Coordinado por Valerie Miles
VALERIE MILES
La música es fundamental en la vida y obra de Andrés Neuman y de Isabel Mellado. Isabel es una consumada violinista que escribe, y Andrés, un escritor que creció en el ambiente aural de una madre violinista y un padre oboísta. De Argentina y Chile, respectivamente, aunque en el caso de Isabel tras una larga estancia profesional en Berlín, los dos tienen ahora a la Granada de Manuel de Falla como locus amoenus. Y cómo no, además los dos son poetas. Desde la tradición de la oralidad en la antigüedad, hasta los juegos populares de los juglares y trovadores, el teatro de Calderón, la onomatopeya, la prosa proustiana o los blues de Murakami, la música y la literatura mantienen una larga e indisoluble tradición conjunta.
ANDRÉS NEUMAN
Querida Isabel: Como sé que vives en estado de sinestesia, me gustaría mucho preguntarte algo que me ronda la oreja desde hace tiempo. ¿Te parece posible escribir un sonido? ¿O quizá sólo podemos generar sonidos inspirados en otros, notas y fonemas que siguen la estela de una música precedente? Tengo cada vez más la sensación de que existimos de oído. De que vamos por ahí improvisando, con hermosa torpeza, frente al cruce de ritmos del mundo.
Te escribo desde Guayaquil, Ecuador, esperando un vuelo a Pereira, Colombia. Los altavoces nos empapan con sus chorritos verbales: no hay manera de escapar del sonido. Esta megafonía funciona como una conciencia. Escucho las palabras que nos rodean, su cadencia más próxima al lugar de nuestras hablas maternas, y vuelvo a percibir cómo mi acento se transforma. Me consta que conoces en lengua propia estas modulaciones. Primero es un balbuceo desorientado, una serie de disonancias en busca de diapasón. Después, un lento reconocimiento entre dos marcos sonoros, un acorde de orillas. Finalmente ambas vuelven a separarse y se reagrupan, como dos orquestas que, tras el desconcierto inicial, encontrasen su lugar en el escenario.
Entre los pentagramas que nos unen está sin duda tu violín, que sonó durante años (¿cuántos fueron, amiga?) cerquita del violín de mi madre. Pienso en el improbable unísono que propició que nos conociéramos entre los atriles de esa orquesta andaluza donde vosotras, tú y mi madre, mi vieja y vos, tocaron juntas. En nuestras primeras conversaciones sobre libros, en tu pasión tan sinfónica por la literatura, que se nos fue convirtiendo en esta amistad de cámara. Tenemos cada cual dos sures: llamémoslo cuarteto implícito.
Haciendo un da capo y volviendo a los sentidos, siempre tengo presente que eres capaz de soñar con sabores, que tu inquieta vida onírica dialoga con tus gastronomías. ¿Qué palabras andas comiendo ahora? ¿Qué melodía saborean tus teclas? Si lo que escribimos transcribe (o, por decirlo en términos tan musicales como aeroportuarios, transporta) nuestro inconsciente, me pregunto si despertarnos será la pausa o la segunda parte del concierto.
Nos llaman a embarcar. Me muevo con la música a otra parte.
Abrazo fortissimo, Andrés.
ISABEL MELLADO
Querido Andrés: ¿Es posible describir un sonido, me preguntas? Los expertos de la nariz, los perfumistas, consiguen describir algunos aromas. Profesores de violín y más tarde muchos directores de orquesta me han transmitido, durante ensayos y casi siempre con metáforas, una manera de moldear el sonido. El director que no sepa describir el sonido exacto a extraer de una partitura puede irse para su casa. ¿Los escritores deben poder describir con total exactitud cualquier cosa? En buenos directores, la exactitud surge de una batuta que permite abstracciones, muy amplia y comprensible para una orquesta atenta, desde el contrabajo al triángulo. ¿Quizá la relación entre texto y lector consigue propiciar algo parecido?
He ido a escuchar el concierto de Herbert Blomstedt, con la tercera de Beethoven y la Filarmónica de Berlín. Este director tiene ya noventa y seis años. Con dificultad y aferrada al brazo de la concertino, logró alcanzar el podio, sentarse y tomar la batuta. A partir de ese momento, tanto él como nosotros nos olvidamos de su edad. La sinfonía no solo dejó translucir la complejidad de su tejido, sino que, en esta orquesta, hacía posible apreciar muchas otras capas, interpretaciones pasadas, la influencia de directores anteriores que se habían ocupado de esos mismos sonidos. Lo digo por tu comentario sobre las músicas precedentes. ¿Te viene a la cabeza una experiencia similar en literatura?
