Enrique Lynch
Ensayo sobre lo que no se ve
Abada Editores
287 páginas
POR JOSÉ MARÍA HERRERA

Vivimos rodeados de imágenes, millones de imágenes. Nuestra convivencia con ellas nos ha habituado a considerarlas algo trivial, en lo que no es necesario pensar. Si un día lo hacemos, descubrimos que pocas cosas hay más difíciles de explicar que la pulsión que lleva a producirlas. ¿Qué indujo al ser humano a duplicar lo natural, a representarlo y, de esa manera, apropiárselo simbólicamente?

Enrique Lynch sostiene en Ensayo sobre lo que no se ve que la creación de la imagen fue el primer gesto técnico de la humanidad, un gesto que tuvo de hecho más trascendencia incluso que la creación de «instrumentos y herramientas», pues estas también las hacen otras especies animales, mientras que únicamente el hombre produce imágenes. ¿No se revela acaso en dicho gesto el conjunto de la cultura entendida como programa encaminado a sustituir el mundo natural por un mundo artificial?

Esta es la hipótesis central del libro de Lynch, ambiciosa y meritoria investigación sobre la naturaleza de las imágenes que, digámoslo claramente desde el principio, trasciende el ámbito del arte y la estética. Aunque se trata de la culminación de una vida dedicada a la enseñanza de ambas disciplinas, no estamos ante un libro de «arte». El propio autor previene del error de dicha lectura. El cacareo teórico sobre el alcance de las obras de arte, tan habitual hoy, distrae a su juicio de las dos cuestiones fundamentales que ellas plantean (y que se abordan seriamente en este libro): qué hace que una obra de arte se destaque o diferencie del resto de las cosas y cuál es la razón que lleva a producir este tipo de objetos. 

Para responder a tales cuestiones hay que retroceder hasta la prehistoria, reconstruir de alguna manera el proceso. Las pinturas rupestres son las primeras imágenes de que disponemos. Existen diversas teorías que intentan explicar su origen, pero ninguna logra aclarar por qué fueron hechas en lugares inaccesibles, sin iluminación, tan escondidos que resulta imposible no pensar en una especie de temor reverencial. ¿Qué animó a nuestros antepasados a emprender una tarea tan extravagante y superflua como representar lo real, pero de modo que nadie pudiera percibirlo fácilmente? No lo sabemos. Lo único seguro, a la vista de lo espacios donde suelen encontrarse dichas pinturas, es que debió de ser para ellos algo parecido a una transgresión, a un sacrilegio. ¿Será casualidad que lo que convierte a una cosa en obra de arte no sea nunca nada esencial, eterno o definitivo, sino su retirada de su contexto habitual, su sometimiento a cierto proceso de extrañamiento?

En nuestro mundo las imágenes no se ocultan, todo lo contrario, están por todas partes. Para llegar desde las pinturas rupestres a los simulacros actuales han tenido que suceder antes muchas cosas. Las etapas decisivas en dicho proceso pueden identificarse, según Lynch, por el tipo de imagen preponderantes en ellas: ídolo, icono, obra de arte, simulacro. A esto dedica la primera parte del libro, titulada «Lo que se ve».

La existencia del ídolo, cuya aparición coincide con la historia propiamente dicha, pone de manifiesto una relación con la imagen distinta de la que se observa en el mundo prehistórico. La imagen ya no se oculta, sino que queda a la vista de todos, aunque a menudo en lugar sagrado, un lugar especial donde ser adorada. Nuestros antepasados tratan al ídolo como una cosa que es, a la vez, otra. He aquí la base de cualquier operación simbólica.

En una segunda etapa, se descubre que la imagen revela algo a la mirada (lo visible), pero también remite a algo que no aparece en ella (lo invisible). Si el ídolo era al mismo tiempo un trozo de piedra o madera pintada y un dios, el icono constituye otra cosa. Lo que se ve no es lo mismo que lo que no se ve, aunque es necesario a fin de entrar en conexión con ello. Esto es lo que los iconoclastas rechazaron, sin éxito en el mundo occidental.

Lynch defiende con muy buenas razones que la doble naturaleza del icono hizo posible el surgimiento de la obra de arte, entendida como representación de lo que no se puede ver, pero puede ser hecho visible. Nada es más característico de la obra de arte que su pretensión de desentrañar lo que permanece oculto. El supuesto sobre el que descansa tal convicción es que nuestra mirada nunca agota lo que ve. La limitación de la experiencia es la cortapisa contra la que se rebela la práctica artística. Esta función, sin embargo, entraría en crisis con la fotografía. Si «el ídolo es el dios, el icono es su persona, la pintura es la representación de una dimensión divina que está ausente (…) la foto es el objeto mismo». La fotografía sustituye la copia del objeto por su huella -la huella que deja en el dispositivo. La realidad se refleja ahora como en un espejo. ¿Hemos alcanzado finalmente la realidad?

La idea de que la realidad queda siempre más allá de las apariencias entró en crisis en la época moderna. A nadie debería extrañar que el idealismo filosófico, con su descubrimiento de la importancia del sujeto en la configuración de la experiencia, surgiera a la vez que el Barroco, un movimiento artístico que decidió prestar tanta atención al objeto como a su representación. Con el barroco «el arte se descubre a sí mismo como un medio que no refiere nada fuera de sí», dice Lynch. Perdida la antigua función de poner a la vista lo que no se ve, la imagen se convierte en protagonista absoluta de la representación. El arte abandona su función trascendente. Entre la imagen y la realidad no hay ya en rigor diferencia. Se trata de engañar al espectador. La afición en esta época al trampantojo es sintomática. No obstante, las ambiciones barrocas no alcanzarán su culminación hasta la época contemporánea, y no solo en el ámbito de la pintura, también en el de la fotografía, la cual ya no se conforma con hacernos ver la realidad, sino también el espejo en el que la realidad se refleja. 

De esto trata la segunda parte del libro, «Lo que no se ve», consagrada en buena medida al análisis de Picture for Women, la célebre fotografía de Jeff Wall. Lo extraordinario de esta foto es que su autor consigue transportar a la imagen la mirada de la cámara y, de esta manera, lleva el arte de la fotografía a su plenitud. Claro que las fotos de Well son analógicas. La aparición de la fotografía digital lo está cambiando de nuevo todo. El objeto ya no es ni siquiera necesario. Hoy es posible hacer aparecer objetos (reales o imaginarios) con la ayuda del cálculo de un ordenador. Esto no significa solo un cambio en la forma en que se producen las imágenes, sino también en el modo en que son conservadas, manipuladas o transmitidas. Por eso, piensa Lynch, no debería hablarse ya de imágenes, sino de simulacros. «La imagen no se consigue como resultado de la impresión de fotones de luz sobre una superficie sensible, sino que es una matriz de números calculados por el ordenador a partir de instrucciones programadas».

El tránsito de la imagen-huella a la imagen-matriz tendrá consecuencias impredecibles en la concepción del sujeto, del objeto y de la imagen misma. El mundo de la representación, de las apariencias, está cambiando aceleradamente porque, debido al nuevo orden numérico, el sujeto ha perdido su función de vértice. «Hemos atravesado el espejo», escribe Lynch evocando a Alicia. Pero: ¿qué pasa entonces con la realidad? A esto no responde el Ensayo sobre lo que no se ve. El estudio de la evolución de las imágenes apunta al eterno e irresoluble problema de la filosofía. Haber conectado clara y sabiamente ambas cosas convierten a este libro en la obra maestra de su autor.