Eloy Sánchez Rosillo
La rama verde
Tusquets, Barcelona, 2020.
160 páginas, 15.00 € (ebook 7.99 €)
Entre las diferentes tipologías de poetas –una de las numerosas posibles–, se podría establecer la distinción entre los esporádicos y los constantes, los torrenciales de un día y los cantores de diario. Es en la segunda categoría donde cabe incluir a Eloy Sánchez Rosillo (Murcia, 1948). Una indicación de ello es la datación de sus poemas, que aparece siempre al final de sus libros con escrupulosidad notarial, como de quien sabe que a partir de la fecha del registro el poema empieza a devengar gravas, intereses, derechos. Si Luis Cernuda (a quien Rosillo dedicó el estudio biográfico La fuerza del destino en 1992) llevaba un «cuadernillo de fechas» en el que iba consignando las de composición de sus obras, él hace lo propio en unos minuciosos apéndices a sus libros. Esa puntillosidad no es baladí o exceso de información porque el lector interesado podrá comprobar, por ejemplo, que «Plegaria en un cumpleaños», de La rama verde, fue escrito el 24 de junio de 2018 (cumpleaños, efectivamente, del autor). Sorprende que los poemas más largos no tengan una fecha de inicio y otra de finalización, como si todos hubieran sido escritos en un trance. ¿Cómo corrige Rosillo y durante cuánto tiempo? Son preguntas que abordan al lector que profundiza en la obra de uno de los poetas más admirados y leídos de la España actual.
Son, por otra parte, y en especial últimamente, entregas relativamente extensas las suyas (en este caso, sesenta y cuatro poemas, alguno de ellos de hasta cuatro páginas). La ordenación no es cronológica en lo que hace a la fecha de composición, pero sí lo es en general en cuanto a la adjudicación a un momento del año, lo que se traslada a la ubicación en el interior del libro. De esta manera, poemas de 2015 y 2019 se presentan casi juntos, porque el ambiente que recogen es de enero o de febrero, en un ciclo mayor que dilata los meses acogiendo en ellos más que lo que un reparto mera y rigurosamente anual les adjudicaría. Las referencias temporales de los poemarios anteriores confirman esta tendencia, que no regla, porque hay excepciones.
Es este el undécimo ya de sus libros de poemas, desde el inicial Maneras de estar solo (1978, con el que ganó el Premio Adonáis del año anterior). Después de aquel vinieron Páginas de un diario (1981), Elegías (1984), Autorretratos (1989), La vida (1996), La certeza (2005), Oír la luz (2008), Sueño del origen (2011), Antes del nombre (2013) y Quién lo diría (2015), recogidos, con abundantes correcciones, en Las cosas como fueron. Poesía completa, 1977-2017 (2018). Las cosas como fueron es título que ya empleó el poeta en las recopilaciones anteriores de su obra (1992, 1995 y 2004), al modo de epígrafe de un libro único como, volvemos a su estudiado y admirado Cernuda, La realidad y el deseo. Hubo una ralentización en la aparición de sus libros a finales de los noventa y principios del nuevo milenio, hiato que afortunadamente vino compensado por la regular aparición de los posteriores. Sin embargo, aunque menos, el poeta siguió escribiendo, y no hubo un solo año en que dejara de hacerlo.
La rama verde no supone ningún giro en el rumbo emprendido hace ya años, de asombrosa simbiosis de elegía y celebración, más la segunda que la primera en los últimos libros porque el poeta disfruta del instante y de lo que este le quiera deparar incluso en las cosas pequeñas, y porque en el rescate constante que hace del pasado no solo encuentra pecios sino, sobre todo, personas y cosas que los versos salvan. «Lentamente recobro a quien yo soy», escribe el poeta de la remembranza, quizá uno de los que más y mejor han recordado en las última décadas.
La memoria es uno de los pilares de la poesía de Rosillo (de ahí ese empeño de fijarla fielmente: Las cosas como fueron), y hay muchas páginas aquí que conjugan el pretérito y adoptan la forma narrativa, aunque hay recuerdos escritos en presente, como «Date prisa», donde el poeta dota de inmediatez a su madre muerta. También dedica a ella otro poema al final del libro (la figura de la madre es recurrente en Rosillo –huérfano de padre a los siete años– en encuentros que jalonan libros anteriores, como sucede en el poema «Visión de la mañana» de Quién lo diría).
Rosillo vuelve incluso a visitar un poema, como cuando en el titulado «En la mañana inmensa» evoca uno anterior («La playa», de Autorretratos) en el que aparecían él y su hijo, entonces aún pequeño. En cuanto a esa delectación en el instante, qué exactamente bellos estos versos de «Estar entre las cosas»: «Miro y escucho, huelo, saboreo, / palpo la realidad que se me ofrece / como regazo y vínculo». Y no menos hermosa la conclusión del poema: «Este sentir unánime / suena con el fervor de una cadencia, / y más aún porque el silencio es / algarabía de lo vivo junto» (con esa aposición de adjetivos tan juanramoniana).
