POR LARA DOPAZO RUIBAL

Lo que más recuerdo de Roma es la luz. Mi idea abstracta de Roma, mi memoria primera, es la luz. Y con ella un torrente de recuerdos difíciles de clasificar y de contener. Quiero decir, lo primero que se me viene a la cabeza es la luz dorara bajando al atardecer sobre los muros de los edificios y sus tejados. La luz cayendo sobre ese gigante palimpsesto, sobre los monumentos a diferentes alturas, las colinas, las copas de los pinos ondeando al compás del viento. La luz de Roma no es un elemento más en un escenario. Se extiende y lo ocupa todo, como quien se adueña por sorpresa del protagonismo de un libro, de una película, de una conversación.

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No sé si Roma es el mejor lugar para escribir. Pero estoy segura de que es uno de los mejores lugares sobre los que escribir, desde donde escribir. Una ciudad que obliga a detenerse. Al menos así lo fue para mí, desde el privilegio de vivir en la Piazza de San Pietro, en lo más alto del Trastevere.

Roma es estimulante hasta el exceso; hay demasiado que hacer, que ver, que caminar. Es inagotable y agotadora. Es difícil que no te devore, que no caiga sobre ti la monumentalidad, el peso de su historia, de la historia de este lado del mundo. Y sin embargo sigue viva, y reclama ser vivida. Su belleza es hipnótica, sobrecogedora y también terrible.

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El modo que tenemos de configurar los lugares, y nuestra memoria sobre ellos, es complejo. No depende solo de los lugares en sí, sino de cuándo, cómo, por qué y con quién los transitamos. Roma es una ciudad de la que es difícil escribir porque parece que ya se ha dicho todo sobre ella. Y sin embargo seguimos escribiéndola una y otra vez.

Había estado allí antes, pero mi memoria de esta ciudad está cosida a la Real Academia de España en Roma y a quienes la habitamos en el año 2019. Mi memoria de Roma, y todo lo que escribí sobre ella, es luminosa y dorada como su luz en primavera, y durante todo el año.

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Mi mirada sobre Roma fue una mirada coral. No se trata de lo que yo fui capaz de apreciar, sino de lo que aprendí a apreciar a través de los ojos de los demás. Compartí mis meses en Roma con una veintena de artistas e investigadoras. Aprendí a ver Roma no sólo a través de sus ojos, sino también a través de sus intereses, de sus deseos, de sus proyectos y sus expectativas. Recordar Roma es recordar ese crisol, la explosión de creatividad, curiosidad y conocimiento que me rodeaban en la Academia.

La Roma de esa multitud me habitó y me habita. Todas esas Romas se me fueron superponiendo, mezclándose, contagiándose unas a otras. Eran muchas ciudades y al mismo tiempo la misma ciudad. A mis ojos de poeta se le unieron la mirada arquitectónica, historiadora, diseñadora, fotográfica o plástica. Aprendí a caminar y representar la ciudad desde otras perspectivas, a cambiar mi punto de vista, a poner el foco en otros lugares, a ver aquello que por mí misma nunca hubiese visto. La Roma que habité es una suma de las vivencias de los otros, superpuestas a la mía propia.

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Hubo muchos elementos que contribuyeron a esta expansión y que dotaron de luminosidad aquellos meses de 2019 en la Academia. Había diversidad de edades, de disciplinas, de procedencias, de formas de habitar el mundo. En aquellos meses fue necesario dejarse atravesar por la ciudad, pero también dejarse atravesar por las personas que me rodeaban, con quién recorrí las calles y los barrios, con quienes creé una pequeña comunidad, con quienes hice crecer mi proyecto mientras observaba cómo se nutrían y expandían los proyectos de los demás. Fue necesario dirigir la mirada a lugares no previstos, dejarse llevar por ellos sin juicios ni expectativas. Dejarse sorprender, estar dispuesta a aprender, abrir los ojos y los oídos. Escuchar más que hablar, observar y leer, más que escribir. Estar atenta no solo a lo grande y llamativo; también a lo más pequeño, a lo mínimo, a lo apenas visible.

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Repaso mis notas y mis fotos de los meses en Roma. Las preguntas fueron parte fundamental de mi proceso de escritura allí. Aprendí a detenerme y entonces me preguntaba: ¿Detenerse, para qué? Me fascinaba la mitología, me fascinaba la historia imperial, me fascinaba el siglo XX, pero entonces me cuestionaba: ¿Qué observar y para qué? ¿Qué pensar? ¿Desde dónde pensarlo?

Me pesaba la historia tan palpable en cada lugar de la ciudad. Se me hacía evidente mi propia pequeñez, mi propia intrascendencia, la fugacidad de la vida ante la longevidad de la historia, de la propia Roma. Y al mismo tiempo me aliviaba esa insignificancia. Se me acumulaban lecturas, lugares pendientes. No recuerdo conversaciones más fascinantes que las que mantuve en aquellos meses con mis compañeros y compañeras. En la cocina y el comedor de la Academia crecí y me expandí casi sin darme cuenta. Mi memoria de Roma es también la memoria de ese crecimiento.

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Hay una gran lucidez en la idea de juntar artistas de diferentes disciplinas y edades en el mismo lugar. Personas que están enfocadas en un proyecto, que tienen el tiempo y las condiciones de posibilidad para dedicarse nada más que a su obra. Algunas de las personas con quienes la viví siguen y seguirán siendo piezas fundamentales en mi vida personal y artística. La situación privilegiada de vivir en la Academia –y la consciencia de que el tiempo pasa con rapidez– empuja a ser más ambiciosa, a aprovechar el tiempo al máximo. La ciudad invita a detenerse y leer, conocer, pensar con calma, con profundidad. Dejarse arrastrar por la fascinación de Roma, por el entorno nutritivo, y hacer de todo ello materia prima para la escritura, la creación y la investigación. Roma da la posibilidad de convertirse en una artista mejor, en una escritora mejor. Lo que se aprende y experimenta en ella se queda dentro. Y sus frutos continuan brotando y creciendo con el paso de los años.