Rodrigo Fresán
Melvill
Literatura Random House, 2022
296 páginas
POR FRAN G. MATUTE

Había enorme curiosidad, al menos supongo entre los más acérrimos seguidores de Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963), por ver qué sería lo próximo que diera a la imprenta el escritor argentino tras publicar aquella mastodóntica trilogía de 2.001 páginas (al menos en su primera edición) titulada en su conjunto La parte contada, en la que literalmente se vertió a sí mismo desde todos los ángulos posibles e imaginables. Sabemos ahora, porque así lo confiesa el propio autor, que una de aquellas páginas latía a su manera el germen de este Melvill, que remite, cómo no, a falta de una «e», al célebre autor de Moby-Dick, aunque quizás sea más justo afirmar que a quien remite en realidad es a su padre, siendo por tanto esta una novela (otra) sobre las siempre tortuosas relaciones paternofiliales, eso sí, como ninguna (otra) que hayan leído antes. Melville, de hecho, al referirse a su padre, afirmará: «Soy su creación que ahora lo recrea». Y sobre dicho bucle girará toda la propuesta.

Comienza Fresán confesando en una de las primeras (de las muchísimas) notas al pie que pueblan Melvill (en guiño formal y narrativo evidente a la citada Moby-Dick y por cuya profusión pedirá el autor perdón por el entorpecimiento –real, las cosas como son– que supondrá para la lectura, al menos durante el primer capítulo) la que quizás sea la clave (o al menos una de tantas) de una novela tan portentosa y en ocasiones críptica como esta, al describir la «indefinible imaginación» del narrador como «la más exacta de las ciencias», partiendo así de ella para cazar y perseguir y dar alcance «a los hechos» que a continuación se nos expondrán. Los hechos en realidad serán pocos, bien mirado, apenas una imagen hermosísima y temeraria a la que se vuelve una y otra vez (de nuevo el bucle, o mejor dicho, el rizo de Allan Melvill que preside la ilustración de la portada), la de un padre febril cruzando un río helado y sus fatídicas consecuencias. Fresán se explaya ahí en su yo poético y desatado nos lanza al hilo de ello multitud de imágenes tan elocuentes y bellas como brutales, como cuando describe el intento de suicidio perpetrado en su cama por un convaleciente y delirante Melvill, navaja en mano, al que nadie hace caso en sus explicaciones, pues cortándose las venas tan solo pretendía «prolongar el trazo de sus líneas de la fortuna».

A través de tan ingeniosos como desquiciados juegos de palabras (con palabras), marca ya por otro lado de la casa, Fresán convertirá la aliteración posmoderna en un gozoso concierto de prosas sonoras decimonónicas,* juego al que ya jugó en cierta medida Thomas Pynchon en el majestuoso Mason y Dixon, donde no desentonaba nada que los perros se dedicaran a las matemáticas o existieran patos-robot que surcaran el cielo, del mismo modo que en Melvill no solo no sorprenden sino que impactan las constantes referencias vampírico-fantasmales con ecos tralfamadorianos, por las que el futuro se cuela en el presente pasado de la narración, gracias sobre todo a la gran creación de la novela, el maravillosamente traslúcido Nico C., suerte de cicerón espiritual del Melvill más divagante, que más allá de sus descripciones físicas se nos antoja un híbrido entre el Sandman de Neil Gaiman, el Bowie de Tony Scott, Silver Surfer y Casper the friendly ghost, lo que a su vez pone de manifiesto, por si alguno lo dudara, que el momento histórico en el que transcurre Melvill no va a impedir a Fresán, en modo alguno, ser Fresán, y, sí, hasta las «canciones tristes» de Bob Dylan, los Kinks y los Beatles tendrán veladamente aquí su presencia.

Por encima de piruetas estilísticas, el gran valor narrativo de esta novela reside a mi juicio en el impresionante ejercicio de ventriloquía que Fresán crea al hablar a través de Herman Melville, quien a su vez se esfuerza por narrar la corta pero excitante vida de su padre, dando a entender por el camino que buena parte de los elementos definitorios de Moby-Dick tuvieron su inspiración en el alucinado discurso que Allan Melvill concedería a su hijo en el lecho de muerte. Resulta complicado no querer buscar aquí comparativas de corte autobiográfico entre lo que Fresán pone en boca de Melville para narrar a su padre y de paso al padre del autor, aquel Juan Fresán de vida aventurera, célebre publicista, diseñador gráfico y artista a su pesar, fallecido también antes de tiempo. Así lo da a entender el propio Fresán/Melville cuando afirma que todo libro en realidad son dos: «aquel que leerán las personas y que se presume correcto y aquel otro, quizá mucho menos prolijo pero infinitamente mejor y tanto más revelador de las más auténticas intenciones de quien lo firma.»

Lo anterior convierte a Melvill en una suerte de novela espectral sobre las herencias paternas y su influencia en los halos creativos y quizás por ello sea también la obra más solemne de cuantas ha escrito Fresán hasta la fecha. Una solemnidad que a veces se vuelve opaca, por lo que al no dejar pasar la luz es posible que deje a ciegas a unos cuantos. Sería este un reproche si no fuera el propio autor más que consciente de ello, y así, al reflejar los pensamientos de su Melville sobre la recepción que tuvo en su día Moby-Dick, se recuerda que «el mío era un libro que, en su escritura, creaba a su propia variedad de lector: un lector inagotable», que es al único al que parece ya aspirar Fresán. Para más inri, si el primer capítulo de Melvill contenía multitud de notas al pie, los restantes se levantarán sobre cientos de epígrafes (de nuevo en claro homenaje a Moby-Dick), principiados todos ellos por un asterisco interpretado aquí por Fresán de manera mucho más lírica a como lo hizo su admirado Kurt Vonnegut, esto es, viéndolos como un hermoso copo de nieve blanca, siendo lo blanco como concepto, lógicamente, el objeto del deseo de la ya clásica maníaca referencialidad con la que el argentino suele apabullarnos en sus escritos.

«¿Es la obra el hijo al que uno despide desde el embarcadero o acaba uno siendo hijo de su obra, a la que se deja atrás mientras se interna mar adentro para que sean otros quienes, más adelante, la celebren o condenen?», se pregunta finalmente Melville en Melvill, dejándonos Fresán para colmo sin respuesta, tras girar sobre sus talones, dispuesto a cruzar de la mano de su padre (quién si no) el frágil pero hermoso río helado que aquí nos ha regalado.

* Y aquí se pone a prueba aquel mantra fresaniano, en virtud del cual la novelística habría nacido posmoderna o no habría nacido, gracias a títulos como el Quijote de Miguel de Cervantes, el Tristram Shandy de Laurence Stern o el propio Moby-Dick de Melville, que contendrían de forma simultánea el clasicismo propio de la época en la que se escribieron, la experimentación y el vanguardismo que estaría por venir, así como grandes dosis de realismo absoluto e incluso autoficción, por lo que a partir de entonces la pregunta sería, ¿qué le queda por hacer a un escritor del siglo XX? Sordid details following…