureka de Poe, Walden de Thoreau y Hojas de hierba de Whitman. La visión que tenía Humboldt de la naturaleza era la de un organismo vivo, en constante movimiento y en una interacción continua de fuerzas. Muchos años antes, ya el ensayo literario de Humboldt El genio Rodio, sería uno de los referentes para otra gran obra de las letras alemanas, Las afinidades electivas de Goethe. En este ensayo los elementos químicos están representados con forma humana. En la obra de Goethe la técnica es la inversa: sus personajes están situados en las posiciones adoptadas por las sustancias químicas. Las reacciones de ruptura y reordenación de las personas-sustancias y las parejas-moléculas se producen formando una nueva y valiosa pareja entre la química y la literatura. Pocas veces la divulgación científica ha tenido un eco semejante en el ámbito de las letras.
El propio Humboldt fue también inspiración para el Fausto. Cuando en 1974 Schiller, Goethe y Humboldt se reunieron periódicamente en Jena para discutir acerca de ciencia, los experimentos del joven Humboldt despertaron el entusiasmo de Goethe. Humboldt sentía curiosidad hacia los misterios profundos de la vida. En aquella época perseguía resolver la incógnita de qué diferencia la materia animada de la inanimada. De hecho, Humboldt especulaba que parecía posible «aproximarse a la revelación de los procesos químicos que rigen la vida». Reprodujo los experimentos con corrientes eléctricas de Galvani, primero con una gran cantidad de ranas, luego en sus propias carnes. Se aplicó electrodos en la lengua, anotando meticulosamente cada convulsión. No sería la única vez que experimentaría consigo mismo hasta extremos que hoy nos parecen desmesurados y arriesgados. Pero las ancas de rana no se movían por ninguna energía interna, sino por el contacto entre metales. No obstante Humboldt, inasible al desaliento, se propuso dar con esa misteriosa fuerza.
En España se le llegaría a conocer como el mártir del galvanismo antes de conocerle como naturalista a punto de embarcarse en un viaje a América. Estas experiencias tan propias de la época, hoy obsoletas, darían lugar en literatura a mitos como el de Frankenstein. Humboldt mostró sus experimentos a Goethe, que se quedó fascinado: «La presencia del joven de los Humboldt —escribió más tarde— despierta un frenesí en cualquier cosa, ya sea esta de interés químico, físico o fisiológico». Esto marcó el inicio de una investigación conjunta en anatomía. Para Goethe, todo esto tuvo de inmediato un gran interés. En Fausto, el estudioso está obsesionado con descubrir el secreto de la vida. El pensamiento holístico de Humboldt y el panteísmo de Goethe tenían convergencias que impregnaban, por otra parte, los salones y las aulas de la vida cultural alemana.
Humboldt representa, recordando lo dicho al inicio, un punto en donde convergen dos corrientes culturales: la Ilustración y el Romanticismo alemán fundiendo en su persona ciencia y romanticismo. Fue un viajero erudito, con una capacidad de trabajo inagotable y con una metodología propia del siglo que lo vio nacer, con el auge de las expediciones científicas y el romanticismo de los viajes a lugares exóticos y lejanos. Proporcionó valiosas informaciones científicas a las coronas de España, Francia y Prusia. También para Estados Unidos, y fue un férreo defensor de los derechos de los indígenas, cuestionando el colonialismo y la esclavitud. Fue un pionero del ecologismo moderno que favoreció la emoción sobre la razón, convencido de que la intuición era lo importante —con la razón siguiéndola de cerca en una suerte de empirismo razonado—. Se rebeló instintivamente contra lo convencional y lo reglamentario: lo familiar tendía a aburrirlo, mientras que lo desconocido le atraía con intensidad.
Humboldt murió en 1859, con ochenta y nueve años, en el año en que Darwin publicó El origen de las especies, iniciando una nueva etapa para la ciencia. De los pormenores de una vida de exploración, aventura y conocimiento da buena cuenta Maren Meinhardt en esta biografía que añade a las precedentes la importancia de lo indeterminado, así como matices para comprender y afinar la comprensión de este científico y humanista tan reacio a amoldarse a etiquetas, resúmenes o simplificaciones. Como ésta que hoy lee, por supuesto, ya que el personaje se escapa, y hace bien, de estas pocas líneas.