POR FABIENNE BRADU
Cada vez que llegaba a un nuevo país en sus incontables mudanzas y exilios, Gonzalo Rojas compraba un mapa del mundo para averiguar si aparecía Lebu, su pueblo natal: apenas una cabeza de alfiler sobre la línea del golfo de Arauco, en el sur de Chile. Si no se leía el topónimo, sin más tiraba el mapa a la basura. Lebu, que en lengua mapuche significa «torrente hondo», era mucho más que su tierra nativa: era el origen del Mundo, así con mayúscula, como solía escribirlo.

A principios del siglo xx, y más precisamente cuando nace el poeta el 20 de diciembre 1916, Lebu es un pequeño puerto revitalizado desde hace poco por la industria del carbón y azotado la mayor parte del año por la lluvia y un viento tan atrabiliario como las olas que fustigan las oscuras rocas de la costa. Allí, crece el niño, libre y casi salvaje, en ese paisaje que se parece tanto a su carácter y cifra en su poesía una época rebosante en descubrimientos de toda índole. Su primera infancia en semejante atmósfera se satura de sensualidad y de riesgos: una plenitud rayana en la inocencia rousseauniana. Hasta que su padre muere, cuando apenas roza los cinco años.

Juan Antonio Rojas trabaja en una de las minas carboníferas de la región, cuyas galerías se extienden bajo el mar tal como los tentáculos de un pulpo insaciable. El hijo lo mitificará en uno de sus poemas más célebres: «Carbón», que evoca el río Lebu, la casa familiar de madera, la vida áspera de los mineros y la figura del padre intempestivamente arrebatado por la muerte.

«Si la verdadera patria del poeta es la infancia, yo tuve dos patrias: una limpia y riente con océano y relámpagos y una lluvia que no paraba nunca en el techo de zinc y otra áspera con exilio y todo. Porque mi primer exilio fue la mutilación de mi Lebu paraíso».

 

Antes del inaugural exilio a la ciudad de Concepción, todavía en Lebu, sucede el episodio más decisivo de sus primeros siete años. Una noche de tempestad, el niño percibe la estrecha relación entre las sonoras sílabas de una palabra y la realidad que ésta designa. Cuando un rayo cae sobre el techo de zinc de la casa familiar, oye a uno de sus siete hermanos pronunciar la palabra re-lám-pa-go. El episodio forja sin duda la factura de su obra futura: una poesía esencialmente regida por la sonoridad, el ritmo, una sintaxis desencajada y esdrújulas que cimbran los versos como platillos en una sinfonía.

La joven viuda Celia Pizarro decide instalarse en Concepción con el objeto de «sembrar» a sus siete hijos en distintas instituciones educativas. Gonzalo Rojas entra de interno en el Seminario Conciliar de Concepción gracias a una beca que le exige un alto nivel de puntuación. A causa de un precoz y transitorio tartamudeo, comienza a sustituir las palabras con las que tropieza en las lecturas en voz alta que suelen hacer los alumnos durante las comidas en el refectorio. La deficiencia fisiológica lo adiestra en el juego de la traslación poética. Un profesor alemán le descubre la literatura de la Antigüedad griega y latina, y uno de sus compañeros de ascendencia francesa le descifra a Baudelaire y a Rimbaud.

En 1935 una crisis de vocación coincide con la adolescencia. Su fe se tambalea, le comen las ansias de tutear nuevos horizontes y vivir experiencias inéditas. Parte al norte de Chile, a Iquique, donde escribe y publica sus primeros poemas en un periódico local: en su mayoría, sonetos que, bajo un barniz sentimental, traicionan el desamparo de un joven que descubre, a un mismo tiempo, el amor y la soledad, la gloria y las penurias. A su regreso a Concepción, el estallido de la guerra civil española estremece a su generación, tanto como Residencia en la tierra de Pablo Neruda.

Pretende estudiar Derecho en Santiago, pero pronto abandona las leyes por la Filología y la Literatura. Se gana la vida como inspector en el Internado Barros Arana y frecuenta a los escritores de su generación, conocida como la generación del 1938. Es el fin de las vanguardias europeas, pero éstas resurgen en Chile con el regreso de Vicente Huidobro y el movimiento surrealista local: Mandrágora, fundado por Braulio Arenas, Teófilo Cid y Enrique Gómez Correa, junto a quienes Gonzalo Rojas cree encontrar un lugar. La breve aventura lo lleva a escribir los peores poemas de su vida. Sin embargo, la ganancia de los años 1938-1942 estriba en las lecturas que realiza en la Biblioteca Nacional de Santiago para cumplir con las tareas del movimiento y, sobre todo, para su propio provecho. Hölderlin, Novalis, Kleist, Blake, Keats, Nerval son algunos de los poetas que devora en las marmóreas y heladas salas de lectura. Su inclinación por el romanticismo alemán no lo aleja de los faros hispanoamericanos: Rubén Darío, César Vallejo y Gabriela Mistral son los pilares poéticos que lo deslumbrarán a lo largo de su vida.

Al igual que su contemporáneo y amigo Octavio Paz, su frecuentación de los surrealistas franceses es tardía y, paradójicamente, su poesía seguirá siendo fiel a los pilares del movimiento gracias al alejamiento de los epígonos locales y al rechazo de la ortodoxia:

«Conocí a André Breton en 1953. Me pareció que reconocía a alguien con el que había dialogado largo tiempo, porque el pensamiento de Breton es un pensamiento riquísimo que nos había nutrido en la juventud. […] Hoy sabemos que el surrealismo no pertenece ni al cielo ni al infierno, sino a la raza humana que busca en su cabeza la estrella de su origen; y cuando se habla de las cenizas del pasado, no debe olvidarse que de estas cenizas, renace el hombre eternamente».