Cuando la sinfonía Heroica acabó, antes incluso de que el director bajase la batuta, un entusiasta se adelantó a aplaudir durante ese silencio de rigor que hay después de la música. Me hablabas de la imposibilidad de escapar del sonido, y sé que en este caso te refieres al sonido como ruido. Sería tema de otra carta un proyecto de instauración del Día Internacional del Silencio. ¡Lo necesitamos! Muera el hilo musical, los aplausos sordos y autorreferenciales, los megáfonos.
Sí, he visto con mis propios oídos cómo se produce la metamorfosis de tu acento: de un segundo al otro modulas, dependiendo de con quién hables, en un ejercicio cuasi de músico de cámara. Durante más de quince años mi acento, mi jerga chilena no mutó. En el Berlín de la época en que llegué, recién caído El Muro, escuchar español era una rareza. Durante mi primer año allí, sin dominar aún el alemán, gocé del beneficio de la abstracción, la amplitud del apenas entender lo que se grita por la calle y vivirlo como un canto de pájaros con gabardina. Pero luego de quince años de sol (en alemán), la tentación de volver a rodearme de palabras en español para comunicarme, para escribir o para volver a pelearme conmigo misma en lengua materna, fue la principal razón por la que desembarqué en la orquesta de Granada, y tuve la gran alegría de conocer a tu madre.
Nunca compartí atril con Delia, por desgracia. Coincidimos solo tres años en la misma orquesta, aunque juntas, con las yemas de los dedos, recorriésemos varios siglos de sonidos.
Tu madre era respetada por todos. Una impresión se me quedó grabada el triste día de su funeral. No hubo integrante de la orquesta que no asistiese. Algunos que no se dirigían la palabra en años, por rencillas típicas de organismos que se relacionan de manera íntima (y el sonido es casi tan íntimo como la piel), en ofrenda por el cariño a tu madre, sacaron sus instrumentos y tocaron juntos en un milagro de armonía.
Me preguntas por teclas y clavijas y papilas, bien sabes cuánto se me entrecruzan. Trato de encauzarlo estos días en un texto sobre Sibelius, un sinestésico de cuidado.
A propósito de formas peculiares del sueño, me cuentas que estás entre Ecuador y Colombia. Podría deducir que, mientras te escribo, tú duermes. Sin embargo, no me engañas. Primero sospeché que tal vez un mínimo cartílago de patriotismo era lo que te llevaba a dormir en horarios tan raros, porteños, aun viviendo en España. Ahora que te conozco mejor, creo que tu sueño no sigue meridianos sino únicamente un ritmo. Y, por encima de todos los otros ritmos, el de tu impulso de escritura, a la hora que sea.
Por favor, cuando te despiertes, quién sabe a qué extravagantes horas, vete a comer un ajiaco porque, si una sopa es un adagio comestible, el ajiaco colombiano está casi a la altura del de la Quinta de Mahler.
Abrazo en acorde, Isabel.
ANDRÉS NEUMAN
Has dado en la tecla o, mejor dicho, en la cuerda. El funeral de mi madre no se termina nunca, lo llevo puesto en el cuerpo. Insiste, me conmueve y me hace daño. Como un pizzicato interior.
Recuerdo muy bien esa escena. Cómo cada miembro de la orquesta, sobre cuyos conflictos laborales —e incluso odios personales— yo estaba al tanto a través de mi madre, fue desfilando junto al ataúd para tocar su instrumento. Un ataúd, al fin y al cabo, también es madera viva. Hubo algún dúo o trío espontáneo, pero predominaron los solos. La suma de esos mínimos conciertos nos permitió imaginar, como dices, una especie de armonía o concordia que es siempre más potencia que acto, más epifanía secreta que realización colectiva.
Escribes que el sonido es casi tan íntimo como la piel. Me pregunto si no lo será incluso más. De hecho, nos cuesta un poco menos compartir nuestras pieles que nuestros silencios. Me has recordado unos versos de Goethe (que no tenía por cierto un gran olfato para reconocer el talento musical del prójimo, para desgracia de su admirador Schubert): «Así se suma al juego/ nuestro oído:/ esto no es piel ni cuerpo,/ es algo placentero/ y más festivo…».