Son muchos los poemas que merecen una relectura y un puñado de ellos hace esta casi innecesaria, porque son del todo memorables. Es lo que sucede con el adelantado en la última edición de Las cosas como fueron «Cartas de ultramar», sobre los mensajes que quienes hicieron la carrera de Indias enviaron a sus seres queridos, recogidos en un libro ponderado por Andrés Trapiello en su reciente Madrid (Destino, 2020). Del prosaísmo que podría amenazar los textos escapa Rosillo con metáforas o metonimias: «Este toma recado de escribir / y moja ahora la pluma en la melancolía». Va glosando las epístolas, y las páginas se desbordan de humanidad. Termina el poema con una carta que un sevillano asentado en el Cuzco dirige a su esposa. Así concluyen los versos: «El ser entero pone / en lo que va escribiendo. / Todo el idioma tiembla en sus palabras».
No pocos de los poemas están construidos a modo de epifanías o sueños, pero el onirismo no retuerce la expresión o la hace confusa. Es la suya una poesía transparente, sin alambiques ni hermetismos. Sortea el riesgo de resultar prosaica, pero reivindica, ejerciéndolo, el derecho a ser conversacional, lejos de altisonancias y desgarros. Es maleable por el asombro ante un cielo, una luna, un gorrión, una calle solitaria, unos árboles. Sobre unos almendros florecidos escribe: «Los vi con gratitud mientras pasábamos / (y los llevo conmigo todavía)». Poeta sensorial, por otra parte, cuántos estímulos no llegan a través del oído o de la vista. No faltan sinestesias en la obra de Rosillo: si un libro lo titulaba Oír la luz, ahora habla de «el sol estruendoso».
Desde siempre, la sinestesia ha sido uno de los efectos de la experiencia mística. En cierta ocasión, José Luis García Martín vio ramalazos místicos a lo Vicente Gallego (el de los últimos años) en Rosillo. El poeta negó esas inclinaciones, pero habló en su lugar de «profundo estremecimiento» ante la naturaleza, lo que podríamos llamar éxtasis. Una experiencia no mística pero sí de un estado de conciencia especial es la que se expresa en: «De pronto, / vino el sentir del tiempo». ¿No recuerda al «Llega un momento en la vida cuando el tiempo nos alcanza» de Cernuda en Ocnos? El poema «Viento del existir» fija un momento epifánico, «un momento crucial» que tiene mucho que ver con el acorde cernudiano, como la prosodia de Rosillo es leopardiana (sus traducciones del de Recanati son tan naturales como magníficas) o su claridad comulga con la de la pintura de Ramón Gaya, figurativa pero no exenta de un donoso misterio. Del Rosillo más metafísico y trascendente son los versos «Sucede así: el misterio no se abre / sino al que ya lo habita», que recuerdan, y no es mal linaje, desde luego, al «En lo divino solo creen aquellos que lo son» (Hölderlin). Serenidad y presencia de ánimo destacan en: «Hay alguna aflicción en mi contento, / y no poca alegría en mi tristeza» («Celebración y elegía»).
En cuanto a la forma, tampoco hay aquí novedad: todos los versos pertenecen a la familia imparisílaba y fluyen con la elegancia y musicalidad habituales. Como todo gran poeta, Rosillo sabe poner a trabajar la versificación para conseguir cuando conviene frases lapidarias en cuyo posible mármol coinciden tanto el blanco asentimiento racional como las vetas de la emoción: «Si escribes un poema y no es de amor, / más vale que no escribas o que rompas lo escrito». O, sobre el mismo tema: «Hay que apartarse a veces del amor / para, de lejos, verlo por entero». De un estoicismo admirable es: «Lo importante es vivir, aunque el vivir nos duela, / estar vivos del todo mientras dure la vida». El libro está compuesto casi exclusivamente en verso blanco, pero un sutil sistema de rimas asonantes opera en «El amor», «La llama» o en «La casa sosegada».
Es estremecedor «Plaza con estatua», con ese comienzo casi cavafiano (de «Ítaca») pero con el mensaje de la espina que clavan aquellos sitios en los que nos sonrió la fortuna: «Ruega porque el camino no te lleve / de nuevo a aquel lugar en que fuiste dichoso». La segunda estancia no puede encoger más el ánimo: «Todo estará en su puesto si regresas / –el hotel y la plaza con estatua de prócer, / con árboles frondosos y con fuente, / la terraza del bar junto a la iglesia–, / y habrá acaso ese día / una luz tan hermosa como entonces, / un aire cálido. Pero en ti hará frío / y crecerá en tu corazón la noche».
Los seguidores de la obra del poeta murciano están de enhorabuena, pues no desfallece su voz en ningún momento aunque esta transite por terrenos familiares. La rama verde augura, a tenor de su alta calidad, futuras entregas no menos admirables. Quien no haya leído hasta ahora su poesía entrará en ella por una buena puerta. A modo de recapitulación, se puede afirmar que se trata de una lírica reflexiva, musical, capaz como pocas de poner en relación las cosas con el hombre, y a este con el universo de las cosas sencillas. El lector se reconoce en las sensaciones y recuerdos. Además de los ya citados, poemas como «El río», «En el secreto de la noche», «Cosa de nada», «Hablo aquí del comienzo», «Al mirar lo vivido», «La hermosa hoguera», «Reencuentro» o el que, postrero, da título al volumen, merecen integrar una antología de Eloy Sánchez Rosillo; en realidad, de cualquier selección de poesía contemporánea.