 

Gonzalo Rojas advierte temprano en el surrealismo la aceptación del principio de contradicción que hasta entonces lo agobia como una aberración, y del cual busca en vano una salida. «Mi abolengo está en las vecindades de todos los que vivieron la contradicción», afirma. Si algo le enseñó el surrealismo es que la contradicción es el estado natural del poeta que se abisma en sus propios laberintos, que observa cómo ésta fractura la realidad y el mundo, y no pretende borrarla en nombre de una supuesta coherencia o adocenada cordura. Gonzalo Rojas no hace sino dialogar con su «representante tenebroso», en quien cree y a quien deja que hable solo, incluso cuando no entiende bien lo que este oscuro «yo» le dicta.

Poco después de la declaración de la Segunda Guerra Mundial, por fin conoce el «amor loco» gracias al encuentro cabalmente surrealista con una joven de ascendencia escocesa, María MacKenzie, con la que no tarda en fugarse a la sierra de Domeyko, en los lindes del desierto más árido del mundo: Atacama, en el norte de Chile. Lo manda todo a volar: Santiago, que rebautiza «capital-de-no-sé-qué»; la Universidad y la Literatura, espantosamente anquilosadas por sus pomposas mayúsculas; el surrealismo y los mandrágoras; Vicente Huidobro y todos los cenáculos que se disputan los escenarios de los suplementos culturales.

La estancia en la mina El Orito cambia radicalmente su vida. Lejos de todo y de todos, a tres mil metros de altura, descubre su voz poética en el silencio pétreo del paraje, en el temple taciturno de los mineros, en los cielos increíblemente constelados del desierto, en un modo de vida rudo y auténtico y, sobre todo, en el amor. Enseña a los mineros a leer, además de su trabajo de contador. Su primer hijo, Rodrigo Tomás, nace en estas alturas y le vale la expulsión del paraíso por carecer del registro civil de matrimonio.

Hacia 1948, luego de un período errabundo por el país, ancla con su familia en el puerto de Valparaíso, donde enseña Filosofía y Literatura en diversos colegios. Con la publicación, a cuenta del autor y con un tiraje de 500 ejemplares, de La miseria del hombre, afirma una voz poética inédita en las letras chilenas, a salvo de la influencia de los «volcanes» Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Vicente Huidobro y Pablo de Rokha. Las reacciones de la crítica son mitigadas, pero todos saludan el nacimiento de un poeta singular y destinado a dejar una honda huella en la poesía hispanoamericana del siglo xx.

Algunos críticos le reprochan la vehemencia de su tono poético sin entender todavía muy bien qué clase de tempestad azota su voz. André Breton bautiza como «cabezas de tormenta» a los poetas habitados por la contradicción. Es un calificativo que Gonzalo Rojas reivindica para sí en repetidas ocasiones. El pintor Eugenio Granell precisa el sentido de la expresión:

«Cabezas de tormenta no son cabezas atormentadas por el rayo y el trueno, sino cabezas capaces de soportar la violenta descarga eléctrica de las contradicciones y leer claro en el cegador zigzag mensajero. Hombres lectores, por tanto, de la grafología de los elementos. Por eso pueden retener la eternidad en un instante, lo general en lo particular».

 

Gonzalo Rojas no solamente aguanta «la violenta descarga eléctrica de las contradicciones», sino que su poesía electriza mediante procedimientos lingüísticos, a un tiempo, cegadores e invisibles: el ritmo y la sonoridad fondean antes que el sentido. Es un aspecto de su obra que ha sido enfatizado en muchos estudios y una sensación corroborada por todos los que le oyeron leer sus poemas.

Siempre asegurará que La miseria del hombre es su mina original, en donde excavará su creación ulterior, y no cesará de reeditar los poemas de esta primera época, intactos o podados por su exigente contención, en casi todos los cincuenta volúmenes que constituyen su obra lírica. Quiere ser el autor de un solo libro, incesantemente deshecho y rehecho, y se considera a sí mismo un poeta «inacabado».

A partir de 1952 ejerce lo que él llama su «poesía activa» en la Universidad de Concepción, ciudad adonde regresa gracias a una cátedra de literatura que gana por concurso. Además de sus clases, organiza cursos extramuros, talleres de escritura y, entre 1958 y 1962, encuentros nacionales e internacionales de escritores, que cobran una relevancia histórica y operan una suerte de revolución cultural, a la usanza de las acometidas por Domingo Faustino Sarmiento, José Victorino Lastarria y Francisco Bilbao en el siglo xix. Asimismo cultiva la crítica literaria y lo desvela el fenómeno poético; más adelante complementará la reflexión teórica con ensayos definitivos sobre poetas de su predilección hasta acumular una obra prosística más voluminosa de lo que suele pensarse.

Son los tiempos del triunfo de la Revolución cubana, de las primeras tentativas de Salvador Allende para acceder a la presidencia, de una conciencia de la unión latinoamericana para repeler los avances del imperialismo norteamericano. Gonzalo Rojas participa con entusiasmo en las batallas de los años sesenta, proclama que «América es la casa» y visita La Habana cada vez que lo invitan a ser jurado del Premio Casa de las Américas.