Qué maravilla lo que me cuentas sobre el concierto con Blomstedt. Se me ocurre que ese efecto sonoro de capas sobre capas, esa especie de arqueología sensible que se produce al asistir a una interpretación así, se parece al peso oculto de cada palabra en un poema, que guarda el recuerdo de las veces en que esos vocablos y esas imágenes fueron pronunciados antes, continuando y modificando su propia tradición. Creo que la analogía se vuelve especialmente nítida en el caso de los poemas traducidos, cuando a la memoria de la lengua se une la interpretación de una voz traductora. Y, por supuesto, la de cada mirada lectora, que es la intérprete radical de la poesía, y que va traduciendo la partitura base del poema a su idioma personal.
Tienes razón, la música moviliza todos nuestros sentidos y genera sus traducciones verbales. Quizá por eso la visualizamos alta o baja, le adjudicamos texturas, le buscamos sabores. Si la percepción tuviese forma de pentagrama, la música atravesaría cada línea y cada espacio, como un líquido. La música entra por el oído e inunda los otros cuatro sentidos. O cinco, si consideramos el sentido más musical de todos, el sexto. Stravinski dijo algo así como que en las obras de Bach podías oler el pino de los violines o paladear la caña de los oboes. Quizás exageraba. Pero más exageró Bach componiendo.
Tengo curiosidad por tu Sibelius sinestésico. ¿Me permites confesarte una sinestesia de infancia? Aparte de trabajar como contable (o contador: al decirlo a la argentina, el oficio se vuelve narrativo), mi abuelo Jacinto era violinista aficionado. Le dio sus primeras clases de violín a mi madre y, cuando se jubiló, intentó también enseñarme a mí. Fueron cinco años de paciencia. Por torpeza, pereza o Edipo, no progresé demasiado. Lo que más ansiaba cada jueves era el momento en que mi abuelo entraba en casa con una golosina como cebo. Entonces corría a encerrarme en el baño para demorar la clase y comerme su dulce. El cuento estaba ahí, en el aplazamiento de la música.
¡Un Día Internacional del Silencio! Qué gran idea acústica y poética. Secundo tu propuesta con sigiloso entusiasmo. Pienso que la música no es un lujo, sino una necesidad e incluso un derecho. La realidad sería más irreal sin ella. Podemos cerrar los ojos, pero no los oídos. El oído jamás descansa, ni siquiera al dormir. Por eso música y vida conversan hasta en sueños. John Cage lo resumió de una manera espléndida: la música vela por los sonidos. Aunque a menudo nos quejamos de que un ruido va a volvernos locos, vale la pena recordar la posibilidad contraria: hay sonidos capaces de devolvernos la cordura, ¿no? Abrazo agitato, Andrés.
Quizá por eso, entre tantos otros recursos expresivos, nunca deja de inquietarme el vibrato, ya que no es más que una desafinación programada, un temblor voluntario en la exactitud de la música (seguro que tú tendrías a mano alguna buena analogía literaria)
ISABEL MELLADO
Tenía entendido que en tu infancia tocabas el violín, no sabía que lo hiciste durante cinco años. Eso, sobre todo en la infancia, es mucho tiempo, doble colega.
Una coincidencia me causa gracia: tu abuelo te engatusaba con dulces para que tocaras el violín, a mí mi padre me daba sendos galletones a cambio de mis poemas o cuentos chiquititos y muy malos, provocando unas caries de lo más inspiradas. En todo caso, un violín no pasa en balde y cinco años, arco para abajo, arco para arriba, es suficiente para que dejara huella en ti, supongo. ¿Notas que en tu escritura echas mano, quizá inconscientemente, de recursos musicales, dinámicas, fraseos como legato, staccato y tanto más, si ya nos vamos a la música contemporánea? Milan Kundera, cuyo padre era también músico (no hemos nombrado hasta ahora a tu padre oboísta), aparte de escribir tocaba el piano. Él decía que la estructura musical nunca abandonó su cerebro al escribir novelas.
A propósito de los poemas traducidos que mencionas, ¿tienes alguna manera de preservar, en las traducciones de tus libros, especialmente de poesía, la musicalidad que tenías al oído al escribirlos, las articulaciones de la versión original, o te entregas sin temor a la voz de la interpretación traductora? En mi caso, cuando la novela Vibrato se tradujo al turco, solo conseguí entender el título, que había cambiado a Vibrar.
He escuchado más de una vez decir que al hablar en otros idiomas somos otros, distintos. ¿Nuestros libros en otros idiomas nos hacen otros? ¿Acaso mejores, si los traductores, pese algunos posibles daños colaterales, actúan como estupendos editores?
Ayer fui nuevamente a escuchar a la Filarmónica de Berlín, esta vez el ensayo general de la Cuarta Sinfonía de Shostakóvich, y recordé otra vez esa tan contundente frase suya: «Todas mis sinfonías son como lápidas».
¿Qué pasa la primera vez que se escucha, que se lee una obra? Ese asombro luego puede que deje de existir, pero la música tampoco tiene una sola lectura. No está hecha para conocedores, por supuesto, aunque quien escucha varias veces corre menos riesgo de una apreciación meramente estética. La música merece ser reescuchada; Shostakóvich sin duda. Hay obras a las que siempre regresaremos, con las que ya mantenemos una larga relación como oyentes, intérpretes o lectores. Son posiciones similares, ¿no te parece? Así como los intérpretes reviven los sonidos de una partitura, los lectores hacen en cierto modo de intérpretes. Quizá la actitud frente a un pentagrama o frente a un libro no sea muy distinta.
En el caso de una sinfonía como la de ayer, es agridulce asistir a la interpretación perfecta, causante tal vez de una gran epifanía. Pero ya sospechamos, mientras las últimas resonancias desaparecen, que el resto de la existencia tendremos que conformarnos con peores versiones. Ni la vida, con sus salas de música, ni las librerías nos garantizan una experiencia in crescendo. ¿Tú cómo lo llevas, amigo? Si me contradices, me alegras. Abrazo a releerse en el tiempo, Isabel.
ANDRÉS NEUMAN
Isabel querida: Qué curioso que nunca hayamos conversado sobre este detalle. Parece que, solamente en el monólogo acompañado de una carta (soledad sonora, la llamó Juan Ramón) se propician ciertos diálogos y confidencias.
Sí, fueron cinco años de lecturas en clave de sol y no muy logradas digitaciones. Hasta que mi abuelo, o yo mismo, o los dos al unísono, decidimos volvernos a nuestro estuche. De aquella pequeña experiencia me quedó quizá la obsesión abismal por el milímetro, la sílaba, la afinación de cada sonido; la sutil sensación de (des)equilibrio del arco; la siempre delicada coordinación entre hemisferios. Y, más en general, una necesidad de que el fraseo fluya, de intentar, en alguna medida, una sintaxis cantabile. Del oboe de mi papá me vienen a la memoria infantil dos esfuerzos muy concretos. El de su cara roja al dosificar, contener, sacrificar la respiración para mantener vivo el sonido. Y la atención artesanal a sus cañas, la fe en el pulido.
Te confieso que recordé, me reí y aprendí mucho leyendo tu bellísimo Vibrato. Que, si no recuerdo mal, estuvo a punto de titularse La música y el resto. Me intriga mucho ese resto en elipsis. ¿Sería una especie de eco, todo eso que queda aleteando —vibrando— tras el último sonido? ¿De la diferencia drástica entre el instante de la música y el resto de nuestras vidas? ¿O eso otro serían las demás artes, como si en el fondo todas fuesen un subgénero de la música?
Si la poesía suele postularse como el género musical de la literatura, se me ocurre que intérpretes musicales y traductores poéticos desempeñan tareas hermanas: hay una partitura original que lo contiene potencialmente todo y, a la vez, no dice nada sin un cuerpo vecino resonando en el presente. Se podría objetar que, en el caso de la música, ambos comparten al menos una misma gramática, un vocabulario común. Pero esta ilusión de traducciones literales (sostenida por más de un traductor ingenuo o artificial) por medio del lenguaje supuestamente universal de la música se agrieta si pensamos en las radicales diferencias históricas, estéticas, culturales, generacionales y acústicas que existen entre cada partitura, cada época y cada intérprete. Una gran obra musical necesita ser interpretada y grabada infinitas veces, porque en cada aquí-ahora sus sentidos se transforman y reescriben sus audiciones previas. Diría que las traducciones de un texto clásico actúan de una forma similar. Y coral.
Nos preguntamos a menudo si las palabras pueden decir la música. En realidad, tampoco lo contrario puede darse por sentado: ninguna sinfonía cuenta una novela entera. Un poco a las bravas, Lévi-Strauss concluyó que la música excluye el diccionario. Y es cierto que tiene el don de dejarnos literalmente sin palabras: de ahí la respuesta física del aplauso o las lágrimas. Pese a todo, prefiero creer que la música es nuestro otro diccionario, el lenguaje que nos completa el habla. Sentir y hablar al mismo tiempo, ¿no se parece a cantar?
Para San Agustín, cantar era rezar dos veces. A la música la han puesto cada dos por tres al servicio de Dios. Sospecho que, a la larga, los dioses siempre terminan poniéndose al servicio de la música. Suspendido y terrenal, te escucha tu amigo, Andrés.
ISABEL MELLADO
Sé a lo que te refieres cuando hablas de obsesión, la obsesión (ojalá creativa) por el milímetro, el entrenamiento de la memoria muscular sobre la tastiera de un instrumento, la búsqueda de la afinación, la fluidez en el fraseo, el deseo de un compás perfecto. Quizá por eso, entre tantos otros recursos expresivos, nunca deja de inquietarme el vibrato, ya que no es más que una desafinación programada, un temblor voluntario en la exactitud de la música (seguro que tú tendrías a mano alguna buena analogía literaria).
Y sí, recuerdas bien, amigo: ese libro del que hablas se terminó llamando Vibrato y más abajo, como subtítulo, La música y el resto en 99 compases. Necesitaba invocar ese resto. Ese pequeño e inmenso resto del músico aislado día tras día frente a su atril, en la práctica de la partitura y la duda, y el otro resto, el de las vidas de quienes escuchan.
Sentir y hablar al mismo tiempo se parece a cantar, me entusiasma tu idea. Si pretendemos instaurar el Día Internacional de Silencio, por favor, hagamos el loco e intentemos colar también el Día del Canto. Ese tipo de canto revelador, ¿funcionaría también como detector de mentiras? Que nos pasásemos regularmente entre cantos y silencios, imagino que eso ya sería mucho pedir. Te escucha, tu amiga, Isabel.
Valerie Miles. Nacida en Estados Unidos y radicada en Barcelona, Valerie Miles es escritora, editora, y traductora. Dirige Granta en español desde 2003 y fundó la colección de clásicos contemporáneos en español de The New York Review of Books durante su periodo como subdirectora de Alfaguara. Es colaboradora de The New Yorker, The New York Times, El País, The Paris Review, y Fellow del Fondo Nacional de las Artes de Estados Unidos, por su traducción de Crematorio de Rafael Chirbes. Fue comisaria de la exposición Archivo Bolaño, 1977-2003, con el equipo del CCCB de Barcelona, fruto de una larga investigación en los archivos privados del escritor. Su primer libro, Mil bosques en una bellota, fue publicado con el título A Thousand Forests in One Acorn en inglés.
Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977), hijo de músicos argentinos exiliados, ha publicado las novelas Bariloche, La vida en las ventanas, Una vez Argentina, El viajero del siglo (Premio Alfaguara y Premio de la Crítica), Hablar solos, Fractura y Umbilical. Ha publicado los libros de cuentos Alumbramiento y Hacerse el muerto; el diccionario satírico Barbarismos; los aforismos de El equilibrista; el diario de viaje Cómo viajar sin ver; y el tratado sobre cuerpos no canónicos Anatomía sensible. Es autor de poemarios como Mística abajo, No sé por qué, Vivir de oído, Isla con madre y el volumen Casa fugaz (Poesía 1998-2018). Recibió los premios Federico García Lorca, Antonio Carvajal e Hiperión de Poesía. Obtuvo el Firecracker Award for Fiction y la Mención Especial del jurado del Independent Foreign Fiction Prize. Formó parte de la lista Bogotá-39 y de la selección de Granta de los mejores nuevos narradores en español. Está traducido a 25 lenguas.
Isabel Mellado es escritora y violinista. Gracias a la beca Karajan se instaló el año 1989 en Alemania para estudiar en la Academia de la Orquesta Filarmónica de Berlín con su concertino. Desde entonces ha actuado tanto en escenarios de música clásica como no clásica. Actualmente reside en Berlín y en España. Su libro de cuentos y aforismos El perro que comía silencio se publicó el año 2011 en la editorial Páginas de Espuma. En Alfaguara ha publicó en el año 2018 su novela Vibrato, la música y el resto en 99 compases, siendo traducida al turco por la editorial Ketebe Yayinlari. Ha participado en antologías de España, México, Chile, Italia, Estados Unidos, Brasil y Alemania.